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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (68 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Pinchao se proveyó fácilmente de hilo de nailon y anzuelos: a menudo ayudaba a los pescadores del campamento, quienes lo estimaban. Yo me encargué de elaborar los minicruceros, conseguir los flotadores y recuperar todos los cigarrillos del grupo, tarea en la que mi éxito fue mayor, por cuanto Lucho había dejado de fumar después del infarto. Hacía trueque con Máximo, un negro viejo de la costa pacífica, hombre de buen corazón que apreciaba a Lucho porque su familia había votado por él desde siempre.

Cuando corrió la voz de que se aproximaban los soldados, supimos que pronto habría que trasladar el campamento. Nos reunimos de afán para saber cómo repartirnos nuestras provisiones de alimentos: cuatro kilos de chocolate y fariña, ni más ni menos. Cargarlos sería un suplicio.

Lucho no podía comprometerse a llevar peso adicional. Mi capacidad de carga era prácticamente nula.

—Ni modo, habrá que botar el resto. Nos reaprovisionaremos en el próximo campamento —declaré sin remordimientos.

—No, ni de fundas. Si es del caso yo cargo todo —zanjó Pinchao.

Enrique ordenó arrancar. Duramos días, atravesamos un laberinto de bejucos, enredados de tal modo que el boquete que el batidor abría a machete se volvía a cerrar sobre sí mismo y era imposible encontrar la salida. Había que mantener una cadena humana para contener la abertura, lo que exigía concentración constante por parte de cada uno, sin tregua alguna posible. Luego tuvimos que bajar un acantilado de unos cincuenta metros y volverla a escalar veinte veces, pues bordeaba el río, y en determinados lugares era el único medio de pasar.

Pinchao caminaba como una hormiga, furioso de ir tan cargado, y yo rogaba al cielo que no me fuera a tirar las barras de chocolate a la cabeza. Llegó con los pies sangrando y las cinchas del equipo incrustadas en los hombros.

—¡Estoy mamao! —gritó, iracundo, y tiró lejos el morral. El guardia anunció que un bongo vendría a buscarnos cuando cayera la noche. Pinchao accedió a conservar nuestras preciadas provisiones.

Desembarcamos en un paraje siniestro. Cenagales de aguas parduscas coexistían con un río cargado de sedimentos. Los árboles se echaban al agua como perseguidos por la espuma, verde y fétida. El sol no pasaba casi a través del dosel tropical.

70
LA FUGA DE PINCHAO

Abril de 2007

Le había dicho a Lucho: «No me gusta este lugar, me da mala espina».

Caímos todos enfermos. Era al atardecer: estirada en mi hamaca, me sentí llevada por una fuerza centrífuga que me aspiraba toda y me hacía temblar desde los pies hasta el cuello, como si estuviera dentro de un cohete a punto de despegar. Tenía malaria. Todos habíamos sucumbido a ella y sabía que era una porquería. Ya había visto a compañeros atacados por las convulsiones, con la piel marchita sobre los huesos.

Pero lo que incubaba mi cuerpo y me aguardaba después de las convulsiones fue aun peor. Una fiebre sobrecargada me templó los ligamentos como si fueran cuerdas, en una estridencia del cuerpo solo comparable a la tortura de una fresa de dentista sobre un nervio vivo. En un estado de semi inconsciencia, luego de haber tenido que esperar a que el guardia diera la alarma, que alguien encontrara las llaves y que otro viniera a abrirme el candado, tuve que levantarme agonizante y correr a los chontos, fulminada por una diarrea torrencial.

Luego de aquello, me sorprendió seguir con vida. El enfermero dudaba de que lo que yo tenía fuera paludismo. No accedió a ponerme bajo tratamiento hasta el tercer día, después de tres crisis idénticas a la primera, y cuando ya me sentía muerta.

Llegó como un brujo, con cajas de diferentes medicamentos. Durante dos días debía tomar dos pastillas grandes que olían a cloro, luego unas pildoritas negras: tres el tercer día, dos el cuarto, de nuevo tres y finalmente una sola para completar el tratamiento.

Me pareció una locura, pero no tenía la más mínima intención de sustraerme a sus órdenes. Lo único que me interesaba era que me diera ibuprofeno. Me lo dio con parsimonia, contando cada comprimido, y fue la única cosa capaz de hacer desaparecer la barra de dolor encima de los ojos que me atravesaba los senos frontales y me impedía ver o pensar con claridad.

La convalecencia fue lenta. Mi primer gesto de resucitada fue lavar mi hamaca, mi ropa y la sábana con que me había cubierto. Monté una cuerda en el único lugar donde parecía que entraba el sol. Llegué del baño con mi fardo empapado, demasiado pesado para mí, dispuesta a deshacerme de él lo antes posible. Ángel me acechaba desde su puesto de guardia. En el instante en que colgué la ropa de la cuerda, se abalanzó sobre mí.

—Quite eso de ahí. No le está permitido colgar aquí su ropa.

—¡Que la quite, carajo! No puede salirse del perímetro del alojamiento.

—Cuál perímetro, yo no veo ningún perímetro, todo el mundo puso cuerdas al lado de las caletas, ¿por qué yo no?

—Porque yo le digo.

Miré la cuerda, preguntándome cómo iba a hacer con toda esa ropa en los brazos. Una voz desabrida se dejó oír:

—¿Siempre armando problemas? ¡Encadénela!

Era Monster, que llegaba justo a tiempo.

Máximo estaba de guardia al otro lado del alojamiento y había visto todo. Vino al terminar su turno. En la manga traía escondida una tableta de chocolate que me debía.

—No me gusta que la traten así, me da mucho dolor. Yo también me siento preso aquí.

—¡Vámonos juntos! —le dije, recordando a Tito.

—No, es muy jodido, me haría matar.

—Aquí también lo van a matar. Piénselo, hay una buena recompensa. Nunca volverá a ver tanta plata en su vida. Yo le ayudo a salir del país, puede venir conmigo a Francia. Francia es bellísima.

—Es muy peligroso, muy peligroso.

Miraba alrededor nerviosamente.

—Piénselo, Máximo, y deme una respuesta pronto.

Por la noche, cuando encadenada ya estaba en mi hamaca, Máximo se acercó en la oscuridad:

—Soy yo, no diga nada —susurró—. Nos vamos juntos. Es un trato, démonos la mano.

—Hay dos personas más conmigo.

—¡Tres son mucha gente!

—Lo toma o lo deja.

—Entonces tomo dos, ¡tres no!

—Tres; somos tres.

—Necesitamos una canoa y un gps, espere y pienso.

—Cuento con usted, Máximo.

—Tenga confianza en mí —susurró, apretándome la mano.

Con un baquiano, la partida estaba ganada. Tenía prisa de que amaneciera para compartir la noticia.

«Hay que tener mucho cuidado. Nos puede traicionar. Hay que pedirle garantías», me previno Lucho. Pinchao guardó silencio.

—Fugarnos entre tres es difícil. Pero entre cuatro es imposible —terminó por decir.

—Ya lo veremos. Por ahora, lo más importante es que aprendas a nadar.

A eso se dedicó. Durante la hora del baño, lo sostenía por la barriga para darle la sensación de flotar y le mostraba cómo aguantar la respiración debajo del agua. Luego Armando lo puso bajo su cuidado. Me llamó una mañana, rojo de la dicha:

—¡Mira!

Ese día Pinchao aprendió a nadar y Monster ordenó que me retiraran las cadenas en las horas de luz. Recobré los ánimos; fugarse era de nuevo posible.

La suerte nos siguió sonriendo. Pinchao aceptó hacer un dibujo en el cuaderno de uno de los guardias. Al hojearlo encontró, copiadas con letra de niño, unas instrucciones precisas para construir una brújula. Era fácil. Había que imantar una aguja y hacerla flotar en una superficie de agua. La aguja debía girar para alinearse con el eje Norte-Sur. Lo demás podía deducirse a partir de la posición del sol.

—Hay que ensayar.

Nos acomodamos en mi carpa con la disculpa de confeccionar una chaqueta, proyecto que acariciaba desde algún tiempo para poder fugarme con algo más liviano y acorde con el clima de la selva. Como la costura era una actividad general, nadie vería nada anormal en ello.

Llenamos de agua un tarrito de desodorante vacío, e imantamos nuestra aguja dejándola pegada a los parlantes de la «panela» de Pinchao. La aguja flotó sobre la superficie del líquido, giró y apuntó hacia el norte. Pinchao me abrazó.

—Es nuestra llave para salir de aquí —me dijo.

Al día siguiente regresó a sentarse, nuevamente con la excusa de jugar a ser sastres. Yo estaba empeñada en descoser dos pantalones idénticos, uno propiedad de Lucho y otro que me habían dado como dotación. Quería recuperar la tela y los hilos para hacerme la chaqueta. La operación de recuperación de los hilos se hacía mediante un procedimiento que Pinchao había desarrollado y que exigía una paciencia infinita. Mientras estábamos en nuestro oficio, Pinchao me dijo:

—Rompí mi cadena, no se nota. Puedo irme ya, tenemos todo lo necesario.

Faltaba inventar un sistema que nos permitiera a Lucho y a mí liberarnos de las cadenas durante la noche. Como la meta era que los eslabones de la cadena no estuvieran muy apretados en torno al cuello, había que amarrarlos con hilo de nailon para apretarlos entre sí. Al romper los amarres, la cadena se estiraría y dejaría pasar la cabeza. Había que contar con algo de suerte para que el guardia que cerraba el candado por la noche no viera nada.

—Voy a hacer el ensayo —me prometió Lucho.

Esa noche, cuando me levanté a orinar, el guardia que vigilaba desde el puesto contiguo a mi caleta me insultó:

—Voy a quitarle las ganas de levantarse de noche. ¡Voy a meterle una bala en la cuca!

Había enfrentado a menudo la vulgaridad de los guerrilleros. Había ensayado todas las tácticas para ponerlos en su sitio, pero cualquier reacción de mi parte solo lograba excitar más su impertinencia. Era estúpido, debí ignorarlos. Por el contrario, me ofendí.

—¿Quién estaba anoche de guardia al lado mío? —le pregunté al guerrillero que esa mañana hacía la ronda para abrir los candados.

—Yo.

Lo miré, sin poder dar crédito a lo que acababa de oír. Jairo era un tipo joven, siempre sonriente y cortés.

—¿Sabe quién fue el que me gritó vulgaridades anoche?

Infló el pecho, se descaderó como para desafiarme y, muy orgulloso, respondió:

—¡Sí, fui yo!

No hubo ninguna reflexión de parte mía. Lo agarré por el pescuezo y lo empujé mientras le escupía en la cara:

—¡Especie de tarado! ¿Se siente muy machito detrás de su fusil? ¡Yo voy a enseñarle a comportarse como hombre! Se lo advierto: ¡la próxima, lo mato!

El tipo temblaba de pies a cabeza.

Mi rabia se esfumó tan rápidamente como había surgido. Ahora me costaba trabajo no reírme. Lo volví a empujar:

—¡Lárguese!

Lo cual hizo tomándose la pena de dejarme la cadena en torno al cuello a modo de revancha. No importaba. Yo estaba feliz. Muchas veces se los había advertido. Nunca se atrevían a dirigirse a los hombres con semejante grosería, por miedo a un puñetazo. Conmigo, en cambio, jugaban a ser bruscos, pues siempre resulta fácil envalentonarse con una mujer. Mi reacción había sido imprudente. Hubiera podido ganarme un ojo colombino. Había tenido suerte: Jairo era chiquito y lento de entendimiento.

Desde que lo perdí de vista, comencé a calcular todas las medidas de represalias que vendrían. Las esperé sin alterarme. Nada de lo que podían hacerme me afectaría. A fuerza de ensañarse, habían logrado volverme insensible.

Tomaba mi desayuno, recostada a mi árbol, cuando se acercó Pinchao. Traía una sonrisa de victoria que quería ser notada. Me extendió la mano desde lejos, muy ceremonioso, y me dijo:

—Chinita, estoy muy orgulloso de ti.

Se había enterado, y yo me moría de ganas de saber lo que venía a decirme.

—Esas cadenas que llevas, llévalas con orgullo porque son la más gloriosa de las condecoraciones. Ninguno de nosotros se ha atrevido a hacer lo que tú hiciste. Acabas de reivindicarnos.

Lo tomé de la mano, conmovida por sus palabras. Añadió en un susurro:

—Llegó un lote de botas. Hazles huecos a las tuyas para que te den nuevas. Con las viejas haremos botines para nuestra fuga; diremos que los necesitamos para hacer gimnasia. Voy a avisarle a Lucho.

Efectivamente, Monster pasó a verificar el estado de las botas de todos y preguntar las tallas.

—Para usted no hay —me dijo.

Cuando Máximo entró al alojamiento, pedí permiso de ir a los chontes. Vino con las llaves para abrir el candado. —¿Entonces, Máximo? —Nos vamos esta noche.

—Okey. Consígame unas botas.

—Yo se las traigo. Si le hacen preguntas, diga que son sus botas viejas.

No debían vernos mantener conversaciones largas. En las Farc todo el mundo soplaba todo. Su sistema de vigilancia se basaba en la delación.

Máximo tenía mucho miedo. Efrén contó que estábamos hablando y que nuestra actitud le pareció extraña. Máximo fue llamado ante Enrique. Sostuvo que hablábamos del Pacífico, región que conozco bien, y Enrique se comió el cuento. Pero Máximo se sentía sometido a una vigilancia estrecha y estaba cada vez menos decidido a irse.

Por la noche llegó a mi caleta, haciendo crujir horriblemente las ramas secas. Traía las botas, efectivamente. «Es una garantía», pensé, mientras lo escuchaba.

—La situación está muy jodida. Todas las canoas están con candado por la noche. El gps que Enrique nos pasa de vez en cuando se dañó…

—El tipo no es serio —dijo Pinchao—. Hay que salir inmediatamente, antes que dé la alarma.

—No me puedo ir ahora mismo —respondió Lucho—. Siento débil el corazón y no creo que aguante una carrera por el monte con esos tipos persiguiéndonos. Si Máximo se va con nosotros es diferente; él sabe sobrevivir, saldremos adelante.

Cuando Pinchao vino a verme la siguiente noche, el 28 de abril de 2007, con su madeja de hilos impecablemente enrollados y la tela de los pantalones lista para el corte, una inexplicable tristeza me invadió:

—¡Muchas gracias, mi Pinchao; qué estupendo trabajo!

—No, gracias a ti, me diste algo que hacer, me ayudaste a matar el tiempo.

Me miró directamente a los ojos, como solía hacer cada vez que iba a confesarme algo.

—Si me fuera esta noche tomaría el camino hacia el bañadero, iría por la canoa que tienen amarrada en el embalse y buscaría el río, ¿cierto?

—Si tuvieras que irte esta noche, por ningún motivo irías por la canoa que tienen amarrada en el embalse porque tienen un guardia ahí, precisamente para cuidarla. Deberías salir de tu caleta y tomar el camino de los guardias.

—Me van a ver.

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