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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (66 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Ángel hizo todo lo posible para que yo no pudiera perdonarlo. Me persiguió con su hiél y la compartió con aquellos que, como Pipiólo y Tigre, se deleitaban ensañándose conmigo. Esas pequeñas infamias hacían sus delicias. Sabían que esperaba con impaciencia la bebida de la mañana, pues a causa de mi hígado evitaba el tinto de la madrugada. Se negaban a servirme, a menos que fuera de última, y, cuando tendía mi taza, echaban poco o botaban el resto al suelo mientras me miraban.

Sabían también que me gustaba la hora del baño. Era la última en ir, pero a quien más afanaban para que saliera. Me prohibían acurrucarme en la quebrada para lavarme. Debía hacerlo de pie porque, según ellos, les ensuciaba el agua. Mis compañeros habían puesto una cortina plástica para que yo pudiera estar tranquila a la hora del baño. Terminaron por quitarla.

Una mañana, mientras me aseaba, noté un movimiento del lado del monte. Seguí lavándome mientras observaba lo que se movía detrás de un árbol. Descubrí a Mono Liso, con los pantalones por los tobillos masturbándose.

No llamé al guardia. No hice nada. Cogí mis cosas y regresé a la caleta. Cuando el guardia vino a amarrar la cadena al árbol, le pedí que llamara a Enrique. Enrique no vino. Pero el Enano, su nuevo segundo al mando, accedió a mi petición.

El Enano era un tipo curioso, primero porque medía dos metros de alto y también porque parecía un intelectual perdido en la manigua. Nunca pude determinar si me caía bien o no. Me parecía débil e hipócrita, pero bien podía ser disciplinado y prudente.

—¡Quiero decirle que si las Farc no son capaces de educar al mocoso este, lo hago yo!

—Avísenos la próxima vez que pase —contestó el Enano.

—¡No habrá próxima vez! Si llega a repetirse, le daré una muenda que no olvidará en su vida.

Al día siguiente no me soltaron la cadena para que fuera a ejercitarme en las barras contiguas a la caleta. Quedé restringida a hacer flexiones debajo de mi hamaca.

Habían transcurrido varios meses cuando vi la gallina. Acababa de saltar a la caleta de Lucho y se había instalado sobre el toldillo, recogido por él durante el día a un extremo de su cama. Debía de ser un nido agradable. Allí permaneció varias horas, inmóvil, indiferente al resto del mundo, cerrando un solo ojo, derechita como si se hiciera la dormida. Moteada de gris, estaba peinada con una hermosa cresta color rojo sangre, perfectamente consciente de la fuerte impresión que causaba. «Es una coqueta», pensé mientras la observaba. Se levantó indignada, cloqueando, cacareó enérgicamente al tiempo que sacudía su bola de plumas y se marchó sin decir nada.

Todos los días a la misma hora, la gallina de Lucho venía a verlo. Le dejaba un huevo a escondidas de la guerrilla. En el crepúsculo observábamos a los guardias.

—Estaba en el alojamiento esta tarde.

—Debió dejar su huevo por aquí, entre los árboles.

El huevo iba a dar a nuestras panzas. Me llegaba por caminos tortuosos para que lo cociera. Puse a punto una técnica para calentar la olla quemando el mango plástico de las afeitadoras desechables que llegaban al campamento. Los guardaba todos. Uno solo me bastaba para cocinar un huevo, que Lucho distribuía por turnos entre los compañeros.

Cuando llovía, cocinaba en serie: la lluvia ocultaba el humo, los olores y el ruido, y nos comíamos todos los que habíamos guardado en reserva.

Lucho acababa de descubrir un huevo más entre los pliegues del toldillo. Nos hizo, a Pinchao y a mí, grandes gestos para anunciárnoslo. Nos alegramos mucho porque era el Día de la Madre y así podríamos celebrarlo.

No podíamos imaginar que la fecha iba a estar marcada por algo totalmente distinto. No hicieron ruido: cuando los oímos, ya los teníamos encima.

68
MONSTER

Mayo de 2006

Al punto llegó el Enano, jadeando:

—Cojan sus equipos como estén. No lleven nada más, nos vamos ya.

Los helicópteros giraban sobre nuestras cabezas. Sus rotores agitaban el aire con un ruido de cataclismo. William, el enfermero, partió al instante. Siempre estaba listo. Todos los demás tratábamos de echar a última hora algún objeto precioso en nuestro equipaje.

Yo no trataba de apurarme. Papá solía decir: «Vísteme despacio que estoy de afán». ¿Y la muerte? No me preocupaba. Una bala rápida, certera, ¿por qué no? Pero no lo creía posible. Sabía que ese no era mi destino. Un guardia aulló ferozmente detrás de mí. Levanté la nariz. Todo el mundo se había ido. Yo estaba en mi submarino, con todas las escotillas cerradas. En mi mundo hacía lo que me daba la gana.

El guardia me empujó, cogió mi equipo aún abierto y salió a toda carrera. Sobre mí, uno de los helicópteros permanecía suspendido. Un hombre, sentado en la puerta de la cabina, con los pies colgando, escrutaba el suelo. Podía verle la cara. Llevaba gafas grandes de operador, y apuntaba su cañón en la misma dirección de su mirada. Quería que me viera. ¿Cómo podía no verme? ¡Estaba ahí, debajo de él! Tal vez se debiera a mi pantalón de tela camuflada.

Me confundiría con una guerrillera y me dispararía. Le haría entender que era rehén. Le mostraría mis cadenas. Sería, tal vez, demasiado tarde; dejarían mi cuerpo tendido en un charco de sangre, para que lo encontraran las patrullas militares.

—Vieja hijuemadre, ¿quiere que la maten?

Era Ángel. Estaba verde, encorvado detrás de un árbol con mi equipo en brazos. El soplido del helicóptero lo obligaba a entornar los ojos y bajar la cabeza de medio lado, como si le doliera.

Una ráfaga estremeció la selva. Me sobresalté. Salí volando derecho, arranqué al pasar el toldillo de Lucho, con su huevo aún dentro, y aterricé al lado del árbol para acurrucarme junto a Ángel.

La metralla no paraba, junto a nosotros, no sobre nosotros. En el campamento, voces histéricas perforaban el zumbido del acero. Los vi correr: dos chicas y un muchacho. Atravesaron nuestro campo visual, encorvados bajo los equipos, expuestos por una fracción de segundo y luego tragados por la vegetación. Ángel sonrió, victorioso.

El helicóptero siguió girando. Ángel no se quería mover. No muy lejos frente a donde estábamos, otros guerrilleros, protegidos por los árboles, esperaban como nosotros.

—¡Vamos! —dije, en un arranque por salir corriendo.

—No. Disparan a todo lo que se mueva. Yo le diré cuándo correr.

Tenía el huevo en la mano. Me lo eché al bolsillo de la chaqueta y traté de enrollar el toldillo para guardarlo en el equipo.

—No es el momento de hacer eso —jadeó Ángel.

—Usted se come las uñas, yo ordeno mis vainas. Cada quien con sus mañas —le respondí, ofuscada.

Me miró sorprendido y luego sonrió. Hacía tiempo que no le veía aquella expresión. Tomó el equipo y lo lanzó diestramente sobre su cabeza, para colocarlo sobre su propio equipo y contra la nuca. Me tomó la mano, mirándome a los ojos.

—A la cuenta de tres salimos corriendo y no para hasta que yo lo haga, ¿listo?

—Listo.

Otros helicópteros se acercaban. El nuestro tomó altura e inició un viraje. Veía achicarse las suelas de las botas del soldado. Ángel echó a correr con el diablo en los talones y yo detrás. Tres cuartos de hora más tarde estábamos nuevamente abriéndonos camino entre la manigua. Alcanzamos al resto del grupo. Le mostré el huevo a Lucho. «¡Tan boba!», me dijo, encantado. El huevo era lo más importante. La idea de que el Ejército pudiera venir a rescatarnos me parecía un sueño imposible.

La selva se había vestido de rosa y malva. Ocurría dos veces al año, cuando florecían las orquídeas. Vivían enredadas en el tronco de los árboles y todas se despertaban al mismo tiempo, en una fiesta de colores que solo duraba unos cuantos días. Las recogía mientras caminaba, para ponérmelas en el pelo, detrás de las orejas, entretejidas en mis trenzas, y mis compañeros me las regalaban, conmovidos de poder volver a tener un gesto de galantería.

El bongo nos esperaba en determinados lugares, y nos dejaba en otros. Caminábamos durante días y lo volvíamos a encontrar más lejos. Enrique siempre nos amontonaba en la popa, al lado de las timbas de gasolina, pero estábamos demasiado cansados de caminar para notarlo.

Detrás de un bosquecito, el agua gris azulada del río parecía inmóvil. Poco a poco, la luz cambió. Se destacaron los árboles, como dibujados con tinta negra sobre un fondo entre rosa y rojo. Un grito prehistórico cortó el espacio. Alcé los ojos. Dos guacamayas incendiaron el cielo en una estela de colores festivos y polvo de oro. «Las dibujaré para Mela y Loli». El cielo se apagó. Cuando llegó el bongo, solo quedaban las estrellas.

Era un antiguo campamento de las Farc. Nuestro alojamiento se levantó aparte, sobre una pendiente que daba a una quebrada angosta y profunda que doblaba en ángulo recto frente a nosotros, formando un pozo de agua azul sobre un fondo de arena fina.

Enrique tuvo la grandeza de autorizar que cada quien se bañara a la hora que le conviniera. Mi caleta había sido construida de primera en una hilera que subía por la pendiente. Tenía una vista envidiable sobre el pozo. Mi dicha era completa. El agua llegaba helada y cristalina. Temprano en la mañana se cubría de vapores, como de aguas termales. Había decidido bañarme justo después del desayuno, porque nadie parecía querer disputarme ese horario, y deseaba permanecer allí un buen rato. La corriente era fuerte y un tronco atravesado en la curva era el apoyo ideal para practicar mi natación estática.

El segundo día, el Tigre estuvo de guardia y no apartó de mí su mirada malévola mientras duraron mis ejercicios. «Va a envenenarme la vida», pensé. Al día siguiente, Oswald lo reemplazó a la misma hora.

—¡Salga de ahí! —me gritó.

—Enrique dijo que podíamos disponer de tiempo para bañarnos.

—¡Salga!

Cuando el Enano vino a hacer su ronda, le pedí permiso de nadar en el pozo.

—Le preguntaré al comandante —me respondió, muy farquiano.

En las Farc, la hoja de un árbol no se mueve sin que el comandante lo autorice. Semejante centralización del poder complicaba cualquier gestión. Pero servía para meter palos en las ruedas de los demás cuando convenía. Cada vez que un guardia quería negarnos algo, respondía que iría a preguntarle al comandante. La respuesta del Enano equivalía a una negación. Por lo tanto, me sorprendió mucho que al día siguiente regresara diciendo:

—Puede quedarse en el agua y nadar, pero tenga cuidado con las rayas.

Tigre y Oswald cambiaron de estrategia. Si estaban de guardia a la hora de mi baño, se mataban repitiendo: «¡Cuidado con las rayas!», solo para molestarme.

Adquirí la costumbre de extender trapos, recuperados de lo que mis compañeros desechaban como cortinas, alrededor de mi hamaca para poderme cambiar sin que me vieran.

Monster llegó una tarde y se presentó a los presos de modo afable. Me sorprendió su nombre y al principio pensé que era un chiste, pero me contuve a tiempo al recordar que ellos no hablan inglés y que «Monster» no debía de tener para él la misma resonancia que para mí. Me hizo preguntas, queriendo ser cordial, y cuando se fue, pensé: «Otro Enrique».

Esa misma noche Oswald, quien estaba de guardia, me interpeló con brusquedad mientras señalaba los trapos que me permitían alguna intimidad:

—Quíteme toda esta mierda de aquí.

El golpe era muy duro para mí. Realmente necesitaba sustraerme a las miradas de los demás.

Oswald, exasperado, arrancó él mismo mi instalación. Pedí hablar con Monster, confiando en que aún no estaría contaminado. Fue peor. Quiso ganarse a la tropa.

A partir de aquel día, Monster se dedicó a odiarme a conciencia. Su respuesta a cualquier solicitud de mi parte era, invariablemente, una negativa. Me razoné: «Eso forja la personalidad».

Había suplicado, antes de la llegada de Monster, que nos construyeran una enramada de palmas frente a los chontos. Los habían cavado justo al lado de las caletas y veía acurrucarse a todos mis compañeros. En cuanto a mí, encogida detrás de un árbol grande cuyas raíces me tapaban, hacía un hueco con el talón de mi bota y me aliviaba, rogando que a los guardias no les diera por obligarme a utilizar el hueco frente a todo el mundo.

Un día, mientras regresaba, me enredé el pie en una raíz que solía saltar. Al caer me clavé una estaca en la rodilla. Comprendí lo que me había pasado incluso antes de sentirlo. Me levanté con cuidado. La punta estaba bañada en sangre y tenía un hueco como una boca en toda la rodilla, que se abría y se cerraba en espasmos. «Esto es muy malo», diagnostiqué al punto.

Por supuesto, me negaron todos los medicamentos. De modo que decidí no moverme de mi caleta hasta que la herida se cerrara, rogando al cielo que no hubiera incursiones aéreas antes de la cicatrización de mi rodilla. Calculé que sería cuestión de un par de días. Fueron dos semanas de completa inmovilización.

Preocupado, Lucho hizo averiguaciones para encontrar alcohol. Uno de nuestros compañeros mantenía permanentemente una provisión, así como el final de un tubo de pomada antiinflamatoria, y terminaron cayendo milagrosamente en mis manos. Obtuvo también permiso de Monster para traerme todos los días un bidón de agua de la quebrada para mi aseo, lo que nos dio la posibilidad de intercambiar algunas palabras durante el día, privilegio que me pareció suficiente para alcanzar la cuota de felicidad a la que yo podía aspirar.

Rápidamente le conté a Lucho la historia que me mantenía en vilo. Tito había venido una noche, antes del incidente de la rodilla, a empujarme la hamaca, con la idea de hablarme en el mayor secreto. Creyendo que se aprestaba a reeditar los avances de Mono Liso, lo rechacé ofuscada. Se asustó y regresó a su puesto de guardia, no sin decirme antes de desaparecer:

—¡Puedo sacarla de aquí, pero tiene que ser rápido!

No le presté atención. Sabía que la guerrilla tendía trampas e imaginé que Enrique lo había enviado a sondear mis intenciones. Pero no volví a ver a Tito desde el día en que salió como batidor con una muchacha y otro guerrillero.

Efrén, por su parte, también vino a verme. Traía un cuaderno nuevecito y lápices de colores. Quería que le hiciera un dibujo del sistema solar. «Quiero aprender», me dijo.

Esculqué en mi memoria para ubicar el lugar de Venus y de Neptuno, y llené el papel con un universo creado según mi capricho, lleno de bolas de fuego y cometas gigantes. Le encantó y me pidió más, de modo que cada día volvía a buscar su cuaderno y sus nuevos dibujos. Tenía sed de aprender, yo necesitaba ocuparme. Inventaba subterfugios para atraerlo hacia temas que yo dominaba bien, y él mordía el anzuelo, feliz de regresar al día siguiente.

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