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Authors: Chuck Palahniuk

Nana (21 page)

—Igual que Adán y Eva siendo expulsados del Jardín del Edén —dice. Ostra está de pie en el arcén de grava de la autopista y se inclina para mirar a Mona, que sigue en el asiento trasero, y le dice—: ¿Vienes, Eva?

No se trata de amor, se trata de control.

Detrás de Ostra, el sol se está poniendo. Detrás de él hay cardos rusos y retama escocesa y
kudzu.
Detrás de él, el mundo está hecho un desastre.

Y Mona, con las ruinas de la civilización occidental trenzadas en el pelo, los trozos del atrapasueños y del I Ching, se mira las uñas negras sobre el regazo y dice:

—Ostra, lo que has hecho está mal.

Ostra mete la mano en el coche, sobre el asiento trasero y en dirección a ella, su mano roja y coagulada, y dice:

—Zarzamora, a pesar de todas tus buenas intenciones herbales, este viaje no va a funcionar. —Y dice—: Ven conmigo.

Mona aprieta los dientes, gira la cara bruscamente para mirarlo y dice:

—Tiraste mi libro de oficios indios —dice ella—. Ese libro era muy importante para mí.

Hay gente que todavía piensa que el conocimiento es poder.

—Zarzamora, cariño —dice Ostra, y le acaricia el pelo, y el pelo se le pega a la mano ensangrentada. Le pasa un manojo de pelo por detrás de la oreja y dice—: Ese libro estaba hecho un lío.

—Muy bien —dice Mona, y se aleja y se cruza de brazos.

Y Ostra dice:

—Muy bien. —Y cierra la portezuela del coche. Su mano deja una huella ensangrentada en la ventanilla.

Con las manos rojas levantadas a los costados, Ostra se aleja del coche. Niega con la cabeza y dice:

—Olvidadme. Soy solamente otro de los cocodrilos de Dios que podéis tirar por el retrete.

Helen pone el coche en marcha. Toca un botón y la portezuela de Ostra se cierra con cerrojo.

Y desde fuera del coche cerrado con cerrojo, amortiguado y borroso, Ostra grita:

—Podéis tirarme por el retrete, pero seguiré comiendo mierda. —Y grita—: Y seguiré creciendo.

Helen pone el intermitente y entra en el carril del tráfico.

—Podéis olvidarme —grita Ostra. Grita con su cara roja de diablo, con sus dientes grandes y blancos—: Pero eso no quiere decir que deje de existir.

Por la razón que sea, me viene a la cabeza la primera lagarta que salió volando por una ventana en Medford, Massachusetts, en 1860.

Y conduciendo, Helen se toca el ojo con un dedo, y cuando vuelve a poner la mano en el volante, el guante está de color marrón oscuro. Mojado. Y para bien o para mal. Para mejor o para peor. Esta es su vida.

Mona se tapa la cara con las manos y empieza a sollozar.

Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres... y enciendo la radio.

32

El nombre de la ciudad en el mapa es Stone River. Stone River, Nebraska. Pero cuando el Sargento y yo llegamos, encima del letrero a la entrada de la ciudad han pintado «Shivapuram».

Nebraska.

17.000 habitantes.

En medio de la calle, a horcajadas sobre la línea discontinua del centro de la calzada, hay una vaca marrón y blanca que tenemos que esquivar. La vaca continúa rumiando y ni se inmuta.

El centro urbano son dos manzanas de edificios de ladrillo rojo. Una señal luminosa amarilla parpadea por encima de la intersección principal. Hay una vaca negra rascándose el costado contra el poste metálico de una señal de stop. Una vaca blanca come zinnias delante de una jardinera enfrente de la oficina de correos. Hay otra vaca tumbada, bloqueando la acera delante de la comisaría.

Huele a curry y a pachulí. El ayudante del sheriff lleva sandalias. El ayudante del sheriff, el cartero, la camarera de la cafetería, el camarero de la taberna, todos llevan un punto negro pegado entre los ojos. Un bindi.

—Diantres —dice el Sargento—. La ciudad entera se ha vuelto hindú.

De acuerdo con el Psychic Wonders Bulletin de esta semana, todo esto se debe a la Vaca Judas Parlante.

En cualquier matadero, el truco es engañar a las vacas para que suban por el pasadizo que lleva al degolladero. Las vacas traídas de granjas en camiones están confusas y tienen miedo. Después de horas enteras o días enteros apretujadas en camiones, deshidratadas y sin dormir en todo el viaje, las vacas son embutidas con otras vacas en el comedero de delante del matadero.

La forma de hacer que suban por el pasadizo es mandar a la Vaca Judas. Así es como se llama realmente esa vaca. Es una vaca que vive en el matadero. Se mezcla con las vacas condenadas y las lleva por el pasadizo hasta el degolladero. Las vacas amedrentadas y asustadas nunca entrarían si no fuera porque la Vaca Judas va primero.

En el último momento antes de que caiga el hacha o el cuchillo o el perno metálico sobre su cabeza, en ese último momento la Vaca Judas se aparta. Sobrevive para llevar otro rebaño a la muerte. Se pasa la vida entera haciéndolo.

Hasta que un día, de acuerdo con el Psychic Wonders Bulletin, la Vaca Judas de la planta cárnica de Stone River dejó de hacerlo.

La Vaca Judas se plantó en el umbral del degolladero. Se negó a apartarse y a enviar a la muerte al rebaño que la seguía. Con todo el personal del matadero mirando, la Vaca Judas se sentó sobre sus patas traseras, como se sientan los perros, se sentó allí en el umbral y miró a todo el mundo con sus ojos marrones y habló.

La Vaca Judas habló.

Dijo:

—Rechazad vuestros hábitos carnívoros.

La vaca hablaba con la voz de una mujer joven. Las vacas que hacían cola detrás cambiaron el peso de unas patas a otras, esperando.

El personal del matadero se quedó boquiabierto tan deprisa que se les cayeron los cigarrillos al suelo ensangrentado. Un hombre se tragó su tabaco de mascar. Una mujer se tapó la boca con los dedos y gritó.

La Vaca Judas, sentada allí, levantó una pata para señalar con su pezuña al personal y dijo:

—El camino al moksha no pasa por el dolor y el sufrimiento de otras criaturas.

Moksha, dice el Psychic Wonders Bulletin, es una palabra en sánscrito que quiere decir «redención», el final del ciclo kármico de la reencarnación.

La Vaca Judas se pasó la tarde hablando. Dijo que los seres humanos habían destruido todo el mundo natural. Dijo que la humanidad tenía que parar de exterminar a otras especies. Que los hombres debían limitar su número, crear un sistema de cuotas que permitiera que solamente un pequeño porcentaje de los seres del planeta fueran humanos. Que los humanos podían vivir como quisieran con tal de que no fueran la mayoría.

Les enseñó una canción hindú. La vaca hizo que todo el personal cantara con ella mientras meneaba la pezuña de un lado para otro al compás de la canción.

La vaca contestó a todas sus preguntas sobre la naturaleza de la vida y la muerte.

La Vaca Judas siguió y siguió perorando.

Ahora, aquí y ahora, el Sargento y yo, llegamos tarde. Seguimos cazando brujas. Examinamos a todas las vacas que soltaron aquel día de la planta cárnica. La planta está vacía y en silencio a las afueras de la ciudad. Alguien está pintando de rosa el edificio de cemento. Convirtiéndolo en un ashram. Han plantado verduras en el comedero.

La Vaca Judas no ha vuelto a decir una palabra desde entonces. Se come la hierba de los jardines de la gente. Se bebe el agua de las pilas para pájaros. La gente le cuelga guirnaldas de margaritas del cuello.

—Están usando el hechizo de ocupación —dice el Sargento.

Estamos detenidos en la calle, esperando a que un puerco enorme y lento cruce por delante de nuestro coche. Hay más cerdos y pollos a la sombra del toldo de la tienda de herramientas.

El hechizo de ocupación permite a uno proyectar su consciencia en el cuerpo físico de otro ser.

Lo miro, fijamente, y le pregunto si no es la sartén que le dijo al cazo: Retírate que me tiznas.

—Animales, gente —dice el Sargento—. Te puedes meter en cualquier clase de cuerpo vivo.

Y yo le digo: Sí, cuéntamelo a mí.

Pasamos por delante del hombre que está pintando de rosa el ashram, y el Sargento dice:

—Si quieres saber mi opinión, la reencarnación es simplemente otra forma de la postergación.

Y yo le digo que sí, que sí. Que esa ya me la ha contado.

El Sargento extiende la mano arrugada y con manchas de un lado a otro del asiento delantero y la pone sobre la mía. Tiene el dorso de la mano cubierto de pelos canos. Tiene los dedos fríos de tenerlos sobre su pistola. El Sargento me estruja la mano y dice:

—¿Todavía me quieres?

Le pregunto si tengo alguna opción.

33

Las multitudes se apelotonan a nuestro alrededor, las mujeres con tops sin espalda y los hombres con sombreros de cowboy. La gente come manzanas al caramelo y granizados en conos de papel. Hay polvo por todas partes. Alguien le pisa el pie a Helen, ella lo aparta y dice:

—He descubierto que no importa cuánta gente mate, nunca es suficiente.

Yo le digo que no hablemos de trabajo.

El suelo está surcado de cables negros y gruesos. En la oscuridad más allá de las luces los motores queman diésel para generar electricidad. Huele a diésel y a comida frita y a vómito y a azúcar glaseado.

Hoy en día esto es lo que te venden como diversión.

Un grito pasa volando a nuestro lado. Y un vislumbre de Mona. Se trata de una atracción de feria con un letrero brillante de neón que dice: «El pulpo». Brazos negros de metal, como rayos de rueda torcidos, giran alrededor de un cubo. Al mismo tiempo, suben y bajan en picado. Al final de cada brazo hay un asiento, y cada asiento gira sobre su propio cubo. El grito pasa volando otra vez, junto con una especie de estandarte de pelo rojo y negro. Sus cadenas plateadas y amuletos salen proyectados de un lado del cuello de Mona. Tiene las dos manos agarradas a la barra de seguridad cerrada sobre su regazo.

Las ruinas de la civilización occidental, los torreones y las torres y las chimeneas, salen volando del pelo de Mona. Una moneda del I Ching pasa como una bala a nuestro lado.

Helen la mira y dice:

—Supongo que Mona ha conseguido su hechizo de vuelo.

Mi busca empieza a sonar otra vez. Es el mismo número del detective de policía. Un nuevo salvador me sigue los talones.

Cuanta más gente muere, menos cambian las cosas.

Apago el busca.

Y mirando cómo Mona pasa gritando, Helen dice:

—¿Malas noticias?

Le digo que no es nada importante.

Con sus zapatos de color rosa y tacón alto, Helen rebusca en el barro y el serrín, pisando los cables eléctricos negros.

Yo extiendo la mano y le digo:

—Agárrese.

Ella la coge. Y yo no la suelto. Y a ella no parece importarle. Y caminamos cogidos de la mano. Y es agradable.

Solamente le quedan unos pocos anillos grandes, así que no es tan doloroso como puede parecer.

Las atracciones de feria pasan volando a nuestro alrededor, luces blancas como diamantes, verdes como esmeraldas, rojas como rubíes, azules como turquesas y como zafiros, amarillas como limones, anaranjadas como el color miel del ámbar. Sale música rock de altavoces instalados en postes por todas partes.

Estos rockadictos. Estos silenciofóbicos.

Le pregunto a Helen cuándo fue la última vez que se subió a una rueda gigante.

Por todas partes hay hombres y mujeres cogidos de la mano, besándose. Se dan de comer entre ellos trozos de algodón de azúcar rosa. Caminan unos al lado de los otros, cada uno con la mano embutida en el bolsillo trasero de los vaqueros ajustados del otro.

Helen mira la multitud y dice:

—No se lo tome a mal, pero ¿cuándo fue la última vez para usted?

¿La última vez de qué?

—Ya sabe.

No estoy seguro de que mi última vez cuente, pero debe de hacer dieciocho años.

Y Helen sonríe y dice:

—No me extraña que ande así de raro —dice—. Yo ya llevo más de veinte años desde John.

En el suelo, en medio del serrín y los cables, hay una página arrugada de periódico. Un anuncio a tres columnas dice:

ATENCIÓN, CLIENTES DE LA AGENCIA INMOBILIARIA HELEN BOYLE

El anuncio dice:

«¿Le han vendido una casa encantada? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».

Luego el número del teléfono móvil de Ostra. Luego digo: Por favor, Helen, ¿por qué le contó esa historia?

Helen mira el anuncio del periódico. Con el zapato de color rosa lo hunde en el barro y dice:

—Por la misma razón por la que no lo maté. A veces podía ser encantador.

Al lado del anuncio, cubierta de barro, hay la foto de otra modelo muerta.

Helen mira la rueda gigante, un anillo de tubos fluorescentes rojos y blancos que sostienen asientos que se balancean llenos de gente. Helen dice:

—Esa parece practicable.

Un hombre detiene la rueda y todas las cabinas se colocan en un sitio mientras Helen y yo nos sentamos en el cojín de plástico rojo y el hombre nos coloca una barra de seguridad y nos la cierra encima de las piernas. Retrocede y acciona una palanca y el enorme motor diésel arranca. La rueda gigante experimenta una sacudida como si estuviera rodando hacia atrás y Helen y yo subimos a la oscuridad.

A medio ascenso hacia la noche, la rueda se detiene con una sacudida. Nuestro asiento se balancea y Helen se agarra con fuerza a la barra de seguridad. Un diamante solitario se le suelta del dedo y cae lanzando destellos por entre los puntales y las luces, por entre los colores y las caras, hasta los mecanismos de la máquina.

Helen se lo queda mirando y dice:

—Vaya, ese costaba unos treinta y cinco mil dólares.

Le digo que tal vez no le pase nada. Es un diamante.

Y Helen dice que ese es el problema. Que las piedras preciosas son las cosas más duras de la tierra, pero que a pesar de todo se rompen. Pueden soportar presión constante, pero un impacto repentino y brusco puede hacerlas polvo.

Por el suelo de la avenida, Mona aparece corriendo por el suelo de serrín y se queda debajo de nosotros, agitando los dos brazos. Salta sin moverse del sitio y grita:

—¡Yujuuu! ¡Eh, Helen!

La rueda experimenta una sacudida y arranca otra vez. El asiento se inclina y el bolso de Helen empieza a caerse pero ella lo agarra a tiempo. La piedra gris sigue en su interior. El regalo del aquelarre de Ostra. En lugar del bolso, lo que se le cae del asiento es la agenda, y empieza revolotear por el aire, hasta aterrizar sobre el serrín. Mona corre y lo recoge.

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