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Authors: Chuck Palahniuk

Nana (18 page)

Mona dice:

—En un relato de detectives, ¿no se pregunta usted por qué queremos que gane el detective?

Dice que tal vez no sea solamente por venganza o para detener las muertes. Tal vez queremos realmente ver redimirse al asesino. El detective es el salvador del asesino. Imagine usted que Jesucristo lo persigue, intentando atraparlo y salvar su alma. No solamente un Dios paciente y pasivo sino un sabueso laborioso y agresivo. Queremos que el criminal confiese durante el juicio. Queremos que quede desvelado en el salón, rodeado de su gente. El detective es un pastor y queremos que el criminal vuelva al redil, que regrese a nosotros. Lo amamos. Lo echamos de menos. Queremos abrazarlo.

Mona dice:

—Tal vez por eso hay tantas mujeres que se casan con asesinos encarcelados. Para ayudar a curarlos.

Le digo que a mí no me echa nadie de menos.

Mona niega con la cabeza y dice:

—Ya sabe que usted y Helen son en gran medida como mis padres.

Mona. Zarzamora. Mi hija.

Me desplomo en la cama de nuevo y le pregunto cómo puede ser eso.

Mona me saca un marco de puerta del pie y dice:

—Esta misma mañana Helen me ha dicho que tal vez necesite ayuda para matarlo a usted.

Mi busca empieza a sonar. Es un número que no conozco. El busca dice que es muy importante.

Y Mona desentierra una vidriera de un hoyo ensangrentado en mi pie. La sostiene de forma que la luz cenital atraviesa las partes coloreadas, mira la ventanita diminuta y dice:

—Me preocupa más Ostra. No siempre dice la verdad.

Y justo entonces la puerta de la habitación del motel se abre de golpe. Fuera suenan las sirenas. En la televisión suenan las sirenas. Luces rojas y azules parecidas a luces estroboscópicas atraviesan las cortinas de las ventanas. Justo entonces Helen y Ostra entran en la habitación, riéndose y resollando. Ostra balanceando en la mano una bolsa de cosméticos. Helen sosteniendo los zapatos de tacón alto en una mano. Los dos huelen a whisky escocés y a humo.

26

Imagínense una epidemia de la que puedan contagiarse por los oídos.

Ostra y sus chorradas apócrifas, bioinvasivas, ecoidiotas y amigas de los árboles. El virus de su información. Lo que solía ser para mí una jungla hermosa, profunda y verde ahora es una tragedia de hiedra inglesa invadiéndolo todo hasta matarlo. Las maravillosas y relucientes bandadas de estorninos, con sus silbidos espeluznantes, roban los nidos de un centenar de especies nativas de pájaros.

Imaginen una idea que ocupa sus mentes igual que un ejército ocupa una ciudad.

Fuera del coche está América.

Oh, hermosos cielos llenos de estorninos,

sobre las olas ámbar de hierba lombriguera.

Oh, montañas púrpura de salicarias,

sobre llanuras azotadas de peste bubónica.

América.

Un asedio de ideas. La caza por el poder de la vida.

Después de escuchar a Ostra, un vaso de leche ya no es una simple bebida agradable con virutas de chocolate. Son vacas obligadas a estar embarazadas e infladas con hormonas. Son las inevitables terneras que no viven más que unos meses de miseria encerradas en cubículos para reses. Una chuleta significa un cerdo apuñalado y sangrando, con la pata atrapada en un cepo, colgando hasta morir chillando mientras lo seccionan en forma de chuletas, rosbif y manteca. Incluso un huevo duro significa una gallina con las patas inválidas por vivir en una jaula a pilas de diez centímetros de ancho, tan estrecha que no puede levantar las alas, algo tan enloquecedor que le cortan el pico para que no ataque a las gallinas que están atrapadas a su lado. Con las plumas arañadas por la jaula y el pico cortado, pone un huevo tras otro hasta que los huesos se le quedan tan vacíos de calcio que se le rompen en el matadero.

Se trata de los pollos de la sopa de fideos de pollo, las gallinas ponedoras, las que están tan maltrechas y llenas de cicatrices que hay que deshacerlas y cocerlas porque nadie las compraría en el aparador de una carnicería. Los pollos de las salchichas rebozadas. De las alitas de pollo.

Esto es lo único de lo que habla Ostra. Su epidemia informativa. Es entonces cuando sintonizo country and western en la radio. O baloncesto. Cualquier cosa con tal de que sea fuerte y constante y me deje fingir que el bocadillo de mi desayuno no es más que un bocadillo para desayunar. Que un animal no es más que eso. Que un huevo es un huevo. Que el queso no es una ternerita que sufre. Que comerme esto es mi derecho como ser humano.

Aquí tenemos al Gran Hermano cantando y bailando para que yo no empiece a pensar demasiado para mi propio bien.

En el periódico local de hoy hablan de otra modelo muerta. Hay un anuncio que dice:

ATENCIÓN, CLIENTES DE LA GRANJA DE CACHORROS FALLING STAR

Dice:

«Si su nuevo perro le ha contagiado la rabia a algún niño de su casa, puede usted reunir las condiciones para entablar un pleito por demanda colectiva».

Conduciendo a través de lo que solía ser un paisaje natural hermoso y comiendo lo que solía ser un bocadillo de huevo, les pregunto por qué no podían simplemente comprar los tres libros que estaban buscando en The Book Barn. Ostra y Helen. O simplemente robar las páginas y dejar el resto de los libros. Les digo que la razón de que estemos haciendo este viaje es que la gente no queme libros.

—Relájese —dice Helen al volante—. La tienda tenía tres ejemplares del libro. El problema es que no sabíamos dónde.

Y Ostra dice:

—Estaban todos mal colocados. —La cabeza de Mona está dormida en su regazo y él le está separando mechones de pelo en madejas rojas y negras—. Es la única forma en que se queda dormida —dice—. Puede dormir eternamente si continúo haciendo esto.

Por la razón que sea, me viene a la cabeza mi mujer. Mi mujer y mi hija.

Entre las sirenas y los camiones de bomberos nos hemos pasado la noche en vela.

—Ese sitio, The Book Barn, era como un laberinto para ratones —dice Helen.

Ostra está trenzando los fragmentos rotos de la civilización en el pelo de Mona. Los artefactos de mi pie, las columnas rotas y las escalinatas y los pararrayos. Le ha desmontado el atrapasueños navajo y le está trenzando las monedas del I Ching y las cuentas de cristal y los cordeles en el pelo. Las plumas azules y rosadas en tonos de Pascua.

—Nos hemos pasado la tarde entera buscando —dice Helen—. Hemos mirado todos los libros de la sección infantil. Hemos mirado en ciencia. Hemos mirado en religión. En filosofía. En poesía. En cuentos populares. Hemos mirado en literatura étnica. Hemos repasado la ficción de arriba abajo.

Y Ostra dice:

—Tenían los libros en el inventario informático, pero estaban perdidos en la tienda.

Así que han quemado todo el lugar. Por tres libros. Han quemado decenas de millares de libros para asegurarse de que esos tres quedaran destruidos.

—Parecía nuestra única opción realista —dice Helen—. Ya sabe lo que pueden hacer esos libros.

Por la razón que sea, me vienen a la cabeza Sodoma y Gomorra. Y aquello de que Dios perdonaría la ciudad si quedaba en ella una sola buena persona.

Esto es lo contrario. Miles de personas muertas para destruir a unos pocos.

Imaginen una nueva Edad Oscura. Imaginen los libros ardiendo. Y las cintas y las películas y los archivos, las radios y las televisiones, todo irá a la misma hoguera.

No sé si estamos previniendo ese mundo o lo estamos creando.

La televisión ha dicho que después de apagar el incendio se han encontrado a dos guardias de seguridad muertos.

—En realidad —dice Helen—, ya estaban muertos mucho antes del incendio. Necesitábamos tiempo para rociarlo todo de gasolina.

¿Estamos matando a gente para salvar vidas?

¿Estamos quemando libros para salvar libros?

Les pregunto en qué se está convirtiendo este viaje.

—En lo que ha sido siempre —dice Ostra, pasando un mechón de pelo por en medio de una moneda del I Ching—. En una enorme caza del poder.

Dice:

—Usted quiere mantener el mundo tal como es, papi, pero con usted al mando.

Helen, dice, quiere el mismo mundo, pero con ella al mando. Todas las generaciones quieren ser la última. Todas las generaciones odian las nuevas tendencias musicales que no pueden entender. Odiamos entregar las riendas de nuestra cultura. Encontrarnos con nuestra música sonando en ascensores. La balada de nuestra revolución convertida en música de fondo de un anuncio de la televisión. Encontrar que la ropa y los peinados de nuestra generación de repente se han vuelto retro.

—Personalmente —dice Ostra—, yo prefiero borrar del todo la pizarra, borrar a toda la gente y todos los libros y empezar de nuevo. Estoy a favor de que no haya nadie al mando.

¿Con él y Mona como los nuevos Adán y Eva?

—No —dice, apartándole el pelo suavemente de la cara a Mona—, Nosotros también tendríamos que irnos.

Le pregunto si odia tanto a la gente que mataría a la mujer que ama. Le pregunto por qué no se suicida simplemente.

—No —dice Ostra—. Me sigue gustando todo. Las plantas, los animales y los humanos. Simplemente no creo esa gran mentira según la cual podemos continuar dando frutos y multiplicándonos sin destruirnos a nosotros mismos.

Le digo que es un traidor a su especie.

—Soy un puto patriota —dice Ostra, y mira por su ventanilla—. Este poema sacrificial es una bendición. ¿Para qué cree usted que fue creado al principio? Salvará a millones de personas de la muerte lenta y terrible a la que estamos abocados por la enfermedad, por el hambre, por la sequía, por la radiación solar, por la guerra, por todas esas cosas a las que estamos abocados.

¿Así que está dispuesto a matarse a él mismo y a Mona? Le pregunto qué hará con sus padres. ¿También los matará a ellos? ¿Y qué pasa con los niños que apenas han vivido o no han empezado todavía? ¿Y qué pasa con toda la gente buena y trabajadora que llevan una vida ecológica y reciclan? ¿Los vegetarianos estrictos? ¿Acaso no son inocentes para él?

—No es una cuestión de culpa o inocencia —dice—. Los dinosaurios no eran moralmente buenos ni malos, pero están todos muertos.

Esa clase de ideas lo convierte en un Adolf Hitler. En un Josef Stalin. En un asesino en serie. En un asesino de masas.

Y trenzando una vidriera en el pelo de Mona, Ostra dice:

—Quiero ser lo que mató a los dinosaurios.

Y yo le digo que lo que mató a los dinosaurios fue un acto de Dios.

Le digo que no voy a continuar ni una milla más con alguien que quiere ser un asesino de masas.

Y Ostra dice:

—¿Qué pasa con la doctora Sara? ¿Mami? Ayúdame. ¿A cuántos otros ha matado ya papi?

Y Helen dice:

—Estoy cosiendo mi pescado.

Oigo el encendedor de Ostra, me giro y le pregunto si tiene que fumar. Le digo que estoy intentando comer.

Pero Ostra tiene el libro de Mona sobre
Hobbies y oficios tradicionales tribales
y lo sostiene abierto sobre el encendedor y está encendiendo las páginas con la llama. Con la ventanilla abierta a medias, echa el libro afuera y deja que las llamas exploten al viento antes de soltarlo.

A la cebadilla le encanta el fuego.

Dice:

—Los libros pueden ser perversos. Zarzamora necesita inventar su propia clase de espiritualidad.

Suena el teléfono de Helen. Suena también el teléfono de Ostra.

Mona suspira y extiende los brazos. Con los ojos cerrados, y las manos de Ostra todavía hurgándole el pelo, y su teléfono todavía sonando, Mona frota la cabeza contra el regazo de Ostra y dice:

—Tal vez el grimorio tenga un conjuro para detener la superpoblación.

Helen abre su agenda por el día de hoy y escribe un nombre. Le dice a su teléfono:

—No se molesten en hacer un exorcismo. Podemos devolver la casa al mercado.

Mona dice:

—Ya sabéis, necesitamos una especie de conjuro de castración universal.

Y yo les pregunto si a alguien aquí le importa ir al infierno.

Y Ostra se saca el teléfono de la bolsa de curandero.

Su teléfono no para de sonar.

Helen se pone el teléfono contra el pecho y dice:

—No penséis ni por un segundo que el gobierno no está trabajando ya en infecciones fenomenales para controlar la superpoblación.

Y Ostra dice:

—Para salvar el mundo, Jesucristo sufrió durante treinta y seis horas en la cruz. —Mientras su teléfono sigue sonando, dice—: Yo estoy dispuesto a sufrir una eternidad en el infierno por la misma causa.

Su teléfono no para de sonar.

Helen le dice a su teléfono:

—¿De verdad? ¿Su dormitorio huele a azufre?

—Dígame usted quién es el mejor salvador —dice Ostra, y abre su teléfono móvil. Le dice al teléfono—: Despacho de abogados Dunbar, Dunaway y Doogan...

27

Imaginen que el incendio de Chicago de 1871 hubiera ardido durante seis meses antes de que alguien se diera cuenta. Imaginen que la inundación de Johnstown en 1889 o el terremoto de San Francisco de 1906 hubieran durado seis meses, un año, dos años, antes de que nadie les prestara atención.

Construir con madera, construir en fallas, construir en cuencas bajas, cada era crea sus propios desastres «naturales».

Imaginen una inundación de color verde oscuro en el centro de cualquier ciudad enorme, los rascacielos de oficinas y apartamentos sumergidos pulgada a pulgada.

Ahora, aquí y ahora, escribo desde Seattle. Un día, una semana, un mes tarde. Quién sabe cuánto tiempo después de los hechos. El Sargento y yo, todavía cazando brujas.

Los botánicos llaman Hederá helixseattle a esta nueva variedad de hiedra inglesa. Una semana, tal vez las plantas de las macetas del Olympic Professional Plaza parecían un poco demasiado crecidas. La hiedra estaba ahogando los pensamientos. Había enredaderas que se habían adherido a la fachada de ladrillo y estaban trepando pulgada a pulgada. Nadie se dio cuenta. Había estado lloviendo mucho.

Nadie se dio cuenta hasta la mañana en que los residentes del Park Senior Living Center encontraron las puertas de su vestíbulo selladas por la hiedra. Aquel mismo día, la pared sur del Fremont Theater, tres pies de grosor de ladrillo y cemento, amenazó con desplomarse sobre el público que abarrotaba el local. Aquel mismo día, parte del aparcamiento subterráneo de autobuses se hundió.

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