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Authors: Chuck Palahniuk

Nana (14 page)

—No debería deciros esto, pero fue mi primer trabajo de verdad.

Para entonces estamos aparcados delante de una caravana oxidada y emplazada en una parcela de hierba reseca y llena de juguetes infantiles desperdigados. Helen cierra su estuche. Me mira a mí, sentado a su lado, y dice:

—¿Listo para intentarlo otra vez?

Dentro de la caravana, hablando con la mujer del delantal lleno de pollos, Helen dice:

—No hay absolutamente ningún coste ni obligación por su parte. —Y empuja suavemente a la mujer hasta sentarla en el sofá.

Sentada delante de la mujer, con la mujer sentada tan cerca que sus rodillas casi se tocan, Helen extiende un pincel hacia ella y dice:

—Hunde las mejillas, cariño.

Con una mano coge un puñado de pelo de la mujer y lo estira hacia arriba. El pelo de la mujer es rubio con una pulgada castaña en las raíces. Con la otra manó Helen lleva a cabo varias pasadas rápidas con un peine, levantando los mechones más largos y aplastando las raíces castañas contra el cuero cabelludo. Agarra otro mechón y carda y crepa hasta que todo el pelo salvo los mechones más largos está aplastado y enredado sobre el cuero cabelludo. Con el peine, alisa los mechones largos y rubios sobre el pelo más corto y carda hasta que la cabeza de la mujer es una burbuja enorme e inflada de pelo rubio.

Y yo digo: De modo que así es como lo haces.

Es idéntico al peinado de Helen pero rubio.

En la mesilla de café delante del sofá hay un enorme centro de rosas y azucenas, pero marchitas y marrones, colocadas en un jarrón de cristal verde de florista, con solamente un poco de agua negra en el fondo. En la mesa de la cocina hay más ramos de flores, nada más que tallos muertos en agua espesa y pestilente. Hay más jarrones en fila en el suelo, contra la pared del fondo de la sala de estar, cada uno con un bloque de espuma verde de donde salen rosas retorcidas y muertas y claveles negros y alargados en los que crece un moho gris. Pegada a cada ramo hay una tarjetita que dice: «Te acompañamos en el sentimiento».

Y Helen dice:

—Ahora tápese la cara con las manos.

Y empieza a agitar un bote de espray. Rocía a la mujer con laca de pelo.

La mujer se encoge a ciegas, un poco doblada hacia delante, tapándose la cara con las dos manos.

Y Helen señala con la cabeza hacia las habitaciones del otro lado de la caravana.

Y yo voy.

Agitando un pincel de ojos en su tubo, dice:

—No le importa si mi marido usa su baño, ¿verdad? —Y Helen dice—: Ahora, mire al techo, cariño.

En el baño hay ropa sucia separada en montones de colores distintos en el suelo. Blanca. Oscura. Los vaqueros y las camisas de alguien manchados de grasa. Hay toallas y sábanas y sujetadores. Hay un mantel a cuadros rojos. Tiro de la cadena para que se oiga el ruido.

No hay pañales ni ropa de niño.

En la sala de estar, la mujer de los pollos sigue mirando al techo, pero ahora tiembla y respira de forma convulsa. El pecho se le estremece debajo del delantal. Helen está tocando el maquillaje húmedo con la punta doblada de un pañuelo de papel. El pañuelo está empapado y lleno de pintura de ojos negra, y Helen está diciendo:

—Algún día te sentirás mejor, Rhonda. Ahora no lo puedes ver, pero mejorará. —Dobla otro pañuelo, sigue secando y dice—: Lo que tienes que hacer es ser dura. Piensa en ti misma como algo duro y afilado.

Y dice:

—Todavía eres joven, Rhonda. Tienes que volver a estudiar y convertir ese dolor en dinero.

La mujer de los pollos, Rhonda, sigue llorando con la cabeza inclinada hacia atrás. En la otra habitación hay una cuna y un colgante móvil de margaritas de plástico. Hay una cajonera pintada de blanco. La cuna está vacía. El pequeño colchón de plástico está enrollado y atado en un extremo. Cerca de la cuna hay una pila de libros sobre un taburete. Encima de todo está
Poemas y rimas.

Cuando pongo el libro en la cómoda, cae abierto por la página 27.

Paso la punta de un imperdible de bebé por el margen interior de la página, muy cerca de la encuadernación, y la página se desprende. Con la página doblada en el bolsillo, devuelvo el libro al montón.

En la sala de estar, los cosméticos están tirados en una pila en el suelo.

Helen ha sacado un doble fondo del interior de su estuche de cosméticos. Dentro hay collares y pulseras en filas, gruesos broches y parejas de pendientes unidos, todos incrustados de objetos brillantes rojos y verdes, amarillos y azules. Joyas. Enrollado entre las manos de Helen hay un largo collar de piedras rojas y amarillas más grandes que sus uñas pintadas de color rosa.

—En los diamantes cortados en forma de brillantes —dice—, mira que no se pierda luz por las facetas que quedan por debajo del encaje de la piedra. —Pone el collar en las manos de la mujer y dice—: En los rubíes, u óxido de aluminio, los corpúsculos extraños en el interior, llamados inclusiones rutiles, pueden darle a la piedra un tono rosado pálido a menos que el joyero cueza la piedra a temperatura muy elevada.

El truco para olvidar la situación general es mirarlo todo muy de cerca.

Las dos mujeres están sentadas tan cerca que sus rodillas están entrelazadas. Sus cabezas casi se tocan. La mujer de los pollos no está llorando.

La mujer de los pollos tiene una lupa de joyero en el ojo.

Las flores muertas han sido apartadas y sobre la mesilla de café hay diseminados puñados de color rosa chispeante y dorado, perlas blancas y lapislázuli azul labrado. Otros puñados brillan en tonos del amarillo y del naranja. Otros montones brillan en tonos del blanco y del plateado.

Y Helen sostiene un huevo verde resplandeciente en la mano, tan brillante que ambas mujeres se ven verdes bajo su reflejo, y dice:

—¿Puedes ver esa clase de inclusiones uniformes parecidas a velos en el interior de una esmeralda sintética?

Con el ojo fruncido en torno a la lupa, la mujer asiente.

Y Helen dice:

—Recuerda esto. No quiero que te quemes como me pasó a mí. —Busca dentro del estuche de cosméticos y saca un puñado brillante de algo amarillo, diciendo—: Este broche de zafiros amarillos perteneció a la estrella del cine Natasha Wren. —Con las dos manos saca un corazón rosado brillante, unido a una larga cadena de diamantes más pequeños, y dice—: Este pendiente de berilos de setecientos quilates perteneció una vez a la reina María de Rumania.

En ese montón de joyas, diría Helen Hoover Boyle, están los fantasmas de todo el mundo que las ha poseído. Todo el mundo lo bastante rico y exitoso como para demostrarlo. Todo su talento e inteligencia y belleza, sobrevividos por toda esa morralla decorativa. Todo el éxito y los logros que esas joyas supuestamente representaban, todo ha desaparecido.

Con el mismo peinado, el mismo maquillaje, sentadas tan cerca la una de la otra, podrían ser hermanas. Podrían ser madre e hija. Antes y después. Pasado y futuro.

Hay más, pero es cuando llego al coche.

Sentada en el asiento de atrás, Mona dice:

—¿Lo ha encontrado?

Le digo que sí. Que a esa mujer tampoco le iba a servir de mucho.

Lo único que le hemos dado es un peinado enorme y probablemente culebrilla.

Ostra dice:

—Enséñenos la canción. Déjenos ver de qué va esa vibración.

Y le digo que ni en coña. Me meto la página doblada en la boca y me pongo a masticarla. Me duele el pie y me quito el zapato. Sigo masticando. Mona se queda dormida. Sigo masticando. Ostra mira por la ventanilla unos hierbajos que crecen en una zanja.

Me trago la página y me quedo dormido.

Más tarde, sentado en el coche, rumbo a la siguiente ciudad, a la siguiente biblioteca, quizá al siguiente maquillaje, me despierto y veo que Helen ha conducido trescientas millas.

Casi es de noche, y mirando por el parabrisas, Helen dice:

—Estoy haciendo recuento de gastos.

Mona se incorpora y se rasca el cuero cabelludo a través del pelo. Se aprieta el dedo de al lado del meñique, se aprieta la parte blanda de ese dedo en el rabillo interior del ojo y la aparta deprisa, con una legaña pegada. Se seca la legaña en los vaqueros y dice:

—¿Dónde vamos a comer?

Le digo a Mona que se abroche el cinturón de seguridad.

Helen enciende los faros. Abre una mano, del todo, apoyada en el volante, y se mira el dorso, los anillos, y dice:

—Después de que encontremos el Libro de Sombras, cuando seamos los líderes omnipotentes del mundo entero, cuando seamos inmortales y poseamos el planeta entero y todo el mundo nos ame —dice—, todavía me deberéis doscientos dólares en cosméticos.

Tiene un aspecto extraño. Su pelo tiene un aspecto raro. Son sus pendientes, los puñados pesados de color rosa y rojo, sus zafiros rosas y sus rubíes. No están.

21

No fue una sola noche. Solamente da esa impresión. Fue cada noche, a través de Texas y Arizona, en Nevada, atravesando California y llegando a Oregón, Washington, Idaho. Todas las noches en el coche son iguales. Esté uno donde esté.

Todos los sitios son el mismo sitio en la oscuridad.

—Mi hijo, Patrick, no ha muerto —dice Helen Hoover Boyle.

Está muerto en los registros médicos del condado, pero no digo nada.

Helen está al volante, Mona y Ostra dormidos en el asiento de atrás. Dormidos o escuchando. Yo voy en el asiento del pasajero. Apoyado en mi portezuela, estoy tan lejos de Helen como puedo. Con el brazo puesto a modo de almohada, mi postura me permite escuchar sin mirarla.

Y Helen habla conmigo sin mirar atrás. Los dos mirando hacia delante a la carretera iluminada por los faros que desaparece bajo el capó del coche.

—Patrick está en el New Continuum Medical Center —dice—, Y creo realmente que algún día se recuperará por completo.

Su agenda, encuadernada en cuero rojo, está en el asiento delantero entre nosotros.

Mientras recorremos Dakota del Norte y Minnesota, le pregunto cómo encontró el conjuro sacrificial.

Y con una uña de color rosa, ella pulsa un botón en alguna parte y pone el coche en control de velocidad crucero. Acciona algo más en la oscuridad y pone los faros largos.

—Yo era representante de los cosméticos Skin Tone —dice—. La caravana en que vivíamos no era muy agradable —dice—. Mi marido y yo.

En los registros médicos del condado el marido se llama John Boyle.

—Ya sabe lo que pasa cuando tienes el primero —dice—. La gente te regala montones de juguetes y de libros. Ni siquiera sé quién trajo aquel libro. Era simplemente un libro en un montón de libros.

De acuerdo con los registros del condado, aquello debió de pasar hace veinte años.

—No hace falta que le cuente lo que pasó —dice—. Pero John siempre creyó que fue culpa mía.

De acuerdo con los registros policiales, hubo seis llamadas por disturbios domésticos en la vivienda de los Boyle, en la plaza 175 del poblado de caravanas Buena Noche, en las semanas siguientes a la muerte de Patrick Raymond Boyle, de seis meses de edad.

Conduciendo por Wisconsin y Nebraska, Helen dice:

—Yo iba de puerta en puerta, vendiendo productos de Skin Tone —dice—. No volví a trabajar inmediatamente. Debió de pasar, Dios, un año y medio después de que Patrick... Después de la mañana en que encontramos a Patrick.

Ella iba por el poblado de caravanas donde vivían, me cuenta Helen, cuando conoció a una joven idéntica a la mujer del delantal con los pollos. Las mismas flores funerarias enviadas a casa por el depósito de cadáveres. La misma cuna vacía.

—Podía ganar un montón de dinero solamente vendiendo base de maquillaje y colorete —dice Helen sonriente—. Sobre todo hacia fin de mes, cuando había poco dinero.

Hace veinte años, conoció a aquella otra mujer de la misma edad que Helen, y mientras hablaban, la mujer le enseñó a Helen el cuarto del niño, las fotos del bebé. La mujer se llamaba Cynthia Moore. Tenía un ojo morado.

—Y vi que tenía un ejemplar del mismo libro —dice Helen—,
Poemas y rimas del mundo entero.

Aquella gente lo tenía abierto por la misma página que estaba abierto la noche en que murió su hijo. El libro, las sábanas de la cuna, intentaban mantenerlo todo exactamente como estaba.

—Por supuesto, era la misma página que nuestro libro —dice Helen.

En casa, John Boyle bebía montones de cerveza todas las noches. Le dijo a Helen que no quería tener otro hijo porque no confiaba en ella. Si ella no sabía qué era lo que había hecho mal, el riesgo era demasiado grande.

Con mi mano en los asientos de cuero caliente, me siento como si estuviera tocando a otra persona.

Conduciendo por Colorado, Kansas y Missouri, dice:

—La otra madre del poblado de caravanas montó un día una venta pública de objetos frente a su caravana. Todas las cosas del bebé, puestas en montones sobre la hierba, cada una a un cuarto de dólar. El libro estaba allí y lo compré. —Helen dice—: Le pregunté al hombre de dentro por qué Cynthia lo estaba vendiendo todo y se encogió de hombros.

De acuerdo con los registros médicos del condado, Cynthia Moore se bebió líquido desatascador de cañerías y murió de hemorragia de esófago y asfixia tres meses después de que su hijo muriera sin causa aparente.

—A John le preocupaban los gérmenes, así que quemó todas las cosas de Patrick —dice—. Compré el libro de poemas por diez centavos. Recuerdo que hacía un día muy bonito.

Los registros policiales muestran tres llamadas más por disturbios domésticos en la plaza 175 del poblado de caravanas Buena Noche. Una semana después del suicidio de Cynthia Moore, John Boyle fue hallado muerto sin causa aparente. De acuerdo con el condado, la elevada concentración de alcohol en su sangre podría haberle causado apnea del sueño. Otra causa probable era asfixia posicional. Podría haber estado tan borracho que cayó inconsciente en una posición que no le dejó respirar. En cualquier caso, el cuerpo no presentaba señales. El certificado de defunción no especificaba causa aparente de muerte.

Conduciendo por Illinois, Indiana y Ohio, Helen dice:

—No maté a John a propósito. —Y dice—: Solamente fue curiosidad.

Lo mismo que yo con Duncan.

—Solamente estaba probando una teoría —dice—. John no paraba de decir que el fantasma de Patrick seguía con nosotros. Y yo no paraba de decirle que Patrick seguía vivo en el hospital.

Veinte años después, el pequeño Patrick sigue en el hospital, dice Helen.

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