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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (71 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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—¿Qué hace?

Salí de mi carpa y vi sus ojos dilatarse de espanto:

—¡No se mueva! —me dijo, articulando muy bien cada palabra y mirando fijamente algo en mi hombro.

Se acercó despacio, adelantando un dedo. Aterrada, seguí su mirada y volteé la cabeza lo suficiente para ver una conga enorme, de coraza reluciente, patas peludas y las tenazas hacia el frente a pocos milímetros de mi mejilla. Me impulsé para huir pero me contuve a tiempo, comprendiendo que lo más juicioso era esperar cuando menos a que Marc pudiera dar su pastorejo para quitarme de encima al monstruo. Lo cual hizo sin prisas, a pesar de mi temblor nervioso y de mis gemidos. El contacto con el animal sonó hueco, y el bicho salió propulsado como un proyectil para estrellarse finalmente contra la corteza de un árbol gigante con un ruido de nuez.

Seguí la operación con el rabillo del ojo, arriesgándome a un tortícolis, y salté de alegría. Marc reía hasta las lágrimas, doblado en dos.

—¡Si hubiera visto su cara! ¡Me habría gustado tomarle una foto! ¡Parecía una niñita!

Luego me abrazó y dijo con orgullo:

—¡Afortunadamente llegué yo!

Cuando finalmente Enrique envió la olla con el agua hirviendo, habíamos matado tantas que el agua sacó más cadáveres flotantes que sobrevivientes. Para Marc y para mí, nuestra amistad quedó sellada con nuestra victoria sobre las congas.

73
EL ULTIMÁTUM

Salí de mi hamaca una noche, oscura como boca de lobo, para aliviar mi cuerpo, feliz de poder poner mis pies afuera sin la obsesión de que me picara algún bicho infernal, cuando un soplo atravesó el aire despeinándome. Quedé paralizada en la oscuridad, sintiendo que una masa había atravesado mi carpa viniendo a caer pesadamente a dos milímetros de mi nariz. El guardia se negó a alumbrarme con su linterna y preferí regresar al abrigo del toldillo que aventurarme cerca de esa cosa que había sacudido mi caleta.

Al amanecer, cuando me levanté me di cuenta de que mi carpa estaba hecha jirones. De la palma vecina había caído una pepa del tamaño de una cabeza humana, envuelta en una hoja gruesa terminada en una acerada punta. Se había desprendido del tronco y había hecho una caída libre de veinte metros para venir a sembrarse profundamente en el suelo, al lado mío. En su trayectoria abrió mi techo de lado a lado. «Si hubiera dado un paso más…», pensé, sin que la idea pudiera consolarme de ver dañada mi carpa. «Me tomará horas repararla», me resigné.

Tuve que pedirle a uno que me prestara una aguja, a otro hilo, y cuando al fin estuve lista se puso a llover. Marc se acercó. Se ofreció a ayudarme. Accedí, sorprendida. Entre presos cualquier petición de ayuda era acogida con mal humor y desdén. Cada cual quería mostrar que no necesitaba de nadie. Por el contrario, yo necesitaba ayuda todo el tiempo, y Lucho, quien siempre me ayudaba, tenía prohibido acercárseme. Si no la pedía era para evitar conflictos. Ya estaba debiendo el hilo y la aguja. Era más que suficiente.

La ayuda de Marc resultó muy oportuna. Sus consejos aceleraron la ejecución de la obra. Pasamos juntos casi dos horas, absortos en nuestra labor, riéndonos de todo y de nada. Cuando se marchó lo vi alejarse con pesar. Lucho siempre me recordaba que no debíamos apegarnos a nada.

Al día siguiente, Marc volvió. Quería que le regalara tela impermeable y que lo ayudara a pegar algunos parches en los huecos que las arrieras habían abierto en su carpa.

Asprilla, un negro grande y fornido, acababa de asumir la subcomandancia del campamento. Compartía con Monster la responsabilidad de nuestro grupo, que asumirían por turnos. Tuvo la buena idea de quitarme las cadenas durante el día y trajo un gran tarro de pegante para que Marc pudiera reparar su carpa. Regresó por la tarde y nos encontró, como niños, con los dedos llenos de pegante. Noté la mirada que nos echó. «Estoy muy contenta y se me nota», pensé preocupada.

Marc seguía riendo mientras aplicaba el pegante en los parches cuadrados de las telas que habíamos cortado con cuidado. «Es ridículo», pensé, para ahuyentar mi aprensión; «me estoy volviendo paranoica».

Al siguiente día vi a Marc acomodado en el suelo con todas las piezas de su radio frente a él. Dudé en acercarme, y luego, considerando que no había nada de malo en ello, decidí ofrecerle mi concurso. La conexión de su antena con los circuitos electrónicos de su radio se había estropeado. Me había fijado en las reparaciones hechas por mis compañeros en casos similares. Me apunté de voluntaria para arreglarle la radio.

Rápidamente logré restablecer la conexión, bajo la mirada de admiración de Marc. Me ruboricé de satisfacción. Era absolutamente la primera vez que lograba arreglar sola alguna cosa. Marc vino a buscarme al día siguiente para que le ayudara a cortar sus plásticos. Quería poder enrollarlos dentro de su bota, para la siguiente marcha.

Estábamos sentados en silencio para lograr la hazaña de cortarlo en ángulo recto. Hacía calor y transpirábamos al menor movimiento. Marc lanzó su mano hacia mi oreja y atrapó algo en el vacío. Su gesto lo sorprendió tanto como a mí. Se excusó, confundido, mientras me explicaba con cierta timidez que había querido espantar un zancudo que se cebaba conmigo desde hacía un momento. Su bochorno me pareció encantador y la idea me turbó también. Me levanté rápidamente para regresar a mi caleta. Definitivamente habría que encontrar una excusa para volver a pasar un rato con él. Me sorprendió esa amistad que crecía entre nosotros. Desde hacía años nuestras vidas se cruzaban sin que se nos hubiera ocurrido tomarnos el tiempo de hablar. Tuve la impresión de que habíamos hecho todo lo posible por esquivarnos. Sin embargo, ahora debía rendirme ante la evidencia de que me levantaba por la mañana sonriendo, y que esperaba la ocasión de hablarle con impaciencia de niña. «Tal vez me estoy poniendo intensa», pensé. De modo que me contuve y cuidé, por algunos días, de no acercarme.

Vino a la semana siguiente y se ofreció para instalar la antena de mi radio. Primero traté de hacerlo yo misma, pues Oswald y Ángel, considerados los campeones del lanzamiento de antenas, me habían negado su ayuda.

Mi lanzamiento alcanzaba máximo los cinco metros de altura, lo que hacía reír a todo el mundo. Marc hizo girar la pila como una honda. La pila salió hacia las nubes al tercer intento y mi antena llegó más alto que la de cualquiera.

—Fue un golpe de suerte —me confesó.

Mi radio rejuveneció. Escuchaba a Mamá a la perfección. Cuando hablaba tenía la impresión de estar a su lado. Nuevamente se refirió a un viaje para captar apoyo.

—No me gusta salir de Colombia. Me da miedo que te liberen y yo no esté aquí para recibirte. Solo por eso la adoraba.

Por la mañana, aprovechando la cola para el desayuno, nos reímos con Lucho.

—¿Oíste a tu mamá? No quiere viajar, como de costumbre.

—Y, como de costumbre, viajará —le respondí, encantada.

Era una de nuestras bromas favoritas. Más adelante recibía los mensajes de Mamá desde el otro extremo del mundo, pues se las arreglaba para cumplir nuestra cita radiofónica dondequiera que se hallara. Sus viajes nos sentaban bien a ambas. Yo pensaba que ver a otras personas le ayudaría a tener paciencia, así como escuchar su voz fortalecida por la acción me ayudaba a mí. Realmente aprecié la ayuda de Marc.

Marc vino una mañana a pedirme prestada mi Biblia. Cuando se la tendí, me pregunto:

—¿Por qué no ha vuelto a hablar conmigo?

La pregunta me tomó por sorpresa. Respondí tratando de precisar mis ideas:

—En primer lugar porque me da miedo imponerle demasiado mi presencia. En segundo lugar, porque temo cogerle gusto y que la guerrilla lo vuelva un medio para presionarme.

Sonrió con mucha dulzura.

—No hay que pensar en nada de eso. Si tiene un momento, me gustaría mucho que habláramos esta tarde.

Se marchó y pensé divirtiéndome: «¡Tengo una cita!». El tedio era un veneno que las Farc nos inoculaban para reblandecernos la voluntad, y yo le temía más que a nada. Sonreí. Había pasado de una vida repleta de fechas, horas y urgencias a otra en la que no tenía nada que hacer. No obstante, en esa selva alejada del mundo, la idea de tener un compromiso me agradó.

—¿Una cita esta tarde? ¡Qué buena idea!

Tuteaba a Marc de forma natural.

«No sé tutear», me dijo en su español chapurreado.

Parecía fascinado por ese giro, inexistente en su lengua materna. Había captado bien los matices y la familiaridad subsiguientes.

—Quiero tutearte —me dijo.

—Ya lo estás haciendo —le respondí riendo.

Abrimos la Biblia. Quería que le leyera uno de mis pasajes favoritos. Finalmente me decidí por un pasaje donde Jesús le pregunta a Pedro de forma insistente si lo quiere. Yo conocía la versión griega del texto. Se trataba, nuevamente, de una cuestión de matices. Jesús emplea el término ágape cuando se dirige a Pedro, indicando una cualidad de amor superior, sin contrapartida, que se basta a sí misma por la acción de amar. Pedro responde usando la palabra philia, que designa un amor que espera retribución, buscando reciprocidad. La tercera vez que Jesús plantea la pregunta, Pedro parece haber comprendido y responde empleando la voz ágape, que lo compromete a un amor incondicional.

Pedro era el hombre que había negado en tres ocasiones a Jesús. El Jesús que formulaba estas preguntas era el Jesús resucitado. Pedro, hombre débil y cobarde, se había convertido, por la fuerza de este amor incondicional, en el hombre fuerte y valeroso que moriría crucificado por el legado de Jesús.

Hacía cinco años que vivía en cautiverio, y, a pesar de las condiciones extremas que había soportado, experimentaba una inmensa dificultad en cambiar de temperamento.

Estábamos perdidos en nuestra discusión, sentados lado a lado sobre su viejo plástico negro. Yo era incapaz de darme cuenta cuál era el idioma que utilizábamos, probablemente ambos. Aunque absorta en nuestra cuestión, en cierto momento recobré la distancia, intrigada por el silenció del campamento. Me di cuenta, con algo de incomodidad, de que mis compañeros seguían con interés nuestra conversación.

—Todo el mundo escucha —le dije en inglés, bajando la voz.

—Estamos demasiado felices, eso les llama la atención —me respondió sin mirarme. Me preocupé.

—Mira en lo que nos hemos convertido en este campamento, los problemas que tenemos para permanecer unidos frente a una guerrilla que nos intimida y amenaza…

Abríamos poco a poco nuestro corazón para hablar de cosas que no nos atrevíamos a confesarnos ni siquiera a nosotros mismos. Hacía años que él no recibía noticias de nadie, excepto de su madre. En sus mensajes no había mucha información sobre su familia o sobre la vida de sus seres queridos. «Tengo la impresión de mirar mi mundo a través del hueco de una cerradura», me dijo, para expresar su frustración. «Ni siquiera sé si mi esposa me espera todavía».

Solo podía comprenderlo. Hacía mucho tiempo que la voz de mi marido había desaparecido del aire. Cuando ocasionalmente volvía a aparecer, los comentarios de mis compañeros eran ácidos. Por el contrario, nadie se atrevió a comentar nada cuando una periodista de La luciérnaga, uno de los programas que escuchábamos en las tardes, hizo una reflexión añadiendo: «Me refiero al esposo de Ingrid, o más precisamente al ex esposo, pues hace rato que se le ve en compañía de otra persona». Hubiera querido dar vuelta a la página, pero las palabras que oí lograron aruñarme el corazón.

Una mañana, mientras esperaba en mi hamaca a que me soltaran las cadenas, di un brinco al sentir que alguien me agarraba los pies. Era Marc, de camino a los chontos. «Hi, Princess!», susurró, inclinándose sobre mi toldillo. «Este será un día bonito», pensé.

Nos instalamos, como habíamos hecho los días anteriores, lado a lado sobre el plástico de Marc. Pipiólo estaba de guardia y su mirada se posó sobre mí como la de un águila sobre su presa. Temblé, pues supe que tramaba alguna fechoría. Acabábamos de comenzar a charlar cuando la voz de Monster nos alcanzó como un cañonazo:

—¡Ingrid!

Di un brinco y salí al sendero central, tratando de verlo entre las carpas que me estorbaban la vista. Al cabo apareció, las manos en las caderas, las piernas separadas y la mirada maluca.

—¡Ingrid! —gritó de nuevo, a pesar de tenerme frente a él.

—¿Sí?

—¡Le he dicho que tiene prohibido hablar con los gringos! Si vuelvo a encontrarla hablando con ellos, ¡la encadeno al árbol!

Imposible llorar, hablar, mirar a nadie. Me enclaustré, reduje al mínimo mi contacto con el exterior. Escuché la voz de Marc viniendo desde ese otro mundo. Pero a él ya no lo vi.

74
LAS CARTAS

Será como siempre, querrá evitarse problemas», pensé, dándome vuelta para sentarme sobre la raíz de un árbol enorme que atravesaba mi caleta. Era preciso ocuparme: coser, lavar, ordenar, llenar el espacio de movimientos para que pareciera que seguía viva. «No creí que me dolería tanto», constaté, después de entrever la sonrisa carnicera de Pipiólo. Mi mirada cruzó la de Lucho. Me sonrió e hizo señas para que me calmara. Estaba conmigo. Le sonreí de vuelta. Por supuesto, no era la primera vez que se encarnizaban conmigo. Me había habituado a estar encadenada o suelta dependiendo de las variaciones de su humor. Esperaba aquel golpe desde hacía tiempo, desde que hablé con Marc. En cierta forma experimenté una especie de alivio. Mi situación no podía empeorar.

—¿Podemos hablar en español, como hacíamos con los demás prisioneros? —preguntó Marc a Monster, que permanecía de pie con aire altanero frente a su carpa.

—No, es una orden formal; usted no puede hablar con ella.

De camino al baño, me puse en acción. Debía ponerme el short y el top en poliéster enrollados en mi toalla de baño al tiempo que me desvestía. Siempre era la última y los guardias me acosaban. No había notado que Marc se demoraba más que yo. Tomamos el camino hacia el bañadero en fila india. Se acercó detrás de mí y susurró en inglés:

—Me gustaba mucho hablar contigo. Tenemos que seguir comunicándonos. —¿Cómo?

Traté de pensar rápido, rápido. Después ya no podríamos hablar.

—Escríbeme una carta —susurré.

—¡A ver, muévanlo! —aulló un guardia detrás de nosotros.

En el río, mientras me enjabonaba el pelo con el trozo de jabón azul que hacía las veces de champú, Marc se ubicó de modo que los guardias no pudieran vernos. Comprendí que me escribiría el día siguiente. Tuve que morderme la lengua hasta sacarme sangre para ocultar mi alegría. Lucho me miró extrañado. Le pasé mi jabón para despistar a los guardias:

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