—¿No hay una puerta? —exclamó Mary—. Tiene que haber una puerta…
—No hay ninguna puerta que puedas tú encontrar, ni una puerta que a nadie le importe.
Cerré la novela al terminar el cuarto capítulo. Fue entonces cuando reparé en un detalle que me había pasado por alto. En el punto de lectura —de la librería Shakespeare & Co.— que estaba en el volumen había apuntada una dirección de correo electrónico. No me había dado cuenta hasta entonces porque se hallaba en el reverso del punto, en tinta azul sobre un fondo azul celeste.
Supuse que era la dirección de la persona que había perdido el libro. Y debía de entusiasmarle la historia, ya que había asumido el nombre de su protagonista:
[email protected]
.
Por lo tanto, tal como había sospechado, era una chica. El descubrimiento me hizo gracia y, al mismo tiempo, me puso en una disyuntiva. Mi obligación era comunicarle en aquella dirección de correo que la novela obraba en mi poder. Por otra parte, me había encariñado con aquel libro de tapas ámbar y no me gustaba la idea de desprenderme de él. Decidí, en todo caso, que terminaría de leerlo antes de que volviera a manos de su dueña.
El anochecer llegó con un manto gélido que hundió las temperaturas bajo cero. No se estaba bien en ninguna parte, así que me retiré a mi habitación de hotel —había reservado dos noches suplementarias— a ver la televisión.
Frente a mi ventana, el oficinista que había visto la primera mañana seguía trabajando ante el ordenador.
Tras un poco de
zapping,
me detuve en el canal Arte, donde en aquel momento empezaba una película que hacía tiempo que deseaba ver. Era la inclasificable
Liquid Sky,
un filme de culto con un presupuesto de medio millón de dólares estrenado en 1982. Había leído que su director, Slava Tuskerman, se había visto obligado a utilizar un
loft
del Village neoyorquino como plató.
Una trama así sólo era posible en la época del
glam
tardío: un pequeño platillo volante aterriza sobre el ático de una modelo bisexual adicta a la heroína. Mientras un productor de televisión observa secretamente las actividades del alienígena, éste se ha ocultado en la entrepierna de la modelo, asesinando y vaporizando a todos sus amantes.
Esta aventura delirante tenía una banda sonora retrotecno y una estética muy cuidada: apartamentos de diseño, maquillajes fosforescentes e incluso una imagen del Empire State que revela su gran parecido a una jeringuilla.
Terminada la película, apagué el televisor y me di cuenta de que el silencio ya reinaba en los alrededores del hotel. Incluso el oficinista se había ido a dormir.
Mis ojos se desviaron hacia las cubiertas ámbar de
El jardín secreto,
pero me pareció un acto casi perverso leer aquella novela infantil tras el desfase de los yonquis cargados de «cielo líquido».
Antes de acostarme, sin embargo, escribí un breve correo a su propietaria:
Le limonaireQuerida Mary:
Deja de buscar insistentemente el jardín secreto. Lo tengo yo conmigo. Si lees este mensaje antes del martes a medianoche, puedo dejarte lo que es tuyo en el lugar de París que elijas.
Mientras tanto, sigue al petirrojo.
Tuyo,
D.
Llegué a la entrada roja de Le Limonaire, en la zona de Grand Boulevard, diez minutos antes de medianoche. El local se veía mucho más lleno que La Divette, aunque quizá no fuera a causa de Eva Winter. Tal vez simplemente era más popular.
Entre el público descubrí a Didier Lorenzen —alias BadGuy—, que me llamó con un silbido delante de todo el mundo. Me acerqué a su mesa sabiendo que me tocaría pagar las consumiciones de los dos. Fui recibido con dos besos en las mejillas, como si fuera un amigo de toda la vida. Y eso que sólo le había comprado un CD-rom de fotos.
—Bienvenido a Le Limonaire —me dijo en español mientras levantaba la mano para pedir otra cerveza al camarero—. Por cierto, ¿ya sabes qué significa el nombre del local?
—El limonero, supongo.
—Falso. Se traduce como «el limosnero», por lo de las limosnas, ¿sabes? Aquí hay la tradición de pasar el sombrero después de cada actuación para que el público eche lo que le parezca.
Mientras BadGuy se alisaba las rastas de la cola con las manos, me dije que si el nivel del concierto era como en La Divette, en el sombrero caería bien poca limosna. Observé el público que llenaba las mesas frente al pequeño escenario. Habría una treintena de personas, entre neohippies adolescentes y algunos tipos duros que, por el brillo en los ojos, parecían ir cargados de alcohol. El entorno perfecto para hacer un ridículo descomunal.
—¿Cómo grabaste la voz de Eva Winter en el disco? —le pregunté de repente, intrigado por la perfección de
Ojalá estuvieras aquí.
El productor y mánager entendió a qué me refería, ya que esbozó media sonrisa antes de contestar:
—Con el Autotune, un programa mágico para los vocalistas que desafinan. Cada vez que se salen del tono, desplaza la voz hasta la nota más cercana.
—¿Así de fácil?
—De fácil, nada. A veces el cantante desafina tanto que se va un par de notas por arriba o por abajo. El Autotune, entonces, coloca la nota donde puede, pero el resultado no tiene nada que ver con la melodía de la canción. En ese caso, el ingeniero de sonido tiene que echar un montón horas para corregir en la pantalla la curva gráfica de la voz. Es para volverse loco. Y el resultado tampoco es perfecto, alguien entendido notará que se ha marraneado la grabación original. Por cierto, ¿nos pedimos una botella de whisky?
Aquella propuesta me dejó boquiabierto. Aunque nuestras copas de cerveza ya estaban vacías, una botella entera era demasiado, a no ser que pretendiera anestesiarme para que soportara mejor el concierto.
Miré mi reloj: las cero treinta y el escenario aún estaba desierto. Nada parecía indicar que el recital fuera a empezar en breve. Acepté lo del whisky porque tenía muchas preguntas antes de partir al día siguiente, y pensé que el alcohol sería un buen lubricante para hacer hablar a BadGuy.
Dos minutos después, el camarero ponía sobre la mesa dos vasitos y una botella de Lagavulin de dieciséis años.
—Tiene un sabor ahumado inconfundible —explicó BadGuy, contento, mientras me servía—. De hecho, es más intenso minutos después de haber tomado el trago. No te quitas el sabor de la boca ni al día siguiente.
—Espero que me guste, entonces —repuse husmeando el whisky, que olía a madera chamuscada—. Por cierto, ¿cuándo empieza el
show?
—Pronto, Eva debe de estar cenando con los músicos. Hoy toca con una banda, ¿sabes? La acompaña un guitarrista, un bajo y una chica batería.
Ninguno de esos instrumentos estaba en el escenario, así que supuse que nos iban a dar las tantas antes de que empezara.
—Va a sonar bárbaro, vas a ver —siguió—. Incluso parecerá que ella canta bien.
—¿Lleva el Autotune?
—¡Imposible! —rio después de apurar su chupito de un trago y volver a llenar los vasos—. Ese programa no sirve para una actuación en directo. Pero le he pasado un pedal que mete una reverberación y un eco que te cagas. Va a ser como barrer la porquería bajo la alfombra, pero el público no se va a enterar.
Empecé a degustar el segundo whisky con escepticismo.
—Además, lleva un chivato para escucharse mejor —añadió.
—¿Un chivato? ¿Qué es eso?
—Son los altavoces que se ponen a ras de suelo, en dirección a los músicos. Ayudan a afinar.
En aquel momento se oyó el frenazo de un coche fuera de la sala. Segundos después, empezaron a desfilar los
músicos
en dirección al escenario entre el murmullo de desaprobación del público, que llevaba una hora esperando.
BadGuy se había quedado pensativo tras hablarme sobre la reverberación y los chivatos. Finalmente declaró a modo de coletilla:
—Y ahora, quien quiera un milagro que vaya a Lourdes.
El concierto empezó a la una y veinticinco de la madrugada. Para hacerlo posible, BadGuy había tenido que vérselas con un amplificador que no funcionaba y solucionar el acople entre el chivato de la vocalista y el del bajo. Regresó a la mesa tambaleante: me ganaba en copas de whisky por seis a tres, aunque tampoco yo me encontraba en mi mejor momento.
La primera canción fue «Islandia». Una chica joven y menuda golpeaba con criterio la batería, mientras los otros instrumentistas —dos melenudos bañados en sudor— trataban de coordinarse. Pero era misión imposible: el bajo eléctrico y la guitarra acústica se daban de patadas.
Liberada de rascar las cuerdas, daba la impresión que Eva Winter iba a dar la mejor versión de sí misma. Vestía unos ajustados pantalones de cuero y una camiseta amarilla muy ceñida. A diferencia del concierto estático de La Divette, ahora agitaba los cabellos al ritmo que marcaba la batería. No era la belleza frágil que emanaba la portada del disco, pero se contorneaba lanzando las caderas a lado y lado de forma bastante sexy.
Cuando empezó a cantar, la reverberación y el eco eran tan extremos que fui incapaz de entender una sola palabra. Junto al resto de instrumentos se había formado una horrorosa bola de sonido que amenazaba con reventar los altavoces.
Mientras arrancaba el segundo tema, «Sólo amigos», BadGuy logró ecualizar algo mejor los diferentes amplificadores, además de rebajar el volumen de los instrumentos. Eso dejó al descubierto las carencias de la vocalista, que el eco hacía parecer que cantara desde la cripta de una iglesia. Su única ventaja era que, al interpretar sus propias canciones, el público no conocía las melodías ni entendía la letra. Por eso, aunque el concierto eléctrico estaba naufragando, la reacción de la parroquia local no pasaba del estupor.
A mi lado, BadGuy narcotizaba el fracaso con un séptimo vaso de Lagavulin.
El gran error se produjo cuando, tras completar buena parte de su repertorio, Eva Winter se atrevió con una versión. La canción de P.I.L. —una banda surgida de las cenizas de los Sex Pistols— era además muy conocida. Su estribillo repetitivo tenía gancho con la voz chillona del vocalista original, John Lydon, pero en manos de Eva Winter se convertía en un sermón sin gracia alguna. Aquello era un asesinato.
This is not a love song
This is not a love song
Yon take the first train into the big world
Now will I find you, now will you be there
[2]
Casi recé para que el concierto terminara después de esa pieza. Y mi plegaria se
vio
atendida ya que, tras un
Merci, bonsoir,
se encendieron las luces del local.
Nadie pidió bises.
Pero lo peor estaba por llegar. Dado que los artistas de Le Limonaire dependían de los donativos del público, el dueño del local se vio obligado a pasar el sombrero entre los quince supervivientes del concierto. Las mesas más cercanas al escenario no soltaron ni un céntimo. Mientras se acercaba a nosotros, reuní toda la calderilla que tenía en mi bolsillo para tratar de maquillar aquel fiasco.
Antes de que pudiera entregar las monedas, sin embargo, sucedió algo imprevisto que daría otra vuelta de tuerca a esa noche aciaga. Un par de tipos en la mesa de al lado —habían estado despotricando durante todo el concierto— se mofaron al ver asomar el «limosnero». El dueño ya iba a dejarlos de lado y venía hacia nosotros cuando el más borracho de los dos se levantó con violencia y escupió sonoramente dentro del sombrero.
Como impulsado por un resorte, BadGuy no se lo pensó dos veces y se abalanzó sobre el tipo, derribándolo de un derechazo en la mandíbula. Tras esquivar la mesa y el cuerpo que le venían encima, su compañero entendió que se había declarado la guerra y agarró una silla de hierro para castigar a BadGuy. Éste, pese a la embriaguez, tuvo suficientes reflejos para esquivar el sillazo, que impactó sobre mi cabeza de pleno.
Mientras las piernas se me plegaban, noté cómo perdía la visión a la vez que el sonido de la pelea multitudinaria se alejaba extrañamente. En el breve limbo sin estímulos que precedió a la inconsciencia, me dije que si no despertaba jamás, tampoco perdía tanto.
Por el suave traqueteo del motor me di cuenta de que me hallaba en el interior de un vehículo, aunque tardé un buen rato en abrir los ojos. Cuando lo logré, descubrí que una cara conocida me observaba con preocupación.
Era Eva Winter.
Estaba vivo y, al parecer, cumpliendo mi sueño de la forma más extraña.
Como no oía nada, me temí que me hubiera vuelto sordo a consecuencia del golpe. Pero simplemente nadie hablaba. Paralizado ante aquella aparición, sin entender qué hacía ella allí —o mejor dicho, qué hacía yo en una furgoneta llena de instrumentos—, poco a poco recuperé toda la visión y pude enfocar la vista en la ventanilla. Nevaba.
«Me llevan a alguna parte», pensé al entender que estaba en la furgoneta de la banda.
Por primera vez, la nieve no me devolvía la imagen de Desirée, aunque había llegado con el silencio metafísico del que ella me había hablado al conocernos.
De alguna manera me pareció que aquella nieve pertenecía a la que había sido mi musa antes de salir de Barcelona.
Continuamos mirándonos en un silencio que no me resultaba incómodo. Ella tenía los ojos ciertamente bonitos, con aquella melena morena algo enmarañada que le caía sobre los hombros. Ya no llevaba la camiseta ajustada, sino un jersey de lana roja que la hacía a mis ojos más vulnerable.
Mientras me palpaba la herida con la mano —advertí que me habían puesto un vendaje—, supe que deseaba abrazar a esa chica de aspecto desvalido. Era un pensamiento extraño dada mi situación.
Eva Winter debió de pensar que ya estaba recuperado, puesto que me habló en perfecto español con una voz bellamente quebrada.
—¿Eres un turista?
—No exactamente. He venido a París a pasar una temporada.
—¿Para hacer qué? —preguntó, mientras con la uña me levantaba ligeramente la venda para ver si la herida estaba seca.
—No lo sé —reconocí.
—Pues deberías saberlo. Oye, tío, ¿de qué planeta has salido?
No supe qué contestar a eso, así que volví la mirada hacia la ventanilla para contemplar la nevada. Entre el sordo baile de copos distinguí la estela de un avión que se alejaba en dirección al sur. Eso me hizo recordar que perdería mi vuelo —eran ya las ocho de la mañana— y que mis cosas se habían quedado en el hotel donde no había pasado la noche.