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Authors: Chuck Palahniuk

Nana (13 page)

—Lo divertido de los oficios primitivos es que se pueden hacer fácilmente mientras uno mira la tele —dice Mona—. Y te ponen en contacto con toda clase de energías arcanas y rollos de esos.

Ostra abre el teléfono móvil y saca la antena. Marca un número. Se le ve una curva de suciedad debajo de la uña.

Helen lo mira por el retrovisor.

Mona se inclina sobre sus rodillas y coge una mochila de lona del suelo de debajo del asiento trasero. Saca un revoltijo de cordeles y plumas. Parecen plumas de pollo, teñidas en tonos brillantes de Pascua del rosa y del azul. De los cordeles cuelgan monedas de latón y cuentas hechas de cristal negro.

—Es un atrapasueños navajo que estoy haciendo —dice. Lo agita y algunos de los cordeles se sueltan y quedan colgando. Algunas cuentas caen en la mochila que tiene en el regazo. Flotan por el aire plumas de color rosa, y ella dice—: He pensado en hacerlo más poderoso usando algunas monedas del I Ching. Para superenergizarlo o algo así.

En alguna parte debajo de la mochila, en su regazo, la V afeitada entre sus muslos. Las cuentas de cristal ruedan hasta allí.

Ostra le dice al teléfono:

—Sí, necesito el número del departamento de anuncios de Venta al Público del
Carson City Telegraph-Star.
—Una pluma de color rosa le flota junto a la cara y él la aleja de un soplido.

Con las uñas pintadas de negro, Mona coge algunos de los nudos y dice:

—Es más difícil de lo que parece en el libro.

Ostra se sostiene el teléfono junto al oído con una mano. Con la otra se frota la bolsa de cuentas por todo el pecho.

Mona saca un libro de su mochila de lona y me lo pasa al asiento delantero.

Ostra ve a Helen, que todavía lo está mirando por el retrovisor, y le guiña un ojo y se pellizca el pezón.

Por alguna razón, me viene a la cabeza
Edipo rey.

En alguna parte debajo de su cinturón, la estalactita rosa de su prepucio atravesada por su aro metálico. ¿Cómo puede Helen querer eso?

—Los granjeros de antaño plantaban cebadilla porque verdeaba deprisa en primavera y suministraba pasto deprisa para el ganado —dice Ostra, señalando con la cabeza el mundo de fuera.

La primera parcela de cebadilla estaba en el sur de la Columbia Británica, en Canadá, en mil ochocientos ochenta y nueve. Pero los incendios la extienden. Cada año se seca hasta convertirse en pólvora, y las tierras que solían arder cada diez años ahora arden todos los años. Y la cebadilla se recupera deprisa. A la cebadilla le encanta el fuego. Pero a las plantas nativas, la salvia y el flox del desierto, no. Y cada año que arde, hay más cebadilla y menos de todo el resto. Y los ciervos y antílopes que dependen de todas esas otras plantas ya no están. Ni los conejos. Ni tampoco los halcones ni los búhos que se comen a los conejos. Los ratones se mueren de hambre, de forma que las serpientes que se comen a los ratones se mueren de hambre.

Hoy, la cebadilla domina los desiertos interiores desde Canadá hasta Nevada, cubriendo un área del doble del tamaño del estado de Nebraska y extendiéndose miles de acres cada año.

La gran ironía es que incluso el ganado odia la cebadilla, dice Ostra. De forma que las vacas se comen los escasos matorrales nativos que quedan. Lo que queda de ellos.

El libro de Mona se llama
Hobbies y oficios tradicionales tribales.
Cuando lo abro, salen flotando más plumas rosadas y azules.

—El nuevo sueño de mi vida es que quiero encontrar un árbol realmente recto, ya sabéis —dice Mona, con una pluma de color rosa enredada en las rastas—. Y construir un tótem o algo parecido.

—Cuando lo piensas desde la perspectiva de las plantas nativas —dice Ostra—, Johnny Appleseed fue un puto terrorista biológico.

Johnny Appleseed, dice, lo mismo podría haber estado extendiendo la viruela.

Ostra está marcando otro número en su teléfono móvil. Patea la parte trasera del asiento delantero y dice:

—Mami, papi. Un restaurante realmente pijo en Reno, Nevada.

Y Helen se encoge de hombros y me mira. Dice:

—El Desert Sky Supper Club de Tahoe es bastante majo.

Ostra dice a su teléfono móvil:

—Me gustaría poner un anuncio a tres columnas. —Mirando por la ventanilla, dice—: Debe tener tres columnas por seis pulgadas de largo, y la primera línea del texto tiene que decir: «Atención, clientes del Desert Sky Supper Club».

Ostra dice:

—La segunda línea tiene que decir: «¿Ha contraído recientemente un caso casi fatal de intoxicación por
campylobacter
? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».

Luego Ostra da un número de teléfono. Saca una tarjeta de crédito de su bolsa de curandero y le lee el número y la fecha de expiración al teléfono. Dice que el comercial lo llame después de que esté compuesto para repasar el texto final por teléfono. Dice que el anuncio ha de salir todos los días de la próxima semana en la sección de Restaurantes. Cierra el teléfono y vuelve a meter la antena.

—Igual que la fiebre amarilla y la viruela mataron a los nativos americanos —dice—, nosotros trajimos la enfermedad del olmo a América en un cargamento de troncos para una prensa de chapa de madera en mil novecientos treinta y trajimos la plaga del castaño en mil novecientos cuatro. Otro hongo patógeno está matando las hayas orientales. Se espera que el escarabajo asiático de cuernos largos, introducido en Nueva York en mil novecientos noventa y seis, acabe con la población de arces norteamericanos.

Para controlar las poblaciones de perros de las praderas, dice Ostra, los rancheros introdujeron la peste bubónica en las colonias de perros de las praderas, y para mil novecientos treinta el noventa y ocho por ciento de los perros habían muerto. La peste se ha extendido hasta matar otras treinta y cuatro especies de roedores nativos, y cada año también a unas cuantas personas desafortunadas.

Por alguna razón, me viene a la cabeza la canción sacrificial.

—A mí —dice Mona cuando le devuelvo el libro— me gustan las tradiciones antiguas. Mi esperanza es que este viaje sea, ya sabéis, mi misión personal visionaria. Y que salga de él con un nombre nativo y quede —dice— transformada.

Ostra saca un cigarrillo de su bolsa hopi y dice:

—¿Os importa?

Yo le digo que sí.

Y Helen dice:

—En absoluto. —Y el coche es de ella.

Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

Lo que consideramos naturaleza, dice Ostra, son simplemente más cosas nuestras que matan al mundo. Cada diente de león es una bomba atómica haciendo tictac. Polución biológica. Preciosa devastación amarilla.

Igual que uno puede ir de París a Pekín, dice Ostra, y en todas partes hay hamburguesas McDonald’s, este es el equivalente ecológico de las franquicias de formas de vida. Todos los lugares se vuelven el mismo. El
kudzu.
Los mejillones cebra. Los jacintos de agua. Los estorninos. Los Burger King.

Lo que es nativo y local, cualquier cosa que sea única va a ser arrasada.

—La única biodiversidad que nos va a quedar —dice— es la Coca-Cola contra la Pepsi.

Dice:

—Estamos creando el paisaje del mundo a base de equivocaciones estúpidas.

Mirando por la ventana, Ostra saca un encendedor de plástico de la bolsa de curandero de cuentas. Agita el encendedor y lo golpea contra la palma de su mano.

Huelo una pluma rosada caída del libro y me imagino que el pelo de Mona huele igual. Retorciendo la pluma entre dos dedos, le pregunto a Ostra, que está hablando por teléfono en ese momento —llamando al periódico—, qué está tramando.

Ostra enciende su cigarrillo. Se vuelve a meter el encendedor de plástico y el teléfono móvil en la bolsa de curandero.

—Así es como gana dinero —dice Mona. Está separando los nudos y los enredos de su atrapasueños. Entre sus brazos, debajo de su blusa anaranjada, sus pechos se proyectan hacia fuera con sus pezoncitos rosados.

Y yo cuento cuatro, cuento cinco, cuento seis...

Abotonándose la camisa con ambas manos, con la boca fruncida en torno al cigarrillo y los ojos entornados por el humo, Ostra dice:

—¿Os acordáis de Johnny Appleseed?

Helen enciende el aire acondicionado.

Y abotonándose el cuello de la camisa, Ostra dice:

—No se preocupe, papi. Solamente estoy plantando mis semillas.

Mirando la extensión amarilla de fuera, con sus ojos amarillos, dice:

—Es solamente mi generación intentando destruir la cultura existente extendiendo nuestra propia infección contagiosa.

20

La mujer abre la puerta principal de su casa y allí estamos Helen y yo, en su porche, yo cargando con el estuche de cosméticos de Helen, a medio paso detrás de ella, mientras Helen señala con la larga uña rosada de su dedo índice y dice:

—Si puede darme quince minutos, puedo convertirla en una persona completamente nueva.

El traje de Helen es rojo, pero no rojo fresa. Es más bien rojo como una mousse de fresa con
crème fraîche
batida por encima y servida en una compota de cristal con pie. Dentro de su nube rosa de peló, sus pendientes emiten destellos rosados y rojos bajo la luz del sol.

La mujer se está secando las manos en una toalla de cocina. Lleva mocasines marrones de hombre sin calcetines. Un delantal con pollos amarillos dibujados le cubre toda la parte delantera, y una especie de vestido lavable a máquina, la trasera. Con el dorso de la mano se aparta unos mechones de pelo de la frente. Los pollos amarillos sostienen utensilios de cocina, cazos y cucharas, con el pico. La mujer nos mira a través de la puerta mosquitera oxidada y pregunta:

—¿Sí?

Helen me mira a mí, de pie detrás de ella. Mira por encima del hombro a Mona y Ostra, que están con la cabeza gacha, escondidos en el coche aparcado en la acera. Ostra susurrándole a su teléfono:

—¿Es el picor constante o intermitente?

Helen Hoover Boyle se lleva todos los dedos de una mano juntos al pecho, con el montón de piedras preciosas y perlas escondiendo la blusa de seda de debajo. Y dice:

—¿Señora Pelson? Somos de Maquillaje Milagroso.

Mientras habla, Helen extiende la mano cerrada y la abre en dirección a la mujer, como si estuviera esparciendo las palabras.

Helen dice:

—Me llamo Brenda Williams. —Con sus dedos de color rosa, esparce las palabras por encima de su hombro, diciendo—: Y este es mi marido, Robert Williams. —Y dice—: Y hoy le traemos un regalo muy especial.

La mujer del otro lado de la puerta mosquitera mira el estuche de cosméticos que llevo en la mano.

Y Helen dice:

—¿Podemos entrar?

Se suponía que iba a resultar más fácil.

Todos estos viajes, entrar en bibliotecas, coger los libros de las estanterías, sentarse en los retretes de los baños de las bibliotecas y arrancar la página. Y tirar de la cadena. Se suponía que iba a ser así de rápido.

Con las primeras dos bibliotecas no hay problema. En la siguiente el libro no está en la estantería. En susurros de biblioteca, Mona y yo vamos al mostrador de préstamo y preguntamos. Helen está esperando en el coche con Ostra.

El bibliotecario es un tipo con el pelo largo y liso recogido en una coleta. Tiene pendientes en las dos orejas, aros de pirata, y lleva un jersey a cuadros sin mangas y dice que el libro —revisa la pantalla de su ordenador haciendo pasar la pantalla hacia arriba y hacia abajo— está en préstamo.

—Es muy importante —dice Mona—. Yo lo saqué en préstamo antes y me dejé algo entre las páginas.

Lo siento, dice el tipo.

—¿Puede decirnos quién lo tiene? —dice Mona.

Y el tipo dice que lo siente. Que no puede ser.

Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

Es verdad, todo el mundo quiere ser Dios, pero para mí es un trabajo a jornada completa.

Y yo cuento cuatro, cuento cinco...

Un segundo más tarde, Helen Hoover Boyle está frente al mostrador de préstamos. Sonríe hasta que el bibliotecario levanta la vista del ordenador y ella extiende las manos, con los dedos abarrotados de anillos brillantes.

Ella sonríe y dice:

—¿Joven? Mi hija se ha dejado una foto de familia entre las páginas de cierto libro. —Menea los dedos y dice—: Puede usted seguir las normas o puede hacer una buena obra y seguir su criterio.

El bibliotecario mira los dedos de ella, los prismas de colores y las estrellas de luz entrecortada bailando reflejados en su cara. Se pasa la lengua por los labios. Luego niega con la cabeza y dice que no le compensa. Que la persona que tiene el libro se quejará y a él lo expulsarán.

—Prometemos —dice Helen— que no va usted a perder su trabajo.

En el coche, estoy esperando con Mona, contando veintisiete, contando veintiocho, contando veintinueve... Intentando de la única forma que conozco no matar a todo el mundo en la biblioteca y mirar por mí mismo la dirección en el ordenador.

Helen vuelve al coche con una hoja de papel en la mano. Se inclina junto a la ventanilla abierta del conductor y dice:

—Una noticia buena y una mala.

Mona y Ostra están tumbados en el asiento de atrás. Se incorporan. Yo estoy en el asiento del acompañante, contando.

Y Mona dice:

—Tienen tres ejemplares, pero todos están en préstamo.

Helen se sienta al volante y dice:

—Conozco un millón de formas de televenta.

Y Ostra se aparta el pelo de los ojos y dice:

—Buen trabajo, mami.

La primera casa es bastante fácil. Y la segunda.

En el coche entre llamada y llamada, Helen rebusca entre los tubitos dorados y las cajitas relucientes, entre sus pintalabios y maquillajes, con su estuche de cosméticos abierto sobre el regazo. Hace girar un pintalabios para sacar la barra, la mira con los ojos fruncidos y dice:

—Nunca más voy a usar esto. Si no ando equivocada, esa última mujer tenía culebrilla.

Mona se inclina hacia delante en el asiento de atrás, mira por encima del hombro de Helen y dice:

—Esto se te da realmente bien.

Desenroscando las tapas de cajitas redondas de sombra de ojos, mirando y oliendo sus interiores de color canela, rosado o melocotón, Helen dice:

—He tenido un montón de práctica.

Se mira en el retrovisor y se aparta unos mechones de pelo rosado. Se mira el reloj de pulsera, pellizcando la esfera entre los dedos pulgar e índice, y dice:

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