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Authors: Chuck Palahniuk

Nana (7 page)

En este laberinto de antigüedades, dice, están los fantasmas de todo el mundo que ha poseído estos muebles. Esta basura decorativa ha sobrevivido a todo su talento, su inteligencia y su belleza. Y todo el éxito y los logros que estos muebles tenían que representar han desaparecido.

Dice:

—En el enorme esquema de las cosas, ¿acaso importa cómo murieron los Stuart?

Le pregunto cómo se enteró de lo del conjuro sacrificial. ¿Fue porque murió su hijo Patrick?

Y ella sigue caminando, pasando los dedos por los rebordes labrados, por las superficies bruñidas, estropeando los pomos y ensuciando los espejos.

No me hizo falta escarbar mucho para averiguar cómo murió su marido. Un año después de que muriera Patrick, lo encontraron en la cama, muerto, sin una sola marca, sin nota de suicidio y sin causa aparente.

Y Helen Boyle dice:

—¿Cómo encontraron a su redactor jefe?

Saca un par de tenacillas plateadas y un destornillador de su bolso blanco y amarillo, tan limpios y precisos que podrían usarse en cirugía. Abre la puerta de un enorme armario labrado y pulimentado y dice:

—Aguánteme esto, por favor.

Le sostengo la puerta y ella trabaja un momento en el interior hasta que el pestillo de la puerta y el pomo se sueltan y caen al suelo a mis pies.

Un minuto después ha sacado los pomos, el similor de bronce dorado y todo lo que es de metal salvo las bisagras y se lo ha metido en el bolso. Una vez saqueado, el armario parece desnudo, ciego, castrado, mutilado.

Le pregunto por qué hace eso.

—Porque me encanta esta pieza —dice—. Pero no voy a ser una más de sus víctimas.

Cierra las puertas y se guarda las herramientas en el bolso.

—Volveré a buscarlo después de que bajen el precio hasta lo que valía cuando era nuevo —dice—. Me encanta, pero solamente voy a comprarlo con mis condiciones.

Caminamos unos pasos más y el pasillo desemboca en un bosque de percheros de pared, paragüeros y percheros de pie. Más allá hay otra muralla de aparadores y armarios.

—Isabelino —dice, tocando cada pieza—. Tudor... Eastlake... Stickley...

Cuando alguien coge dos piezas antiguas, por ejemplo un espejo y un tocador, y los acopla, ella me explica que los expertos llaman al resultado una pieza «casada». Como antigüedad, se considera carente de valor.

Cuando alguien separa dos piezas, por ejemplo, un aparador y un mueble para vajillas, y los vende por separado, los expertos denominan a las piezas «divorciadas».

—Y nuevamente —dice—, carecen de valor.

Le digo que he estado intentando encontrar todos los ejemplares del libro de poemas. Le digo que es muy importante que nadie descubra nunca el conjuro. Después de lo que le pasó a Duncan, juro que voy a quemar todas mis notas y a olvidar que alguna vez conocí el conjuro sacrificial.

—¿Y qué pasa si no lo puede olvidar? —dice—. ¿Qué pasa si se le queda en la cabeza y no para de volverle a la mente igual que una de esas tontas melodías de anuncios? ¿Y si se queda siempre ahí, como una pistola cargada esperando a que alguien lo irrite a usted?

Pues no lo usaré.

—Hablando hipotéticamente, por supuesto —dice—. Imagine que yo antes pensaba lo mismo. Yo. Una mujer que según usted mató accidentalmente a su hijo y a su marido, alguien que ha estado torturada por el poder de su maldición. Si alguien como yo empezara finalmente a usar la canción, ¿qué le hace pensar que usted no la usará?

No la usaré y ya está.

—Claro que no —dice, y luego se ríe sin hacer ruido. Gira a la derecha, pasa junto a una credenza Biedermeier, deprisa, luego gira por delante de una consola art nouveau, y desaparece de mi vista un momento.

Corro tras ella, todavía perdido, y le digo que si tenemos que encontrar la salida de este sitio, será mejor que no nos separemos.

Tenemos delante un armario de oficina estilo William and Mary. De pino negro lacado con escenas persas en dorado, patas terminadas en rodete y el frontón acabado con un montón de conchas y arabescos labrados. Y guiándome a las profundidades de la espesura de armarios y armarios empotrados y aparadores y cómodas, de mecedoras y percheros y librerías, Helen Hoover Boyle dice que tiene que contarme una historia.

10

Todo el mundo está callado en la sala de Redacción. La gente susurra junto a la máquina de café. La gente escucha con la boca abierta. Nadie llora.

Henderson me pilla cuando estoy colgando la chaqueta y dice:

—¿Has llamado a las líneas aéreas Regent-Pacific por lo de las ladillas?

Y le digo que nadie quiere hablar hasta que se entable el pleito.

Y Henderson dice:

—Para tu información, ahora soy tu superior inmediato. —Y dice—: No es que Duncan sea irresponsable. Resulta que está muerto.

Muerto en su cama sin una sola marca. Sin nota de suicidio y sin causa aparente. Su casero lo encontró y llamó a la ambulancia.

Le pregunto si hay alguna señal de que haya sido sodomizado.

Y Henderson inclina la cabeza solamente un poco y dice:

—¿Cómo dices?

Que si alguien se lo folló.

—Joder, no —dice Henderson—, ¿Por qué preguntas eso?

Por nada, le digo.

Por lo menos Duncan no ha sido la muñeca hinchable de nadie.

Le digo que si alguien me necesita, voy a estar en el Archivo de Prensa. Tengo que comprobar algunos datos. Necesito revisar varios años de artículos. Y unos cuantos carretes de microfilm.

Y Henderson me llama:

—No te alejes mucho. Solo porque Duncan esté muerto, no quiere decir que te hayas librado de la historia de los bebés muertos.

«Los palos y las piedras pueden romperte los huesos, pero cuidado con lo que dices.»

De acuerdo con el microfilm, en 1983, en Viena, Austria, una enfermera auxiliar de veintitrés años le dio una sobre— dosis de morfina a una anciana que estaba suplicando que la dejaran morir.

La anciana de setenta y siete años murió, y la enfermera auxiliar, Waltraud Wagner, descubrió que le encantaba tener el poder de dar la vida y la muerte.

Todo está aquí, en un carrete tras otro de microfilm. Los datos.

Al principio se limitaba a ayudar a los pacientes a morir. Trabajaba en un hospital enorme para ancianos y enfermos crónicos. La gente se quedaba allí a esperar la muerte. Además de la morfina, la joven se inventó lo que ella llamaba su cura de agua. Para aliviar el sufrimiento, lo único que tienes que hacer es cerrar los orificios nasales del paciente apretando las aletas con los dedos. Presionas la lengua hacia abajo y echas agua en la garganta. La muerte es una tortura lenta, pero a los ancianos siempre se les encuentra muertos con agua en los pulmones.

La joven se calificaba a sí misma de ángel.

Parecía muy natural.

Wagner estaba llevando a cabo una hazaña noble y heroica.

Era el final absoluto del sufrimiento y la miseria. Era amable y cariñosa y sensible, y solamente se lo aplicaba a aquellos que querían morir.

Era el ángel de la muerte.

En 1987 ya había tres ángeles más. Las cuatro auxiliares trabajaban en el turno de noche. Para entonces el hospital tenía el apodo de Pabellón de la Muerte.

En lugar de poner fin al sufrimiento, las cuatro mujeres empezaron a dar su cura de agua a pacientes que roncaban o mojaban la cama o se negaban a tomar su medicación o llamaban al timbre del mostrador de las enfermeras de madrugada. Cualquier pequeña molestia y el paciente moría a la noche siguiente. Cada vez que un paciente se quejaba de algo, Waltraud Wagner decía «Este se ha ganado un billete a Dios», y glug, glug, glug.

—Los que me atacaban los nervios —les contó a las autoridades— eran trasladados directamente a una cama libre con el buen Dios.

En 1989, una anciana le dijo a Wagner que era una puta y recibió la cura de agua. Después, los ángeles estaban bebiendo en una taberna, riéndose e imitando las convulsiones de la anciana y la expresión de su cara. Un médico que estaba sentado cerca las oyó.

Las autoridades sanitarias de Viena calculan que para entonces habían sido curadas trescientas personas. A Wagner le cayó cadena perpetua. Los otros ángeles tuvieron sentencias menores.

—Podíamos decidir cuál de aquellos vejestorios vivía y cuál moría —dijo Wagner en el juicio—. En todo caso, hacía tiempo que tendrían que haber sacado el billete a Dios.

La historia que Helen Hoover Boyle me contó es cierta.

El poder corrompe. Un poder absoluto corrompe de forma absoluta.

Así que relájese, me dijo Helen Boyle, y disfrute del viaje.

Me dijo:

—Incluso la corrupción absoluta tiene sus incentivos.

Me dijo que pensara en toda la gente que quería eliminar de mi vida. Que pensara en todos los cabos sueltos que podía atar. En la venganza. Que pensara en lo fácil que sería.

Y Nash me seguía volviendo a la cabeza. Ahí estaba Nash, babeando ante la idea de tener a cualquier mujer, en cualquier lugar, dispuesta a cooperar y hermosa al menos durante unas cuantas horas antes de que todo empezara a enfriarse y descomponerse.

—Dime —me dijo Nash—, ¿qué diferencia hay entre eso y la mayoría de relaciones?

Cualquiera podría convertirse en tu siguiente zombi sexual.

Pero solamente porque aquella enfermera austríaca y Helen Boyle y John Nash no han podido controlarse, no quiere decir que yo me vaya a convertir en un asesino despiadado e impulsivo.

Henderson aparece en el umbral de la sala de Archivos y grita:

—¡Streator! ¿Has apagado tu busca? Nos acaban de llamar para avisarnos de otro bebé fiambre.

El jefe de redacción ha muerto, larga vida al jefe de redacción. He aquí el nuevo jefe, igual que el viejo.

Y claro que el mundo sería mejor sin ciertas personas. Sí, el mundo podría ser perfecto con unos cuantos recortes aquí y allí. Con un poco de limpieza. Con algo de selección no natural.

Pero no, nunca más voy a usar la canción sacrificial.

Nunca más. Pero aunque la usara, no sería para vengarme.

No la usaría de forma interesada.

Y ciertamente, no la usaría para conseguir sexo.

No, solamente la usaría para hacer el bien.

Y Henderson grita:

—¡Streator! ¿Has llamado preguntando por las ladillas de la primera clase? ¿Has llamado sobre los hongos que se te comen el culo en el gimnasio? Tienes que pegarles la paliza a esa gente del Treeline o nunca vas a conseguir nada.

Y tan deprisa como un estremecimiento, tal como me estremezco en dirección al otro lado del pasillo, la canción sacrificial me viene a la cabeza, mientras cojo mi chaqueta y salgo de la sala.

Pero no, no la voy a usar. Y se acabó. No lo voy a hacer. Nunca.

11

Esos ruidoadictos. Esos silenciofóbicos.

A través del techo se oye el pumba, pumba, pumba de una batería. A través de las paredes se oyen las risas y los aplausos de los muertos.

Incluso en el baño, mientras uno se ducha, se oye la voz de la radio por encima del susurro del pitorro de la ducha y del ruido del agua al golpear el suelo de la bañera y la cortina de plástico. No es que uno quiera matarlos a todos, pero sería agradable lanzar el conjuro sacrificial contra el mundo. Para disfrutar del miedo. Después de que se prohibieran los ruidos fuertes, cualquier ruido que pudiera ocultar un conjuro, cualquier música o ruido que pudiera enmascarar un poema letal, el mundo quedaría en silencio. Peligroso y aterrado pero en silencio.

Las baldosas marcan un ritmo suave cuando apoyo los dedos en ellas. Los gritos que traspasan el suelo hacen temblar la bañera. O bien un dinosaurio prehistórico volador despertado por una prueba nuclear está a punto de destruir a los vecinos de abajo o bien tienen la televisión demasiado fuerte.

En un mundo donde los juramentos no tienen valor. Donde hacer una promesa no significa nada. Donde las promesas se hacen para romperse, sería bonito ver cómo las palabras recuperan su poder.

En un mundo en que la canción sacrificial fuera del dominio público, habría apagones de sonido. Habría guardianes patrullando las calles como en tiempos de guerra. Igual que los gobiernos vigilan la polución del aire y del agua, esos mismos gobiernos localizarían cualquier cosa más fuerte que un susurro y llevarían a cabo detenciones. Habría helicópteros, helicópteros con silenciadores especiales, claro, buscando ruidos de la misma forma en que ahora buscan marihuana. La gente andaría de puntillas con zapatos de suela de goma. Habría confidentes escuchando en todos los ojos de cerradura.

Sería un mundo peligroso y aterrado, pero por lo menos se podría dormir con las ventanas abiertas. Sería un mundo en que una palabra equivaldría a mil imágenes.

Es difícil decir si sería un mundo peor que este, con la música aporreando, el estruendo de la televisión y el chirrido de la radio.

Tal vez sin el Gran Hermano manteniéndonos ocupados, la gente podría pensar.

Lo bueno es que tal vez nuestras mentes podrían ser nuestras.

Como no hay peligro, digo el primer verso del poema. No hay nadie aquí a quien matar. Nadie puede oírlo de ninguna forma.

Y Helen Hoover Boyle tiene razón. No lo he olvidado. La primera palabra da pie a la segunda. El primer verso da pie al siguiente. Las palabras retumban con el mismo ruido resonante de las bolas rodando en una bolera. El retumbar arranca ecos del linóleo y de las baldosas de las paredes.

Con mi voz de tenor, la canción sacrificial no suena tan tonta como en el despacho de Duncan. Suena profunda y grave. Es el sonido del destino. Es la condenación de mi vecino de arriba. Es el fin que le pongo a su vida, y ya he dicho el poema entero.

Incluso mojado, el pelo de la nuca se me eriza. Mi respiración se ha detenido.

Y no pasa nada.

La música sigue aporreando en el piso de arriba. Desde todas las direcciones vienen las voces de la radio y de la televisión, disparos lejanos, risas, bombas, sirenas. Un perro ladra. Esto es lo que te venden como hora de máxima audiencia.

Cierro el grifo. Me sacudo el pelo. Aparto la cortina y cojo la toalla. Y entonces lo veo.

El conducto de ventilación.

Las rejillas de ventilación conectan todos los apartamentos. Y el conducto siempre está abierto. Se lleva el vapor de los cuartos de baño, los olores a comida de las cocinas. Transporta todos los sonidos.

Goteando sobre el suelo del baño, me quedo mirando la rejilla.

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