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Authors: Chuck Palahniuk

Nana (24 page)

Con el pincelito y el pegamento, junto chimeneas y claraboyas y cúpulas geodésicas y minaretes. Acueductos románicos unidos a buhardillas art déco unidas a fumaderos de opio unidas a tabernas del Salvaje Oeste unidas a montañas rusas unidas a bibliotecas de pueblo unidas a casas de urbanización unidas a salas de conferencias de universidades.

Después de semanas en la carretera con Mona y Helen, me había olvidado de lo importante que era la perfección.

En mi ordenador, hay un borrador del artículo sobre la muerte en la cuna. El último capítulo. Es la clase de historia que todos los padres y abuelos tienen demasiado miedo para leer y demasiado miedo para no leer. La verdad es que no hay información nueva. La idea era mostrar cómo la gente sale adelante. Cómo la gente sigue con sus vidas. Podemos mostrar el pozo interior profundo de fuerza y de compasión que toda esa gente descubre. Ese es el enfoque.

Lo único que sabemos sobre la muerte súbita infantil es que no hay elementos recurrentes. Un bebé puede morir en brazos de su madre.

El artículo está sin terminar.

La mejor manera de echar a perder tu vida es tomar notas. La forma más fácil de evitar vivir es limitarte a mirar. Buscar detalles. Informar. No participar. Dejar que el Gran Hermano cante y baile para ti. Ser un reportero. Ser un buen testigo. Un miembro agradecido del público.

En la radio, los valses se unen al punk que se une al rock que se une al rap que se une a los cantos gregorianos que se une a la música de cámara. En la televisión alguien está enseñando cómo cocer salmón a fuego lento. Alguien está demostrando por qué se hundió el
Bismarck.

Uno con pegamento ventanas en saliente y bóvedas de arista y bóvedas de cañón y arquitrabes georgianos y escalinatas y ventanas en triforio y suelos de mosaico y muros de cerramiento de acero y tejados a dos aguas con las vigas al descubierto y pilastras jónicas.

En la radio suena música de percusión africana y canciones de amor francesas, todo mezclado. En el suelo delante de mí hay pagodas chinas y haciendas mexicanas y casas coloniales de Cape Cod, todo combinado. En la televisión, un golfista golpea la bola. Una mujer gana diez mil dólares por saberse la primera línea de la Declaración de Gettysburg.

La primera casa que monté era una casa de cuatro pisos con mansarda y dos escalinatas, una delantera para uso de la familia y otra trasera para el servicio. Tenía lámparas de araña metálicas y de cristal que se conectaban con bombillitas. Tenía un suelo de parquet en el comedor que tardé seis semanas en cortar y pegar pieza a pieza. Tenía un techo en la sala de música donde mi mujer, Gina, pintó nubes y ángeles, noche tras noche, quedándose despierta hasta tarde. Tenía una chimenea en el comedor con un fuego que hice con cristal tallado y una lucecita parpadeante detrás. Montamos la mesa con platitos diminutos y Gina se quedó hasta tarde por las noches, pintando risas en los bordes de cada plato. Estar juntos, aquellas noches, sin televisión ni radio, con Katrin durmiendo, parecía tan importante por entonces. Eran las dos personas de la foto de bodas. La casa era el regalo del segundo cumpleaños de Katrin. Todo tenía que ser perfecto. Tenía que ser algo que demostrara nuestra inteligencia y nuestro talento. Una obra maestra que nos sobreviviera.

El olor a naranjas con gasolina del pegamento se mezcla con el olor a mierda. En el pegamento que tengo en los dedos de las manos hay ventanales y porches y aparatos de aire acondicionado. Hay torniquetes pegados a mi camisa y escaleras mecánicas y árboles, y enciendo la radio.

Tanto trabajo y amor y esfuerzo y tiempo, mi vida, todo echado a perder. Todo lo que confiaba en que me sobreviviría lo he destruido.

Aquella tarde en que regresé a casa del trabajo y las encontré, dejé la comida en la nevera. Dejé la ropa en el armario. La tarde en que volví a casa y descubrí lo que había hecho, aquella tarde destruí mi primera casa. Una heredad sin heredero. Las lamparitas de araña y el fuego de cristal y los platitos. Fui dejando un rastro de puertecitas y estanterías y sillas y ventanas y sangre, pegadas a mis zapatos, hasta el aeropuerto.

Allí terminó mi rastro.

Y aquí sentado, se me han acabado las piezas. Las paredes y los techos y las barandillas. Y lo que hay pegado en el suelo delante de mí es un puñetero desastre. No es perfecto ni está entero, pero es lo que he hecho con mi vida. Correcto o no, no sigue ningún plan maestro.

Lo único que se puede hacer es esperar que aparezcan detalles recurrentes, y a veces nunca aparecen.

Con todo, aunque se tenga un plan, solamente se puede conseguir lo mejor que uno imagina. Y siempre esperé algo mejor que eso.

En la radio suena una ráfaga de cuernos, el pitido de un teletipo, y una voz de hombre dice que han encontrado a otra modelo muerta. La televisión muestra una foto de ella sonriendo. Han detenido a otro novio sospechoso. Otra autopsia muestra señales de relaciones sexuales post mórtem.

Mi busca empieza a sonar otra vez. El número de mi busca es mi nuevo salvador.

Con las manos atiborradas de persianas y puertas, recojo el teléfono. Con los dedos llenos de tuberías y canalones, marco un número que no puedo olvidar.

Un hombre contesta.

Y yo digo: Papá. Le digo: Soy yo, papá.

Le cuento dónde estoy viviendo. Le digo el nombre que uso ahora. Le digo dónde trabajo. Le digo que sé lo que parece, por la forma en que murieron Gina y Katrin, pero que yo no lo hice. Que simplemente me escapé.

Me dice que ya lo sabe. Que ha visto la foto de boda en el periódico de hoy. Que sabe quién soy ahora.

Hace un par de semanas, pasé con el coche por delante de su casa. Le digo que lo vi a él y a mamá trabajando en el jardín. Yo estaba aparcado en la misma calle, debajo de un cerezo en flor. Mi coche, el coche de Helen, cubierto de pétalos de color rosa. Le digo que tanto él como mamá tenían buen aspecto.

Le digo que yo también lo he echado de menos. Que yo también le quiero. Le digo que estoy bien.

Le digo que no sé qué hacer. Pero le digo que todo va a ir bien.

Después, me quedo escuchando. Espero a que termine de llorar para decir que lo siento.

37

Gartoller Estate bajo la luz de la luna, una casa estilo georgiano de ocho dormitorios con siete cuartos de baño y cuatro chimeneas, está toda vacía y blanca. Cada paso por los suelos pulidos arranca ecos. La casa está a oscuras sin lámparas. Está fría sin muebles o alfombras.

—Aquí —dice Helen—, Podemos hacerlo aquí, donde nadie nos vea. —Pulsa un interruptor a la entrada de una habitación.

El techo es tan alto que podría ser el cielo. La luz de una araña en lo alto, del tamaño de un globo atmosférico de cristal, convierte las ventanas altas en espejos. La luz proyecta nuestras sombras a nuestras espaldas sobre el suelo de madera. Es el salón de baile de ciento cincuenta metros cuadrados.

Me he quedado sin trabajo. La policía me busca. Mi apartamento apesta. Mi foto está a página entera en el periódico. Me he pasado el día escondido en los matorrales junto a la puerta principal, esperando a que cayera la noche. A que Helen Hoover Boyle me dijera qué era lo que tenía en la cabeza.

Lleva el grimorio debajo del brazo. Con las páginas manchadas de púrpura y de rosa. Lo abre en las manos y me enseña un conjuro, las palabras inglesas escritas en tinta negra debajo del galimatías extranjero del original.

—Dilo —dice ella.

¿El conjuro?

—Léelo en voz alta.

Y le pregunto qué efecto tiene.

Y Helen dice:

—Tú mira la lámpara de araña.

Empieza a leerlo, en tono apagado y monótono, como si estuviera contando, como si fueran números. Empieza a leer y su bolso se eleva desde donde cuelga a la altura de su cintura y empieza a flotar. Su bolso flota hacia arriba hasta quedar sujeto a ella por la correa del asa, flotando sobre su cabeza como si fuera un globo rojo.

Helen continúa leyendo y mi corbata empieza a flotar delante de mí. Se eleva como una serpiente saliendo de una cesta y me acaricia la nariz. El dobladillo de la falda de Helen empieza a subir y ella se lo agarra y lo mantiene quieto, con una mano, entre las piernas. Sigue leyendo y los cordones de mis zapatos bailan en el aire. Sus pendientes, de perlas y esmeraldas, flotan junto a sus oídos. Su collar de perlas flota frente a su cara. Flota sobre su cabeza, como un halo de perlas.

Helen levanta la vista para mirarme y sigue leyendo.

Mi chaqueta deportiva flota por debajo de mis brazos. Helen se está volviendo más alta. Sus ojos están al nivel de mis ojos. Luego la miro desde abajo. Sus pies flotan, con los dedos hacia abajo, suspendidos sobre el suelo. Un zapato amarillo se le cae, luego el otro, y chocan contra el suelo.

Con la voz todavía monótona y sin inflexiones, Helen me mira y sonríe.

Luego uno de mis pies no toca el suelo. Mi otro pie pierde contacto y doy una patada de la forma en que lo hace uno cuando está en aguas profundas, intentando encontrar el fondo de la piscina. Extiendo los brazos para agarrarme a algo. Doy una patada y los pies me salen despedidos hacia atrás hasta que estoy mirando boca abajo al suelo del salón de baile debajo de nosotros, a un metro, uno y medio, dos metros debajo de mí. Mi sombra y yo nos vamos separando cada vez más.

Helen dice:

—Cuidado, Carl.

Y algo frío y quebradizo me rodea. Piezas afiladas de algo flojo me envuelven el cuello y se me enganchan en el pelo.

—Es la lámpara de araña, Carl —dice Helen—, Ten cuidado.

Con el culo enterrado en medio de las cuentas y los fragmentos de cristal, quedo envuelto en un pulpo tembloroso y tintineante. En los brazos fríos de cristal y las velas falsas. Con los brazos y piernas enredados en las tiras colgantes de cadenas de cristal. En las pesas de cristal polvoriento. En las telarañas y las arañas muertas. Una bombilla caliente me quema a través de la manga. A esta altura del suelo, me entra el pánico y me agarro de un brazo de cristal que cae en picado, y todo el enredo destellante se balancea y tiembla, haciendo un ruido de campanillas. Piezas brillantes caen al suelo con ruido de cristales. Todo el armatoste conmigo dentro se balancea de un lado para otro.

Y Helen dice:

—Para. Te lo vas a cargar.

Luego está a mi lado, flotando justo detrás de una cortina resplandeciente de cuentas de cristal. Sus labios articulan palabras en silencio. Las uñas de color rosa de Helen apartan las cuentas y aparece sonriente. Me dice:

—Primero vamos a ponerte en la dirección correcta.

Ya no lleva el libro, aparta la lámpara a un lado y avanza nadando en mi dirección.

Yo estoy agarrado a un brazo de la araña con las dos manos. El millón de piececitas parpadeantes se estremecen con cada latido de mi corazón.

—Imagínate que estás bajo el agua —dice, y me desata el zapato. Me lo quita del pie y lo deja caer. Con las manos manchadas, me quita el otro zapato y el primero golpea el suelo con estrépito—. Ven —dice, y me pasa los brazos por debajo de los míos—. Quítate la chaqueta.

Deja caer mi chaqueta fuera de la lámpara. Luego mi corbata. Se quita su chaqueta y la deja caer. A nuestro alrededor, la lámpara es un millón de arco iris destellantes de cristal emplomado. Recalentados por un centenar de bombillas diminutas. El olor a polvo quemado de todas esas bombillas calientes. Todo centelleando y temblando, y nosotros flotando en su centro vacío.

Estamos flotando en medio de nada más que luz y calor.

Helen articula sus palabras en silencio y mi corazón se siente lleno de agua caliente.

Los pendientes de Helen y todas sus joyas brillan intensamente. Lo único que se oye es el campanilleo a nuestro alrededor. Nos balanceamos cada vez más y empiezo a soltarme. Un millón de estrellas tintineantes nos rodean, así es como se debe de sentir Dios.

Y esta es mi vida también.

Le digo que necesito un sitio donde quedarme. Donde esconderme de la policía. No sé qué hacer ahora.

Helen me tiende su mano y me dice:

—Ten.

Yo se la cojo. Y ella no la suelta. Y nos besamos. Y es agradable.

Y Helen dice:

—Por ahora, puedes quedarte aquí. —Golpea con una uña de color rosa una bola de cristal reluciente, tallada y esculpida para proyectar la luz en mil direcciones distintas. Y dice—: A partir de ahora podemos hacer lo que queramos. —Y dice—: Lo que sea.

Nos besamos y me quita los calcetines con los dedos de los pies. Nos besamos y le desabrocho los botones de la parte de atrás de la blusa. Mis calcetines, su blusa, mi camisa, sus medias. Algunas cosas caen al suelo lejano. Otras se enredan y se quedan colgando de la parte inferior de la lámpara.

Mi pie infectado e hinchado, las costras de las rodillas de Helen causadas por el ataque de Ostra, no hay forma de esconder estas cosas el uno del otro.

Ya hace veinte años, pero aquí estoy, en un sitio donde nunca soñé que volvería a estar, y le digo que me estoy enamorando.

Y Helen, cálida y brillando en este centro de luz, sonríe, echa la cabeza atrás y dice:

—Esa es la idea.

Estoy enamorado de ella. Enamorado. De Helen Hoover Boyle.

Mis pantalones y su falda caen revoloteando al montón, los cristales caídos, nuestros zapatos, todo está en el suelo con el grimorio.

38

Las puertas de las oficinas de la Inmobiliaria Helen Boyle están cerradas, y cuando llamo, Mona grita a través del cristal:

—No está abierto.

Y yo grito que no soy un cliente.

Dentro, la encuentro sentada ante su ordenador, tecleando algo. Cada dos golpes a las teclas, Mona levanta la vista del teclado a la pantalla. En letras enormes en lo alto de la pantalla pone: «Currículum vitae».

El escáner de la policía emite un código nueve-doce.

Sin dejar de teclear, Mona dice:

—No sé por qué no debería denunciarlo a usted por agresión.

Tal vez porque Helen y yo le importamos, le digo.

Y Mona dice:

—No, no es por eso.

Tal vez no va a tocar el silbato porque todavía quiere el grimorio.

Y Mona no dice nada. Se gira en su silla y se levanta un lado de su blusa de campesina. La piel sobre sus costillas está llena de manchas purpúreas.

Amor severo.

A través de la puerta del despacho de Helen, Helen grita:

—Dime un sinónimo de «atormentado».

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