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Authors: Chuck Palahniuk

Nana (26 page)

Urgencias médicas, digo.

—¿Dónde se encuentra? —dice la voz.

Y le digo la dirección del bar en la Tercera avenida donde Nash y yo nos encontramos, el bar cerca del hospital.

—¿Y cuál es la naturaleza de su emergencia médica?

Cuarenta cheerleaders profesionales con agotamiento por calor. Un equipo de voleibol femenino necesitado de boca a boca. Un equipo de modelos necesitadas de exámenes mamarios. Le digo que si tienen a un técnico en emergencias médicas llamado John Nash, que lo envíen a él. Le digo que si no lo encuentran a él, que ni se molesten.

Helen recupera el teléfono. Me mira, parpadea una vez, dos veces, tres veces, despacio, y dice:

—¿Qué estás tramando?

Lo que me queda, tal vez la única forma de encontrar la felicidad, es hacer las cosas que no quiero hacer. Detener a Nash. Confesar a la policía. Aceptar mi castigo.

Necesito rebelarme contra mí mismo.

Es lo contrario de perseguir tu dicha. Necesito hacer lo que más temo.

40

Nash se está comiendo un cuenco de chiles. Está en una mesa del fondo del bar de la Tercera avenida. El barman está tirado sobre la barra, con los brazos colgando sobre los taburetes. Hay dos hombres y dos mujeres boca abajo sobre una mesa de un reservado. Sus cigarrillos arden todavía en un cenicero, a medio consumir. Otro hombre fuera de combate en el umbral de los lavabos. Otro hombre muerto, extendido sobre la mesa de billar, con el taco todavía en las manos. Detrás de la barra, una radio emite estática en la cocina. Alguien con un delantal grasiento está caído boca abajo sobre la parrilla entre las hamburguesas, con la parrilla chisporroteando y humeando y el humo dulce y grasiento de la cara del tipo elevándose hasta el techo.

La vela de la mesa de Nash es la única luz en todo el local.

Y Nash levanta la vista, con la boca llena de chile rojo, y dice:

—Pensé que le gustaría tener un poco de intimidad.

Lleva su uniforme blanco. Un cadáver cercano lleva el mismo uniforme.

—Mi compañero —dice Nash, señalando al cuerpo. Señala con la cabeza y su coleta, la pequeña palmera negra, se sacude en lo alto de su cabeza. Manchas de chile rojo se le escurren por la pechera de su uniforme. Nash dice—: Hacía tiempo que tenía ganas de sacrificarlo.

Detrás de mí, la puerta de la calle se abre y un hombre entra. Se queda parado, mirando. Agita una mano para dispersar el humo y mira a su alrededor y dice:

—¿Qué coño es esto?

La puerta de la calle se cierra a su espalda.

Y Nash hunde la barbilla y se mete dos dedos en el bolsillo de la pechera. Saca una tarjeta blanca manchada de comida amarilla y roja y lee la canción sacrificial, con palabras monótonas y sin inflexiones, como alguien que cuenta en voz alta. Como Helen.

El hombre del umbral pone los ojos en blanco. Se le doblan las rodillas y se desploma de lado.

Yo me quedo allí.

Nash se mete la tarjeta en el bolsillo otra vez y dice:

—¿Por dónde íbamos?

Le pregunto dónde encontró el poema.

Y Nash dice:

—Adivínelo —dice—. Lo saqué del único sitio en donde usted no puede destruirlo.

Coge su botella de cerveza y me señala con el largo cuello y me dice:

—Piense —dice—. Piense de verdad.

El libro,
Poemas y rimas del mundo entero
, siempre estará a merced de que alguien lo encuentre. Escondido a plena vista. Solamente en un sitio, dice él. De donde nunca se puede sacar.

Por alguna razón me viene a la cabeza la cebadilla. Y los mejillones cebra. Y Ostra.

Nash da un trago de cerveza y dice:

—Piense de verdad.

Le digo que lo que está haciendo, lo de matar a las modelos, no está bien.

Y Nash dice:

—¿Se rinde?

Tiene que darse cuenta de que tener relaciones sexuales con mujeres muertas está mal.

Nash coge su cuchara y dice:

—En la Biblioteca del Congreso. Dónde va a ser. Gracias al dinero de nuestros impuestos.

Mierda.

Hunde la cuchara en el cuenco de chiles. Se mete la cuchara en la boca y dice:

—Y no me dé sermones sobre lo perversa que es la necrofilia. —Y dice—: Es usted la última persona que puede dar ese sermón. —Con la boca llena de chiles, Nash dice—: Sé quién es usted.

Traga y dice:

—Todavía lo buscan para interrogarlo.

Se lame el chile que le mancha los labios y dice:

—Vi el certificado de defunción de su esposa. —Sonríe y dice—: ¿Señales de relaciones sexuales post mórtem?

Nash señala una silla vacía y me siento en ella.

—No me niegue... —Se inclina sobre la mesa y dice—: No me niegue que fueron las mejores relaciones sexuales que tuvo usted nunca.

Le digo que se calle.

—No puede matarme usted —dice Nash—, Mete un puñado de galletas saladas en su cuenco y dice—: Usted y yo somos exactamente iguales.

Yo le digo que aquello fue distinto. Que era mi mujer.

—Fuera o no su mujer —dice Nash—. Muerta quiere decir muerta. Sigue siendo necrofilia.

Nash clava la cuchara en las galletas y el chile rojo y dice:

—Matarme a mí sería lo mismo que matarse a usted mismo.

Le digo que se calle.

—Relájese —dice—. No le he dicho a nadie una palabra de esto. —Nash mastica un bocado de galletas saladas y chile rojo—. Eso habría sido estúpido —dice—. Quiero decir, piénselo. —Y se mete más chile en la boca—. Lo único que tienen que hacer es leerlo, y no necesito competencia.

Imperfecto y desmadrado, así es el mundo en el que vivo. Tan lejos como estoy de Dios, esta es la gente con la que me he quedado. Todo el mundo a la caza del poder. Mona y Helen y Nash y Ostra. La única gente que me conoce me odia. Todos nos odiamos entre nosotros. Todos nos tememos entre nosotros. El mundo entero es mi enemigo.

—Usted y yo —dice Nash— no podemos confiar en nadie.

Bienvenidos al infierno.

Si Mona tiene razón, cuando habla con las palabras de Karl Marx, entonces matar a Nash significaría salvarlo. Devolverlo a Dios. Conectarlo con la humanidad para resolver sus pecados.

Mi mirada encuentra la suya y los labios de Nash empiezan a moverse. Su aliento no huele a nada más que a chile.

Está recitando la canción sacrificial. Ladrándola como un perro, dice cada palabra con tanta furia que le salen burbujas de chile de la boca. Salen despedidas gotas rojas. Se detiene y se busca en el bolsillo de la pechera. Mete la mano para encontrar la tarjeta. La sostiene con dos dedos y empieza a leer. La tarjeta está tan sucia que la frota en el mantel y empieza a leer de nuevo.

Suena profunda y poderosa. Es el sonido de la condenación.

Mis ojos se relajan y el mundo se difumina hasta volverse gris. Todos mis músculos se distienden. Se me ponen los ojos en blanco y se me empiezan a doblar las rodillas.

Así es como se siente uno al morir. Al ser salvado.

Pero para entonces, matar ya es un reflejo. Es la forma en que lo soluciono todo.

Se me doblan las rodillas y caigo al suelo en tres momentos, el culo, la espalda y la cabeza.

Tan deprisa como un eructo, como un estornudo, como un bostezo, desde lo más profundo de mí, la canción sacrificial me viene a la cabeza. El barril de pólvora de todos mis rollos sin resolver, que nunca me falla.

Vuelven a aparecer formas en el gris. Tumbado de espaldas en el suelo del bar, veo el humo gris grasiento flotar bajo el techo. Todavía se oye la cara del tipo friéndose.

Los dos dedos de Nash dejan caer la tarjeta sobre la mesa. Se le ponen los ojos en blanco. Se le sacuden los hombros y su cara aterriza en el cuenco de chile. Salen gotas rojas despedidas en todas direcciones. El fardo de su cuerpo enfundado en su uniforme blanco sufre una convulsión y Nash cae al suelo a mi lado. Sus ojos mirando a los míos. Su cara manchada de chile. Su coleta, la pequeña palmera negra en su coronilla, se ha soltado, y las correas de cabello negro caen sueltas sobre su frente y sus mejillas.

Él está salvado, pero yo no.

Con el humo grasiento flotando encima de mí, la parrilla chisporroteando y crepitando, recojo la tarjeta de Nash del suelo. La sostengo sobre la vela de la mesa, añadiendo humo al humo, y me quedo mirando cómo arde.

Una sirena se dispara, la alarma de incendios, tan fuerte que no me oigo a mí mismo pensar. Como si alguna vez pensara. La sirena me llena. Gran Hermano. Me ocupa la mente igual que un ejército ocupa una ciudad. Mientras permanezco sentado esperando a que la policía me salve. A que me lleven con Dios y me reúnan con la humanidad, la sirena aúlla, ahogándolo todo. Y yo me alegro.

41

Esto es después de que la policía me lea mis derechos. Después de que me esposen las manos detrás de la espalda y me lleven en coche a la comisaría. Esto es después de que el primer policía llegue al escenario, vea los cadáveres y diga:

—Jesucristo bendito.

Después de que los enfermeros saquen al cocinero muerto de la parrilla, le echen un vistazo a su cara frita y se vomiten en las manos. Esto es después de que la policía me conceda mi única llamada telefónica y yo llame a Helen y le diga que lo siento pero que se ha acabado. Y de que Helen me diga:

—No te preocupes. Yo te salvaré.

Después de que me tomen las huellas dactilares y me hagan la foto policial. Después de que me confisquen la cartera y las llaves y el reloj. De que pongan mi ropa, mi chaqueta deportiva marrón y mi corbata azul en una bolsa de plástico marcada con mi nuevo número de criminal. Después de que la policía me acompañe por un pasillo frío de bloques de hormigón, desnudo, hasta una sala de cemento frío. Después de que me dejen a solas con un viejo funcionario fornido, con el pelo al rape y las manos del tamaño de guantes de béisbol. A solas en una sala sin nada más que una mesa, la bolsa con mi ropa y un frasco de vaselina.

Después de quedarme a solas con ese viejo buey entrecano, se pone un guante de látex y dice:

—Por favor, gírese hacia la pared, inclínese y use las manos para separarse las nalgas.

Yo pregunto: ¿Qué?

Y ese gigante de ceño fruncido mete dos dedos enguantados en el frasco de vaselina, los remueve y dice:

—Inspección de cavidades corporales —dice—. Ahora gírese.

Y cuento uno, cuento dos, cuento tres...

Y me giro. Y me inclino. Me agarro una nalga con cada mano y las separo.

Cuento cuatro, cuento cinco, cuento seis...

Yo y mi suspenso en ética. Igual que Waltraud Wagner y Jeffrey Dahmer y Ted Bundy, soy un asesino en serie y así es como empieza mi castigo. Prueba de mi libre albedrío. Este es mi camino a la salvación.

Y la voz del poli, ronca y oliendo a cigarrillos, dice:

—Procedimiento convencional para todos los detenidos considerados peligrosos.

Y cuento siete, cuento ocho, cuento nueve...

Y el poli dice con voz ronca:

—Va a sentir una ligera presión, así que relájese.

Y yo cuento diez, cuento once, cuento...

Y mierda.

¡Mierda!

—Relájese —dice el poli.

¡Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda, mierda!

El dolor es peor que cuando Mona me hurgaba con sus pinzas al rojo vivo. Es peor que el alcohol de frotar limpiándome la sangre. Me agarro las nalgas y aprieto los dientes, con el sudor corriéndome por las piernas. Me gotea sudor de la frente encima de la nariz. Dejo de respirar. Las gotas caen a plomo y estallan entre mis pies descalzos, mis pies plantados bien separados en el suelo.

Algo enorme y duro se retuerce dentro de mí, y la voz horrible del poli dice:

—Relájate, colega.

Y yo cuento doce, cuento trece...

La cosa para de retorcerse. La cosa enorme y dura se retira lentamente, casi del todo. Luego vuelve a entrar y a retorcerse. Tan despacio como la manecilla de las horas de un reloj, y luego más deprisa, los dedos engrasados del poli hurgan dentro de mí, se retiran, entran otra vez, se retiran.

Y cerca de mi oído, la vieja voz a grava y cenicero del poli dice:

—Eh, colega, ¿tienes tiempo para un polvete?

Y todo mi cuerpo sufre un espasmo.

Y el poli dice:

—Caramba, chico, algo se ha puesto tenso.

Yo le digo: Oficial, por favor. No tiene usted ni idea. Puedo matarle. Por favor, no haga esto.

Y el poli dice:

—Déjame salir para que pueda quitarte las esposas. Soy yo, Helen.

¿Helen?

—Helen Hoover Boyle. ¿Te acuerdas? —dice el poli—. Hace dos noches tú me estabas haciendo casi exactamente lo mismo a mí dentro de una lámpara de araña.

¿Helen?

La cosa enorme y dura sigue retorcida dentro de mí.

El poli dice:

—Esto se llama un hechizo de ocupación. Hace un par de horas que lo traduje. Ahora mismo tengo a este funcionario como se llame embutido en el fondo de su subconsciente. Yo dirijo su función.

La suela fría y dura del zapato del funcionario me empuja el culo y los dedos enormes y duros salen de golpe. Tengo un charco de sudor entre los pies. Todavía con los dientes apretados, me incorporo deprisa.

El funcionario se mira los dedos y dice:

—Pensé que iba a perderlos. —Se huele los dedos y pone cara de asco.

Genial, digo yo, respirando hondo, con los ojos cerrados. Primero me controla a mí y ahora tengo que preocuparme de que controle a todo el mundo que me rodea.

Y el poli dice:

—He estado controlando a Mona durante las últimas dos horas esta tarde. Solamente para poner el hechizo a prueba, y para ajustarle las cuentas por haberte asustado, le he dado un pequeño cambio de estilo.

El poli se agarra la entrepierna.

—Es asombroso. Estar contigo de esta forma me está provocando una erección —dice—. Suena sexista, pero siempre he querido un pene.

Le digo que no quiero oír esto.

Y Helen dice por la boca del poli:

—Creo que tan pronto como te meta en un taxi, a lo mejor me quedo dentro de este tío y me hago una paja. Solamente para vivir la experiencia.

Yo le digo que si cree que eso me va a hacer amarla, que se lo piense otra vez.

Al poli le resbala una lágrima por la mejilla.

Y aquí desnudo, le digo: No te quiero. No puedo confiar en ti.

—No puedes amarme —dice el poli, dice Helen con la voz cazallosa del poli— porque soy una mujer y tengo más poder que tú.

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