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Authors: Chuck Palahniuk

Nana (23 page)

En el retrovisor, Mona se hurga la nariz y aplasta la pelotilla sobre la pernera de sus vaqueros hasta convertirla en una bola dura y oscura. Levanta la vista de su regazo, con los ojos en blanco, despacio, hasta mirar la nuca de Helen.

El teléfono móvil de Helen suena.

Y Mona tira la pelotilla a la parte trasera del pelo rosa de Helen.

Y el teléfono móvil de Helen suena. Sin dejar de mirar el grimorio, Helen empuja el teléfono sobre el asiento hasta que me da contra el muslo y dice:

—Diles que estoy ocupada.

Podría ser el Departamento de Estado con su próximo encargo. Podría ser algún otro gobierno, alguna otra intriga que llevar a cabo. Un magnate de la droga al que liquidar. O un criminal profesional al que retirar de circulación.

Mona abre su Libro Espejo de brocado verde, su diario de bruja, en el regazo, y empieza a escribir en él con rotuladores de colores.

Hay una mujer al teléfono.

Es una dienta, le digo a Helen. Sostengo el teléfono contra el pecho y le digo que la mujer dice que anoche le cayó una cabeza cortada por la escalera principal.

Sin dejar de leer el grimorio, Helen dice:

—Debe de ser la casa estilo colonial holandés de cinco dormitorios de Feeney Drive. —Y dice—: ¿Desapareció antes de aterrizar en el vestíbulo?

Lo pregunto.

Le digo a Helen que sí, que desapareció en mitad de la escalera. Que era una cabeza sanguinolenta y asquerosa con una sonrisa burlona.

La mujer dice algo al teléfono.

Y con los dientes rotos, le digo. Parece muy preocupada.

Mona está escribiendo con tanta fuerza que los rotuladores de colores chirrían sobre el papel.

Y sin dejar de leer el grimorio, Helen dice:

—Ha desaparecido. Fin del problema.

La mujer al teléfono dice que sucede todas las noches.

—Pues que llame a un exterminador —dice Helen. Mira otra página al trasluz y dice—: Dile que no estoy.

El dibujo que está haciendo Mona en su Libro Espejo representa a un hombre y una mujer alcanzados por un relámpago, luego atropellados por un tanque, luego desangrándose por los ojos. Se les salen los sesos por las orejas. La mujer lleva un traje a medida y un montón de joyas. El hombre, corbata azul.

Yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

Mona coge al hombre y a la mujer y los rompe en pedacitos.

El teléfono vuelve a sonar y lo cojo.

Sostengo el teléfono contra el pecho y le digo a Helen que es un tipo. Que dice que de su ducha sale sangre.

Sosteniendo el grimorio contra la ventanilla, Helen dice:

—Es la casa de seis dormitorios de Pender Court.

Y Mona dice:

—De Pender Place. La de Pender Court tiene la mano cortada que sale a rastras del depósito de la basura.

Abre un poco la ventanilla y empieza a tirar al hombre y a la mujer hechos pedacitos por la obertura.

—Tú hablas de la mano cortada de Palm Corners —dice Helen—. Pender Place tiene el dóberman fantasma que muerde.

Le pido al hombre del teléfono que por favor espere. Pulso el botón rojo de espera.

Mona pone los ojos en blanco.

—El fantasma que muerde está en la casa española frente a Millstone Boulevard.

Empieza a escribir algo con un rotulador rojo, a escribir de forma que las palabras van en espiral desde el centro de la página.

Y yo cuento nueve, cuento diez, cuento once...

Helen mira con los ojos entornados las líneas de escritura apenas visible de la página que está mirando al trasluz y dice:

—Diles que me he retirado del negocio inmobiliario. —Pasa el dedo por debajo de cada palabra apenas visible y dice—: La gente de Pender Court tiene hijos adolescentes, ¿verdad?

Lo pregunto y el hombre del teléfono dice que sí.

Y Helen se gira hacia el asiento de atrás donde Mona está tirando otra pelotilla y dice:

—Entonces diles que una bañera llena de sangre humana es el menor de sus problemas.

Le digo que por qué no nos limitamos a seguir nuestro camino. Podemos pasar por unas cuantas bibliotecas más. Ver lugares pintorescos. Tal vez otra feria. Un monumento nacional. Podemos reírnos un rato, relajarnos. Antes éramos una familia, podemos volver a serlo. Todavía nos queremos, hablando hipotéticamente. Les pregunto qué les parece la idea.

Mona se inclina hacia delante y me arranca unos cuantos pelos de la cabeza. Se inclina otra vez y arranca unos pelos de color rosa de Helen.

Y Helen se echa sobre el grimorio y dice:

—Mona, me has hecho daño.

En mi familia, les digo, mis padres y yo podíamos solucionar casi cualquier disputa con una buena partida de parchís.

Mona mete los mechones castaños y rosados dentro de la página escrita en espiral.

Y yo le digo a Mona que no quiero que cometa los mismos errores que cometí yo. La miro por el retrovisor y le digo que cuando yo tenía su edad dejé de hablar con mis padres. Y que apenas he hablado con ellos en veinte años.

Y Mona clava un imperdible de bebé en la página doblada con nuestro cabello dentro.

El teléfono de Helen suena y esta vez es un hombre. Un joven.

Es Ostra. Y antes de que pueda colgar, dice:

—Eh, papi. Asegúrese de leer el periódico de mañana. —Y dice—: He puesto una pequeña sorpresa para usted.

Y dice:

—Ahora, déjeme hablar con Zarzamora.

Le digo que se llama Mona. Mona Sabbat.

—Se llama Mona Steinner —dice Helen, sosteniendo una página del grimorio al trasluz, intentando leer la escritura secreta.

Y Mona dice:

—¿Es Ostra?

Desde el asiento de atrás, extiende los brazos a ambos lados de mi cabeza intentando agarrar el teléfono y dice:

—Déjeme hablar. —Y grita—: ¡Ostra! ¡Ostra, tienen el grimorio!

Yo intento no perder el control del coche, que está haciendo eses por la autopista, y cierro el teléfono.

36

En lugar de la mancha del techo de mi apartamento, hay una zona enorme pintada de blanco. Pegada a mi puerta con una chincheta hay una nota del casero. En lugar de ruido hay un silencio total. La alfombra cruje por todos los trocitos de plástico, las puertas rotas y los arbotantes. Se oyen zumbar los filamentos de todas las bombillas. Se oye el tictac de mi reloj de pulsera.

En mi nevera se ha agriado la leche. Tanto dolor y sufrimiento para nada. El queso está hinchado y azul por el moho. Un paquete de hamburguesas se ha vuelto gris dentro de su envoltorio de plástico. Los huevos tienen buen aspecto, pero no están buenos, no pueden estarlo después de tanto tiempo. Todo el esfuerzo y la tristeza que culminaron en esta comida se va a ir a la basura. Las contribuciones de todas las tristes vacas y terneras se van al garete.

La nota de mi casero dice que la zona blanca del techo es una capa de imprimación. Que cuando se seque pintarán todo el techo. La calefacción está al máximo para secar más deprisa la capa de imprimación. La mitad del agua del retrete se ha evaporado. Las plantas están secas como el papel. El sifón de debajo del fregadero está medio vacío y se ha condensado gas de las cloacas. Mi viejo estilo de vida, todo lo que llamo mi casa, huele a mierda.

La capa de imprimación es para evitar que siga filtrándose por el techo lo que queda de mi vecino de arriba.

Fuera, en el mundo, sigue habiendo treinta y nueve ejemplares del libro de poemas sin destruir. En bibliotecas, en librerías, en casas. Unas docenas más o menos, no lo sé.

Hoy Helen ha ido a su despacho. Allí es donde la he dejado, sentada a su mesa con diccionarios abiertos por todas partes, diccionarios de griego, de latín y de sánscrito, diccionarios bilingües. Tiene un frasco de tintura de yodo y está usando un algodoncito para frotar la escritura y volver rojas las palabras invisibles.

Usando algodoncitos, Helen está frotando el jugo de una col roja sobre otras palabras para volverlas de color púrpura.

Al lado de los frasquitos y de los algodoncitos y de los diccionarios hay una lámpara con mango. Un cable une la lámpara a un enchufe en la pared.

—Un fluoroscopio —dice Helen—, Alquilado. —Enciende un interruptor que hay al lado y sostiene la luz sobre el grimorio, pasando las páginas hasta que una de ellas aparece llena de palabras de color rosa resplandeciente—. Esta está escrita con semen.

La caligrafía es distinta para cada conjuro.

Sentada a su mesa en el vestíbulo, Mona no ha dicho una palabra amable desde la feria. El escáner de la policía va diciendo un código de emergencia detrás de otro.

Helen llama a Mona:

—¿Qué palabra puede usarse para decir «demonio»?

Y Mona dice:

—Helen Hoover Boyle.

Helen me mira y dice:

—¿Has visto el periódico de hoy?

Aparta unos cuantos libros y debajo aparece un periódico. Lo hojea y en la última página de la primera sección hay un anuncio a página completa. La primera línea dice:

ATENCIÓN, ¿HA VISTO A ESTE HOMBRE?

La mayor parte de la página está ocupada por una foto vieja de mí, una foto de mi boda, conmigo y Gina sonriendo hace veinte años. Tiene que haberla sacado de nuestro viejo anuncio de boda en alguna vieja edición de sábado. Nuestra declaración pública de compromiso y de amor mutuo. Nuestro juramento. Nuestros votos. El viejo poder de las palabras. Hasta que la muerte nos separe.

Debajo, el texto del anuncio dice:

«La policía está buscando actualmente a este hombre para interrogarlo en relación con varias muertes recientes. Tiene cuarenta años, mide metro ochenta, pesa unos ochenta y cinco kilos y tiene el pelo castaño y los ojos verdes. No va armado pero debe ser considerado peligrosísimo».

El hombre de la foto es tan joven e inocente. No soy yo. La mujer está muerta. Las dos personas de la foto son fantasmas.

Debajo de la foto dice:

«Ahora se hace llamar Carl Streator. A menudo lleva corbata azul.»

Debajo, dice:

«Si conoce su paradero, por favor, llame al 911 y pregunte por la policía.»

No sé si el anuncio lo ha puesto Ostra o la policía.

Helen y yo estamos aquí, mirando la foto, y Helen dice:

—Tu mujer era muy guapa.

Y yo le digo que sí, que lo era.

Los dedos de Helen, su traje amarillo, su escritorio de anticuario labrado y barnizado, todo está manchado y emborronado de rojo y de púrpura por la tintura de yodo y el agua de col. Las manchas huelen a amoníaco y a vinagre. Sostiene el fluoroscopio sobre el libro y lee las poluciones de la Antigüedad.

—Aquí tengo un conjuro de vuelo —dice—, Y uno de estos podría ser un conjuro de amor. —Pasa las hojas y cada página huele a pedo de col o a amoníaco de orina—. El conjuro sacrificial —dice—. Es este de aquí. En zulú antiguo.

En el vestíbulo, Mona está hablando por teléfono.

Helen me coge del brazo y me aparta, me aparta a un paso de su mesa y dice:

—Mira esto. —Y se queda ahí, con las dos manos apoyadas en las sienes y los ojos cerrados.

Le pregunto qué se supone que tiene que pasar.

Mona cuelga el teléfono en el vestíbulo.

El grimorio abierto sobre el escritorio de Helen cambia de posición. Se levanta una esquina, luego la otra esquina. Empieza cerrándose solo, luego se abre, se cierra y se abre, cada vez más deprisa hasta que se eleva sobre la mesa. Con los ojos cerrados, los labios de Helen articulan palabras en silencio. Meciéndose y aleteando, el libro es un estornino negro brillando, suspendido cerca del techo.

Y el escáner de la policía dice:

—Unidad diecisiete. —Y dice—: Por favor, acuda al cinco mil seiscientos ochenta de Weeden Avenue, Northeast, a la Agencia Inmobiliaria Helen Boyle, y detenga a un hombre adulto para interrogarlo...

El grimorio golpea la mesa con un ruido brusco. Salen tintura de yodo, amoníaco, vinagre y jugo de col despedidos por todas partes. Caen papeles y libro por el suelo.

Helen grita:

—¡Mona!

Yo le digo que no la mate, que por favor no la mate.

Helen me agarra la mano con la mano manchada y dice:

—Creo que es mejor que te vayas de aquí. —Y dice—: ¿Recuerdas dónde nos vimos por primera vez? —Me dice en susurros—: Reúnete ahí conmigo esta noche.

En mi apartamento, toda la cinta de mi contestador está gastada. En mi buzón, las facturas están tan apretadas que tengo que sacarlas con un cuchillo para la mantequilla.

Sobre la mesa de la cocina hay un centro comercial a medio construir. Incluso sin la foto de la caja, se nota lo que es porque están ya construidos los aparcamientos. Las paredes están en su sitio. Las ventanas y las puertas colocadas a un lado, con los cristales ya puestos. Los paneles del techo y los sistemas de calefacción y refrigeración siguen en la caja. Los jardines están en una bolsa de plástico sin abrir.

No se oye nada a través de las paredes del apartamento. A nadie. Después de semanas en la carretera con Helen y Mona, me había olvidado de lo precioso que es el silencio.

Enciendo la televisión. Están poniendo una comedia en blanco y negro sobre un hombre que vuelve de entre los muertos convertido en muía. Se supone que tiene algo que enseñar a alguien. Para salvar su propia alma. El espíritu de un hombre ocupando el cuerpo de una muía.

Mi busca suena otra vez, la policía, mis salvadores, azuzándome hacia la salvación.

La policía o el encargado, este sitio debe de haber estado sometido a alguna clase de vigilancia.

En el suelo, esparcidos por todo el suelo, hay los fragmentos destrozados de un aserradero. Hay las ruinas hechas añicos de una estación de trenes salpicadas de sangre seca. A su alrededor, el edificio de una clínica dental hecho un millón de pedazos. Y un hangar de aviones, aplastado. Y una terminal de ferrys, hecha polvo. Todas las ruinas ensangrentadas y los artefactos que me costaron tanto trabajo montar, todo esparcido y crujiendo bajo mis zapatos. Lo que queda de mi vida normal.

Enciendo el radiorreloj que hay junto a la cama. Sentado con las piernas cruzadas en el suelo, extiendo un brazo y reúno todos los restos de gasolineras y depósitos de cadáveres y puestos de hamburguesas y monasterios españoles. Amontono los pedazos cubiertos de sangre y de polvo y en la radio suena una orquesta de swing. En la radio suena música folk celta y rap del gueto y música india de sitar. Amontonadas delante de mí hay partes de sanatorios y de estudios de cine, montacargas para grano y refinerías de petróleo. En la radio suena música trance, reggae y valses. Hay montones de partes de catedrales y cárceles y barracones del ejército.

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