Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Mayo de 2007
Desde que sus mentiras quedaron al desnudo, los comandantes solo se pusieron más agresivos. La rabia que les producía la epopeya de Pinchao aumentó su odio contra mí. Su aborrecimiento se duplicaba con cada una de las pequeñas cosas que a sus ojos me hacían diferente. Me apodaron «la garza» por ser demasiado flaca y demasiado pálida. Se burlaban de mí infligiéndome todos los pequeños vejámenes que se les pasaban por la cabeza. Me prohibían sentarme donde me provocaba y me obligaban a hacerlo donde estuviera sucio o mojado. Les parecía melindrosa y ridícula por querer mantener la cara y las uñas limpias.
Siempre tuve la imagen de ser una mujer segura de mí, equilibrada. Después de años de cautiverio, esa imagen se había vuelto borrosa y ya no sabía si correspondía a la realidad. A lo largo de la mayor parte de mi vida aprendí a vivir entre dos mundos. Crecí en Francia, descubriéndome por contraste. Traté de entender mi país para explicárselo a mis amigos de escuela. De regreso a Colombia, ya adolescente, me sentí como un árbol con las ramas en Colombia y las raíces en Francia. Pronto comprendí que mi destino consistía en vivir buscando el equilibrio entre mis dos mundos.
Cuando estaba en Francia soñaba con pandeyucas, ajiaco y arequipe. Me hacían falta la familia, las vacaciones con los primos y la música. Al regresar a Colombia me faltaba Francia toda: el orden, el ritmo de las estaciones, los perfumes, la belleza, el ruido tranquilizador de los cafés.
En las garras de las Farc, al perder mi libertad perdí también mi identidad. Mis carceleros no me consideraban colombiana: no conocía su música, no comía lo mismo que ellos, no hablaba como ellos. Por lo tanto, era francesa. Esa noción bastaba para justificar su acrimonia. Les permitía maquillar todo el resentimiento que habían acumulado en su existencia:
—Usted debía ser de las que visten ropa de marca —inquirió Ángel, pérfidamente.
O bien odiarme por mi futuro:
—¡Váyase a vivir a otro país, usted no es de aquí! —me soltó Lili, la compañera de Enrique, con amargura, hablando del día improbable en que recobraría mi libertad.
El mismo resentimiento estaba presente en mis compañeros de infortunio.
En 2006, habíamos seguido con pasión la Copa Mundial de fútbol. La final entre Francia e Italia dividió en dos el campamento. La guerrilla desde un principio tomó partido por Italia, porque Francia era yo. Mis compañeros hicieron igual. Los que se resentían de que yo contara con el apoyo de Francia expresaron su aversión de forma agresiva en cada gol. Los que se sentían agradecidos con Francia festejaron gritando y cantando cada gol hasta la final. Estábamos en el campamento de las rayas; yo estaba amarrada por el cuello a mi árbol y casi me estrangulé cuando expulsaron a Zidane. Comprendí entonces que mientras más me odiaban por ser francesa, más francesa me volvía.
Francia me había abierto los brazos con la generosidad de una madre. Para Colombia, en cambio, era un estorbo. Toda suerte de leyendas se tejieron en torno de mí para justificar la necesidad de olvidarme. «Fue culpa de ella, se lo buscó», decía una voz en la radio. «Es la amante de un comandante de las Farc.» «Tuvo un hijo con la guerrilla». «No quiere volver, vive con ellos».
Toda esa maledicencia era orquestada para que Francia dejara de preocuparse por nosotros. Me daba mucho pesar porque sentía que al sembrar dudas, aquellos que luchaban abnegadamente por nuestra libertad comenzarían a desesperanzarse. En cuanto a mí, me sentía tan francesa como colombiana. Pero sin el amor de Colombia ya no sabía quién era, ni por qué había luchado, ni por qué estaba secuestrada.
Atracamos a las tres de la mañana en medio de ninguna parte, rompiendo el manglar para tocar tierra. La temporada lluviosa estaba en su apogeo. Esperábamos la orden de desembarcar para armar las carpas antes del aguacero que se desataba cada día al amanecer.
Cuando ya toda la tropa había descendido, Monster vino a informarnos que dormiríamos dentro del bongo. Habían quitado la lona para cubrir la rancha. Los oí tomar la decisión.
—¿Con qué nos vamos a tapar? —pregunté, consciente de que era imposible levantar las carpas dentro del bongo.
—No lloverá esta noche —silbó Monster, dando media vuelta.
Lucho y yo nos pusimos a preparar nuestras cosas, pensando que podríamos guindar nuestras hamacas una al lado de la otra. Monster, como si nos hubiera leído el pensamiento, volvió sobre sus pasos. Señalándonos con el dedo, dijo:
—¡Ustedes dos! Saben que tienen prohibido hablarse. Lucho: guinde su hamaca en la popa. Ingrid, sígame. Guinde la suya en la proa, entre la de Marc y la de Tom.
Y se marchó con nuevas burlas que de nuevo revelaban el odio que me tenía.
Desde que me prohibieron hablar con los compañeros norteamericanos, sentí que ellos hacían lo posible por esquivarme para evitarse problemas. Me sentía como una apestada.
Monster sabía por dónde iba el agua al molino. Me ubicó dónde sería menos bienvenida. Habían guindado las hamacas en fila, de estribor a babor, valiéndose a uno y otro lado de los ganchos donde se fijaba la lona. Marc y yo no habíamos guindado aún. Sólo quedaban tres ganchos, de modo que habría que amarrar ambas hamacas de un lado al mismo gancho. Temía por adelantado esa primera negociación. Sabía que cualquier concesión era difícil entre rehenes. Debió notarse mi indecisión; no quería guindar la mía y poner al compañero ante un hecho cumplido. Marc se me adelantó:
—Podemos colgar las dos hamacas del mismo gancho —propuso amablemente.
Estaba sorprendida. La cortesía se había convertido en un producto escaso.
Estiré mi hamaca cuanto pude para que el peso de mi cuerpo no me hiciera rozar el puente del bongo una vez me acostara. «Si llueve, se encharcará. Por cierto, lloverá con toda seguridad», pensé, mientras sacaba mi plástico más grande para colgarlo encima de la hamaca a modo de toldo. Era lo suficientemente ancho a los lados, pero demasiado corto para cubrirme de la cabeza hasta los pies. Me iba a empapar. Me acomodé, pues, en la hamaca, con el plástico tapándome bien la cabeza y los pies por fuera, y me hundí suspirando en un sueño pegajoso y profundo.
Un tremendo aguacero tropical nos cayó encima, como si los dioses se hubieran enfurecido contra nosotros. Esperaba con temor que el agua me mojara las medias, luego las piernas, y quedara totalmente empapada dentro de mi hamaca. Sin embargo, luego de los primeros minutos no sentí nada. Moví los dedos de los pies, no fuera que se me hubieran entumecido las piernas, pero solo sentí el calor que exhalaba mi cuerpo bajo el plástico. «El plástico debe de haber resbalado hacia los pies. El agua va a llegarme por la nuca», deduje, tanteando con mano prudente para verificar dónde estaba el borde del plástico. Pero todo estaba en su lugar. «Me encogí», tuve que admitir, y me dormí aliviada.
Ya era de día y el aguacero seguía rugiendo. Me atreví a levantar un faldón de mi techo negro para evaluar la situación y vi a Tom, todavía dormido, nadando en una verdadera piscina. No tenía plástico y su hamaca estaba llena de agua. El aguacero cedió lugar a una lluvia fina y el bongo se agitó. Cada cual quería salir de su improvisado abrigo para desentumecerse las piernas. Entonces descubrí lo que había pasado: a Marc se le había ocurrido compartir su plástico conmigo. Me había tapado los pies.
Allí estaba yo con mi hamaca recogida a toda prisa, de pie bajo el plástico, esperando que terminara de llover. Tenía un nudo en la garganta. No era algo común entre rehenes. Hacía mucho tiempo que nadie había tenido un gesto hacia mí. «No lo hizo a propósito. No se dio cuenta de que me tapaba los pies», pensé, desencantada. Cuando al fin Marc salió de su hamaca, me le acerqué.
—Sí, de otro modo se habría empapado usted —me respondió, casi disculpándose.
No le conocía esa sonrisa suave. Me sentí bien.
Cuando llegó el desayuno y hubo que hacer cola para recibir la bebida, me deslicé entre los presos para cambiar dos palabras con Lucho y tranquilizarlo. Él también había logrado dormir bien y había recuperado su rostro sereno. La reaparición de Pinchao lo alivió enormemente. Los compañeros se apresuraban a hablarle, tratando de hacerle olvidar los comentarios desagradables con que lo habían herido tanto. Lucho no les guardaba el menor rencor.
Regresé a mi rincón en la proa y me puse a organizar el morral. La faena era agobiante pero indispensable, ya que el aguacero había mojado todo. Saqué uno a uno los rollos de mis ropas, sequé los plásticos y volví a enrollarlos, cerrándolos con bandas de caucho en cada extremo para mantener hermético el envoltorio. Era el método Farc para evitar los inconvenientes de una vida con tasas de humedad del ochenta por ciento. Marc decidió hacer otro tanto.
Una vez terminé mi labor, limpié concienzudamente la tabla donde yacían mis cosas y saqué mi cepillo de dientes y mi olla para la siguiente comida. Finalmente, saqué un trapo para limpiar mis botas y que brillaran de nuevo.
Marc sonreía viéndome hacer. Luego, como si quisiera compartir un secreto conmigo, susurró:
—Actúa usted como una mujer.
El comentario me tomó por sorpresa pero, muy curiosamente, me halagó. Actuar como una mujer no era ningún piropo entre las Farc. De hecho, llevaba cinco años vestida de hombre y, sin embargo, todo en mí se conjugaba al femenino. Era mi esencia, mi naturaleza, mi identidad. Le volví la espalda, tomé mi cepillo y mi olla y me alejé, para esconder mi turbación con la excusa de lavarme los dientes. Cuando regresé, se me acercó, preocupado:
—Si dije algo que…
—No, al contrario; me gustó que me lo dijera.
Los guardias me dejaron hablar sin quitarme el ojo de encima, como si hubieran recibido la orden de no intervenir.
Hacía dos años que tenía prohibido dirigirme a mis compañeros. Lo hacía en secreto de vez en cuando, acosada por la soledad. Con Pinchao habíamos logrado burlar la vigilancia de los guerrilleros, ya que nuestras caletas a menudo quedaban contiguas, y podía parecer que cada cual se ocupaba de sus propios asuntos mientras hablábamos en voz baja. La partida de Pinchao me había hundido en un doble aislamiento, debido a la reacción del grupo frente a su fuga y a la imposibilidad de hablar con Lucho.
Cuando Marc y yo comenzamos a tener verdaderas conversaciones en la proa del bongo, llevados por la ociosidad y el tedio en esa espera sin propósito, me di cuenta de cuan cruel era la pena que la guerrilla me había impuesto y cuánto me pesaba mi silencio forzoso.
Curiosamente, retomamos conversaciones que habían quedado inconclusas en la cárcel de Sombra, como si el intervalo de tiempo transcurrido no hubiera existido.
«El tiempo pasado en cautiverio es circular», pensaba.
No obstante, para Marc y para mí era claro que el tiempo sí había pasado. Retomamos los mismos argumentos que nos habían enfrentado, años atrás, sobre temas tan polémicos como el aborto o la legalización de la droga, y logramos encontrar puentes y puntos en común allí donde en el pasado solo había irritación e intolerancia. Terminábamos nuestras horas de deliberación sorprendidos de no retirarnos llenos de despecho o amargura, tal y como antaño sucedía.
Al comprender que el bongo no se movería tan pronto, nos pusimos de acuerdo para realizar juntos una actividad. Marc la llamaba «el proyecto». Se trataba de conseguir permiso para cubrir el bongo en previsión de los aguaceros nocturnos. Oí cuando formuló su solicitud en un español que mejoraba día tras día, y asistí con sorpresa a la aceptación de su idea.
Enrique envió a Oswald a supervisar «el proyecto». Cortó varas y horquetas que ubicaron a intervalos regulares para que el enorme plástico de la rancha y el economato, que de momento estaba en desuso, pudiera cubrir la totalidad del bongo. Mi contribución fue mínima pero celebramos la realización del proyecto como si fuera nuestra obra común.
Cuando el bongo volvió a hacerse al río y llegamos a nuestro destino, sentí una profunda tristeza. El nuevo campamento fue acondicionado adrede sobre un terreno demasiado angosto. Eran dos hileras de carpas enfrentadas, todas apretujadas, separadas por la mitad por un sendero. Un lado iba a dar a una pequeña ensenada a la orilla del río, donde quedaría el bañadero, y el otro, al lugar donde montarían los chontos.
Enrique en persona distribuyó el espacio y me concedió dos metros cuadrados de terreno para instalar mi carpa en el mismo lugar donde se hallaba la salida del hormiguero de una colonia inmensa de congas, gigantes y venenosas. Eran bastante visibles marchando en fila india sobre sus patas negras, largas como zancos. Las más pequeñas medían sus buenos tres centímetros de largo, y pude imaginar sin dificultad el dolor que su dardo venenoso podía ocasionarme. Ya me habían picado una vez y mi brazo había cuadruplicado su tamaño en cuarenta y ocho horas de dolor. Supliqué que me dieran permiso de armar mi carpa en otra parte, pero Gafas fue inflexible.
Clavaron los postes a lado y lado de la abertura del hormiguero, quedando mi hamaca suspendida exactamente encima. Busqué a Máximo para que me ayudara, pero desde la evasión de Pinchao se había transformado. Estaba muy asustado y ahora era absolutamente incapaz de contemplar cualquier tentativa de fuga. Me rehuía para evitarse cualquier problema. Sin embargo, al ser testigo del incesante ballet de las congas debajo de mi hamaca, accedió a interceder para que me enviaran una olla de agua hirviendo para matarlas. También me cortó un palito, cuando estuvo de guardia, para que las clavara una por una mientras tanto:
—Tenga cuidado: si la atacan entre varias pueden ser mortales.
No me di tregua matando todas las congas que se me acercaban, en una lucha que sabía perdida de antemano. Miraba con envidia a mis compañeros. Terminaron de instalarse y cada quien se relajaba, retomando su tren de vida: Arteaga y William cosían, Armando tejía, Marulanda se aburría en su hamaca, Lucho oía radio y Marc se atareaba; su último proyecto a la fecha consistía en reparar su morral.
«Me hubiera gustado charlar con él», pensé, rodeada de un cementerio de congas cuyo fétido olor se me quedaba pegado a la nariz. Cual Gulliver frente a los habitantes de Lilliput, no podía distraerme un minuto mientras llegaba la olla de agua hirviendo que Enrique había prometido.
Marc pasó frente a mi caleta para ir a los chontos y me miró, extrañado. «Tengo millones de congas en la caleta», le expliqué. Rió, pensando que exageraba. De regreso, viéndome aún absorta en mi lucha contra las congas, se detuvo: