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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (67 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Fue así como supe, en un giro de una conversación desprevenida, que Tito se había fugado con dos de sus camaradas. Habían sido re-capturados y fusilados.

La cara de Tito, con su ojo desviado, vino a rondar mis pesadillas. Me arrepentí de no haberle creído. La cadena que llevaba las veinticuatro horas se me hizo aún más pesada. Solo me consolaba el hecho de que Lucho ya no la cargara durante el día.

Salí de mi baño y me sequé rápidamente: la olla de la mañana acababa de llegar. Comíamos poco y la única comida que aplacaba mi hambre era esta. Me afané, olvidando los buenos modales, preguntándome cómo hacer para quedarme con la arepa más grande. Marulanda estaba delante de mí. Me entusiasmé: él tomaría la pequeña; la mía, la grande, estaba debajo. El Tigre servía. Me vio llegar, miró las arepas y comprendió la razón de mi felicidad. Cogió el montón y le dio vuelta. Marulanda se quedó con la arepa grande y yo con la pequeña.

Sentí vergüenza de haberme entregado a un cálculo tan mezquino. Tantos años luchando contra mis instintos más primarios, sin ningún resultado. Hice el juramento de no volver a fijarme en el tamaño de los alimentos y tomar simplemente el que me correspondiera.

Sin embargo, al día siguiente, cuando abrieron mi candado para que fuera a buscar la primera pitanza del día, y a pesar de mi resolución de comportarme como una dama, mi demonio se agitó con el olor de las arepas y me vi, horrorizada, con los ojos clavados en el montón de cancharinas, lista a defender mi turno a dentelladas.

Tomé la decisión de ir de última a la olla. Era preciso emplear todos los medios disponibles. Infortunadamente, cuando la olla llegaba, otro «yo» se apoderaba de mí con la fuerza bestial de un maleficio. «Esto no es normal», pensaba luego, «debe ser una cuestión de ego». Ni modo: día tras día me rajaba en el examen.

69
EL CORAZÓN DE LUCHO

Una de esas mañanas, mientras hacía cola frente a la olla, vi venir a nuestros tres compañeros norteamericanos por el camino que iba a dar al campamento de la guerrilla. Contra lo que hubiera podido esperar, me encantó volver a verlos.

Marc, Tom, y Keith estaban sonrientes. Monster llegó detrás de ellos con la satisfacción del vencedor. Cuando pasó me hizo mala cara al oírme conversar con Tom.

Al día siguiente anunció en tono satisfecho:

—Los prisioneros pueden hablar entre ellos, menos con Ingrid.

Pero todo el mundo olvidó; un día, una pobre raya se extravió en el pozo. La vi mientras tomaba mi baño: era una pobre raya atigrada como las que había visto en los acuarios chinos.

Armando dió la alerta y el guardián le cortó la cola de un machetazo. A continuación fue exhibida, no tanto por el extraordinario jaspeado de su piel sino porque los guerrilleros se comían sus órganos genitales, supuestamente dotados de virtudes afrodisiacas. Los presos se reunieron a examinar el pobre espécimen, y el espectáculo impactó las mentes debido al parecido con los órganos genitales humanos.

Aquel día, Enrique aceptó compartir con los prisioneros las delicias del cine en DVD. Algunos de nuestros compañeros que gozaban de la consideración de la guerrilla habían insinuado que la distracción podría tener efectos terapéuticos contra las depresiones que se registraban por rachas entre los rehenes. De hecho, era frecuente que los gritos nos despertaran en medio de la noche. Mi caleta era contigua a la de Pinchao, quien vociferaba en sueños cada vez más a menudo. Lo sacaba de sus pesadillas llamándolo por su nombre con voz de general, y salía a flote apenado y empapado en sudor.

—El diablo me estaba persiguiendo —me confesaba, siempre muy impresionado.

Hasta entonces, Enrique nunca había querido ceder a la debilidad de distraer a sus «retenidos», acudiendo al eufemismo que le gustaba emplear. Tal vez había cambiado de opinión para descrestar a los norteamericanos. Tal vez se sentía aludido por nuestra salud mental. La guerrilla adoraba las películas de Jackie Chan y de Jean-Claude Van Damme. Pero las que se sabían de memoria eran las de Vicente Fernández, su ídolo mexicano. Yo los observaba mientras veíamos las películas, intrigada de constatar que siempre se identificaban con «los buenos» de la historia, y que se les aguaban los ojos al ver las escenas rosas de amor.

Dejamos el campamento de las rayas una tarde, sin prisa ni ganas, y nos internamos de nuevo en la manigua. A veces en las marchas yo iba por delante pues, como Enrique sabía que caminaba más despacio, me hacía salir más temprano. Pronto era alcanzada por compañeros, siempre listos a atropellarme con tal de pasarme. No entendía por qué unos hombres adultos se apresuraban para pelearse ir a la cabeza de una fila de prisioneros.

Finales de octubre, de 2006. El nuevo campamento tenía la peculiaridad de contar con dos sitios para bañarnos: uno sobre el propio río —lo que resultaba paradójico, pues procuraban mantenernos fuera de las vías transitadas— y otro en la parte de atrás, en una quebradita de aguas turbulentas.

Cuando bajábamos al río, nadaba a contracorriente y lograba remontar algunos metros. Algunos compañeros siguieron mi ejemplo y el baño se convirtió en una especie de competición deportiva. Los guardias solo se metieron conmigo para prohibírmelo. Entonces nadé en círculos o sin desplazarme, convencida de que igual le sentaba bien a mi cuerpo.

Cuando, por motivos que jamás nos eran revelados, llegaba la orden de bañarnos en la parte de atrás, debíamos pasar al lado de una cancha de voleibol que habían acondicionado con arena del río y bordear el campamento guerrillero. Al pasar veía sobre sus caletas papayas, naranjas y limones, que suscitaban mi envidia.

Le pedí a Enrique permiso de festejar los cumpleaños de mis hijos. Por segundo año consecutivo, me lo negó. Trataba de imaginar la transformación de sus rostros. Melanie acababa de cumplir veintiún años y Lorenzo dieciocho. Mamá decía que había cambiado de voz. Yo no la había oído nunca.

La monotonía de la vida, el tedio, el tiempo sin cesar recomenzado, idéntico a sí mismo, tenía un efecto sedante. Observaba a las chicas ensayar para un baile de fin de año en la cancha de voleibol. La más dotada era katerina. Bailaba la cumbia como una diosa. Las actividades bonachonas como esa me llenaban de melancolía. La necesidad de fugarnos seguía atormentándonos. Armando se emocionaba explicándome en detalle la fuga que tenía planeada, siempre para el día siguiente. Incluso afirmaba que ya lo había hecho una vez.

Por mi parte, la idea de una nueva fuga me escocía. Mi régimen se había suavizado sensiblemente. Podía hablar con Lucho una hora diaria durante el almuerzo y sin restricciones con los demás, aunque el empleo del inglés me estaba formalmente prohibido.

Cuando terminaba mi hora con Lucho, Pinchao venía a sentarse cerca de mí.

Las citas entre presos se habían vuelto habituales. Existía una especie de orgullo en hacer saber que no queríamos ser molestados. A fuerza de vivir juntos las veinticuatro horas del día, sin tener prácticamente nada qué hacer, nos acostumbramos a levantar muros imaginarios.

Pinchao llegó a verme para nuestra conversación cotidiana.

—Cuando sea grande —me divertía diciéndole—, voy a hacer una ciudad sobre el Magdalena donde los desplazados tendrán casas lindas con las mejores escuelas para sus hijos, y en Ciudad Bolívar voy a hacer un algo parecido a Montmartre repleto de turistas, buenos restaurantes y un lugar de peregrinación para la Virgen de la Libertad.

—¿De verdad quieres ser presidenta de Colombia?

—Sí —le respondía, solo por molestarlo.

Un día me interrogó:

—¿No te da miedo?

—¿Por qué me preguntas?

—Anoche, como por ensayar, me dio por salir de la caleta sin pedirle permiso al guardia. Estaba tan oscuro que no podía verme la mano.

—¿Y entonces?

—Tuve mucho miedo. Soy un cobarde. No valgo un centavo. Nunca habría podido escaparme como tú.

Me oí a mí misma decirle, muy suavemente:

—Todas las veces que me volé de un campamento creí que me iba a morir de miedo. El miedo es normal. Para algunas personas el miedo es un freno; para otras, es un motor. Lo importante es no dejarnos dominar por él. Cuando tomas la decisión de fugarte, lo haces de manera fría, racional. La preparación es esencial, pues en la acción, bajo el efecto del miedo, no debes pensar: tienes que actuar. Y actúas por etapas. Tengo que avanzar tres pasos, uno, dos y tres. Ahora me agacho y paso por debajo de la rama grande. Luego volteo a la derecha. Ahora tengo que correr. Los movimientos que haces deben absorber toda tu concentración. El miedo lo sientes y lo aceptas, pero lo dejas de lado.

Unos días antes de Navidad tuvimos que partir de nuevo. Curiosamente, la marcha duró menos de media hora. Construyeron de afán un campamento provisional, sin caletas ni hamacas, todo el mundo sobre plásticos a ras del suelo. En la improvisación, los guardias relajaron su vigilancia y pude sentarme cerca de Lucho.

—Creo que Pinchao tiene ganas de fugarse —le conté.

—No llegará lejos, no sabe nadar.

—Entre los tres tendríamos más oportunidades de conseguirlo.

Lucho se quedó mirándome, con una luz nueva en la mirada. Luego, como evitando entusiasmarse, dijo con aire ceñudo:

—¡Habrá que pensarlo!

No me había dado cuenta de que a lo largo de toda nuestra conversación había estado incómodo, cambiando de postura, inquieto, como si no se sintiera bien dentro de su cuerpo.

—¡Ah! ¡Tengo una picada! —me dijo, entrecortadamente.

Tenía el brazo tieso y creí que se lo había lastimado.

—No, ahí no. Es en el centro del pecho. Me duele mucho, como una presión muy fuerte aquí, en todo el medio.

Pasó de blanco a gris. Yo ya había presenciado algo parecido. Primero en Papá y, de manera diferente pero igualmente aguda, en Jorge.

—Acuéstate y no te muevas. Voy a buscar a William.

—No, espera. No es nada. No hagas escándalo. Me le solté y lo tranquilicé. —Vuelvo en dos segundos.

William siempre desconfiaba. Más de una vez había tenido que acudir a socorrer a algún enfermo para encontrarse con un actor consumado que buscaba obtener más comida.

—Si por amistad sirvo de cómplice, el día en que de verdad necesitemos medicamentos nos los negarán —me había explicado cuando estuvimos encadenados juntos.

—Sabes que no vendría a buscarte si no fuera grave —le dije.

El diagnóstico de William fue inmediato:

—Está haciendo un infarto, necesitamos aspirina ya.

La acogida de Oswald fue glacial.

—¡Necesitamos aspirina, es urgente; a Lucho acaba de darle un infarto!

—No hay nadie, todos están trabajando en la obra.

—¿Y el enfermero?

—No hay nadie. ¡Por mí, que se muera el viejo!

Retrocedí de un salto, horrorizada. Tom había seguido la escena. Cuando me acerqué, Lucho abrió el puño, que mantenía cerrado, y me mostró su tesoro: Tom le acababa de regalar su provisión de aspirina, que guardaba desde los tiempos de la cárcel de Sombra.

Incluso, luego de que apareciera el enfermero no hubo aspirina para Lucho. Como justificándose, el viejo Erminson me contó:

—Hubo que preparar una parcela para sembrar coca. Enrique va a venderla porque ya no nos queda plata y el Plan Patriota nos cortó los suministros. Por eso es que no queda nada y todos andamos ocupados.

Efectivamente, desde nuestra llegada los guerrilleros se quejaban del exigente trabajo que les habían impuesto. Nos habíamos visto invadidos por el humo acre y azul de las quemas, y habíamos notado que los turnos de guardia se habían reducido a dos por día. Todos estaban muy ocupados.

Sin embargo, dos días antes de Navidad regresamos al campamento del río, justo a tiempo para montar nuestras antenas y prepararnos para escuchar el programa dedicado a nuestras familias.

El sábado 23 de diciembre de 2006 fue una noche rara. Envuelta en mi hamaca y en mi soledad oí la fiel voz de Mamá, y las mágicas voces de mis hijos. Mela hablaba en un tono sabio y maternal que me rompió el corazón: «Escucho tu voz en mi corazón y repito todas tus palabras. Recuerdo todo lo que me dijiste, mamá. Necesito que vuelvas».

Lloré igualmente al oír la voz de Lorenzo. Era su voz, la voz de mi niño. Pero se había transformado, secundada por otra voz, la de mi padre, con esos tonos graves y cálidos como terciopelo. Al escucharla veía a mi hijo y veía a Papá. Pero más que a Papá, veía sus manos, sus grandes manos de dedos cuadrados, secas y lisas. Era una gran felicidad volver a todo aquello, pero dolía tanto.

También oí a Sébastien. Había grabado su mensaje en castellano, lo que lo acercaba aún más a mí. Me sentí bendita en el infierno. No podía oír nada más. Demasiadas emociones para mi corazón. «¿Le he dicho a Sébastien cuánto lo quiero? ¡Señoty no lo sabe! No sabe que el malva es mi color preferido por culpa de ese horrible pareo malva que me regaló y que no quise ponerme». Me reía de mis recuerdos y eso también me dolía. «Esperaré», me repetía a mí misma, decidida. «Saldré viva para ser mejor madre».

A pesar de la hora, los guardias ya estaban ebrios. Armando juró que llevaría a cabo su plan ese mismo día y quise creerle. La noche estuvo clara y los guardias aún más borrachos. Era la noche perfecta, pero Armando no se fugó. Pinchao se me acercó a la mañana siguiente:

—Armando no se fue, nunca va a ser capaz.

—¿Tú serías capaz?

—No sé nadar.

—Yo te enseño.

—¡Ay, Dios mío, ese es mi sueño! Quiero enseñarle a nadar a mi hijo. No quiero que se avergüence como yo.

—Mañana comenzamos.

Pinchao decidió ser mi entrenador físico y elaboró para mí un estricto plan de ejercicios que él mismo realizaba a mi lado. Lo más duro para mí era la barra. No podía elevar siquiera una pulgada el peso de mi cuerpo. Al comienzo Pinchao me sostenía las piernas. Sin embargo, algunas semanas después mi cuerpo pudo trepar y mis ojos lograron pasar por encima de la barra. Estaba dichosa. Logré hacer seis tracciones seguidas en la barra.

Una mañana, mientras hacíamos una serie de flexiones lejos de los oídos de los guardias, le pregunté sin rodeos si se atrevería a fugarse con nosotros:

—Cuenta conmigo. Contigo y con Lucho iría hasta el fin del mundo.

Inmediatamente pusimos manos a la obra. Había que juntar provisiones. «Cambiaremos nuestros cigarrillos por chocolate negro y fariña», les propuse.

Acababa de descubrir este alimento. Nos lo habían distribuido durante la marcha. Consistía en harina de yuca, granulosa y seca. Triplicaba su volumen al mezclarle agua y nos cortaba el hambre. Venía del Brasil, lo que me llevaba a creer que estábamos en el remoto sudeste de la Amazonia.

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