Authors: Eiji Yoshikawa
¿Estaba llamando a sus padres? ¿Acaso aquellos sonidos que ascendían al cielo preguntaban realmente «dónde estáis»? ¿Y no estaba mezclado con esa petición el amargo resentimiento de una doncella que había sido abandonada y traicionada por un hombre sin fe?
Otsū parecía intoxicada por la música, abrumada por sus propias emociones. Su respiración comenzó a mostrar señales de fatiga, minúsculas gotas de sudor aparecieron a lo largo de la línea del cabello, las lágrimas se deslizaron por su rostro. Aunque sus ahogados sollozos interrumpían la melodía, ésta parecía prolongarse indefinidamente.
De repente se produjo movimiento en la hierba, a no más de quince o veinte pies de la fogata. Parecía el sonido de un animal que reptara. Takuan irguió la cabeza, miró fijamente al objeto negro, alzó lentamente la mano y la agitó a modo de saludo.
—¡Eh, tú, el de ahí! El relente debe de ser frío. Ven aquí, al lado del fuego, y caliéntate. Ven y habla con nosotros, por favor.
Sobresaltada, Otsū dejó de tocar y dijo:
—¿Vuelves a hablar contigo mismo, Takuan?
—¿No te has dado cuenta? —le preguntó él, señalando—. Takezō lleva cierto tiempo ahí, escuchándote tocar la flauta.
Ella se volvió para mirar, y entonces, lanzando un grito, arrojó la flauta contra la forma negra. Era, en efecto, Takezō, el cual se levantó de un salto como un ciervo asustado y emprendió la huida.
Takuan, tan sorprendido como Takezō por el grito de Otsū, tuvo la sensación de que la red que había tendido con tanto cuidado se había roto, dejando escapar al pez. Poniéndose en pie, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Takezō! ¡Detente!
Su voz tenía una intensidad arrolladora, una fuerza autoritaria que no se podía ignorar fácilmente. El fugitivo se detuvo como si le hubieran clavado en el suelo y miró atrás, un tanto estupefacto. Contempló a Takuan con recelo.
El monje no dijo nada más. Cruzó lentamente los brazos sobre el pecho y se quedó mirando a Takezō con tanta fijeza como éste le miraba a él. Los dos parecían respirar incluso al unísono.
Gradualmente aparecieron en las comisuras de los ojos de Takuan las arrugas que señalan el comienzo de una sonrisa amistosa. Descruzó los brazos, hizo una seña a Takezō y le dijo:
—Anda, ven aquí.
Takezō parpadeó al oír estas palabras y en su oscuro semblante apareció una expresión extraña.
—Ven aquí para que podamos hablar —le instó el monje. El perplejo fugitivo permaneció en silencio—. Hay mucha comida y hasta tenemos sake. Mira, no somos tus enemigos. Ven junto al fuego y hablemos. —El silencio continuó—. ¿No crees que estás cometiendo un gran error, Takezō? Hay un mundo exterior con fuego, comida, bebida y hasta simpatía humana, pero tú insistes en moverte dentro de tu infierno particular. Tienes una visión bastante torcida del mundo, ¿sabes?
—Pero voy a dejar de discutir contigo. En el estado en que te encuentras es difícil que prestes oídos a las razones. Anda, ven a la vera del fuego. Otsū, calienta el cocido de patatas que hiciste hace poco. También yo tengo hambre.
Otsū puso el cazo en el fuego y Takuan un recipiente de sake cerca de las llamas, para que se calentara. Esta pacífica escena disipó los temores de Takezō, y se aproximó. Cuando estuvo casi junto a ellos se detuvo y permaneció inmóvil, como si el azoramiento le impidiera continuar.
Takuan hizo rodar una gran piedra hasta dejarla junto al fuego y dio a Takezō unas palmadas en la espalda.
—Siéntate aquí —le dijo.
Takezō tomó asiento bruscamente. Otsū, por su parte, ni siquiera podía mirar al amigo de su ex prometido a la cara. Tenía la impresión de hallarse en presencia de una fiera desatada.
Takuan alzó la tapa del cazo y dijo:
—Parece que está listo. —Clavó las puntas de sus palillos en una patata, la extrajo y se la llevó a la boca, la masticó enérgicamente y proclamó—: Muy rica y tierna. ¿No quieres un poco, Takezō?
Takezō asintió y sonrió por primera vez, mostrando su dentadura perfectamente blanca. Otsū llenó un cuenco y se lo ofreció. Tras aceptarlo, el fugitivo empezó a soplar el cocido caliente y tomarlo a grandes sorbos. Las manos le temblaban y los dientes producían ruido al chocar con el borde del cuenco. Por muy hambriento que estuviera, su temblor era incontrolable, hasta un punto alarmante.
—Está bueno, ¿no es cierto? —le dijo el monje, dejando sus palillos—. ¿Un poco de sake?
—No quiero sake.
—¿Es que no te gusta?
—No lo quiero ahora. —Después de haber pasado tanto tiempo en las montañas, temía que el sake le enfermara. Finalmente dijo con bastante cortesía—: Gracias por la comida. Ahora estoy caliente.
—¿Has comido suficiente?
—Sí, gracias. —Mientras devolvía el cuenco a Otsū, preguntó—: ¿Por qué habéis venido aquí? Anoche también vi vuestro fuego.
La pregunta sobresaltó a Otsū, la cual no supo qué responder, pero Takuan acudió en su ayuda diciendo sin ambages:
—A decir verdad, hemos venido a capturarte.
Takezō no se mostró especialmente sorprendido, aunque pareció remiso a tomar las palabras del monje en sentido literal. Inclinó la cabeza en silencio y luego miró al uno y la otra. Takuan comprendió que había llegado el momento de actuar. Se volvió para mirar directamente a Takezō y le dijo:
—¿Qué te parece? Si van a capturarte de todos modos, ¿no sería mejor estar atado con los lazos de la ley de Buda? Las regulaciones del daimyō son ley y la ley de Buda es ley, pero de las dos, los lazos de Buda son más suaves y humanos.
—¡No, no! —exclamó Takezō, sacudiendo la cabeza airadamente.
Takuan siguió hablando con suavidad.
—Escucha un momento, por favor. Comprendo que estés decidido a resistir hasta la muerte, pero a la larga, ¿puedes realmente ganar?
—¿Ganar? ¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir si puedes resistir con éxito contra la gente que te odia, contra las leyes de la provincia y contra tu peor enemigo, que eres tú mismo.
—Sé que ya he perdido —gimió Takezō, con el rostro contorsionado y lágrimas en los ojos—. Al final me cortarán en pedazos, pero antes voy a matar a la vieja Hon'iden, los soldados de Himeji y todos los demás a los que odio. ¡Mataré tantos como pueda!
—¿Qué harás con respecto a tu hermana?
—¿Cómo?
—¿Qué harás por Ogin? ¡Sabes que está encerrada en la prisión militar de Hinagura!
A pesar de su resolución inicial de rescatarla, Takezō no pudo responder.
—¿No crees que es hora de que pienses en el bienestar de esa buena mujer? Ha hecho mucho por ti. ¿Y qué me dices del deber que tienes de seguir llevando el apellido de tu padre, Shimmen Munisai? ¿Has olvidado que se remonta, a través de la familia Hirata, al famoso clan Akamatsu de Harima?
Takezō se cubrió el rostro con las manos renegridas, de uñas ya tan largas que parecían garras, sus hombros angulosos señalando hacia arriba mientras acompañaban el temblor de todo su cuerpo fatigado. Se echó a llorar amargamente.
—Yo..., yo..., no sé. ¿Qué..., qué importa eso ahora?
Apenas había terminado de pronunciar esas palabras entrecortadas, cuando Takuan cerró el puño y lanzó súbitamente un puñetazo a la mandíbula de Takezō.
—¡Necio! —le espetó el monje en un tono fulminante.
Cogido por sorpresa, Takezō se tambaleó a causa del golpe, pero antes de que pudiera recuperarse recibió otro en el lado contrario.
—¡Patán irresponsable! ¡Estúpido ingrato! Puesto que tus padres y tus antepasados no están aquí para castigarte, lo haré yo por ellos. ¡Toma esto! —El monje le golpeó de nuevo, esta vez derribándole al suelo—. ¿Aún no te hace daño? —le preguntó con beligerancia.
—Sí, me duele —gimió el fugitivo.
—Bien. Si te duele es que todavía debes de tener un poco de sangre humana corriendo por tus venas. Otsū, dame esa cuerda, por favor... Bueno, ¿a qué estás esperando? ¡Tráeme la cuerda! Takezō ya sabe que voy a atarle, está preparado para ello. No es la cuerda de la autoridad, sino la de la compasión. No hay ningún motivo para que le temas ni te apiades de él. ¡Rápido, muchacha, la cuerda!
Takezō permaneció tendido boca abajo, sin hacer esfuerzo alguno por moverse. Takuan se colocó a horcajadas en su espalda. Si Takezō hubiera querido resistirse, habría podido hacer volar al monje como una pequeña pelota de papel. Ambos lo sabían. No obstante, siguió tendido pasivamente, con los brazos y las piernas extendidos, como si por fin se hubiera rendido a alguna fuerza invisible de la naturaleza.
Aunque no era la hora de la mañana a la que solía sonar la campana, su tañido pesado y regular resonaba en el pueblo y su eco llegaba a las montañas. Era el día de ajustar cuentas, una vez agotado el tiempo concedido a Takuan, y los aldeanos subieron apresuradamente a la colina para descubrir si había hecho lo imposible. La noticia de que así era corrió como un reguero de pólvora.
—¡Takezō ha sido capturado!
—¡No me digas! ¿Quién le ha cogido?
—¡Takuan!
—¡No puedo creerlo! ¿Sin un arma?
—¡No puede ser cierto!
La multitud avanzó hacia el Shippōji, y una vez allí todos miraron boquiabiertos al forajido prendido por el cuello que estaba atado como un animal a la barandilla de la escalera del santuario principal. Algunos tragaron saliva y sofocaron un grito ante esa escena, como si estuvieran contemplando el semblante del temido demonio del monte Ōe. Como si quisiera compensar su reacción exagerada, Takuan se sentó escaleras arriba, se reclinó hacia atrás, apoyándose en los codos, y sonrió afablemente.
—Pueblo de Miyamoto —gritó—, ahora podéis volver en paz a vuestros campos. ¡Pronto se marcharán los soldados!
Para los intimidados aldeanos, Takuan se había convertido en un héroe de la noche a la mañana, su salvador y protector contra el mal. Algunos le hicieron profundas reverencias, casi tocando el suelo del patio con sus cabezas. Otros se abrieron paso para tocarle la mano o el hábito. Los hubo que se arrodillaron a sus pies. Takuan, consternado ante semejante exhibición de idolatría, se separó de la muchedumbre y alzó la mano pidiendo silencio.
—Escuchadme, hombres y mujeres de Miyamoto. Tengo algo que deciros, algo importante. —El clamor se extinguió—. No soy yo quien merece el honor de haber capturado a Takezō. No fui yo quien lo logró, sino la ley de la naturaleza. Quienes la quebrantan, al final siempre pierden. Es la ley lo que debéis respetar.
—¡No seas ridículo! ¡Tú le has capturado, no la naturaleza!
—¡No seas tan modesto, monje!
—Concedemos el mérito a quien se lo ha ganado.
—Olvida la ley. ¡Te tenemos a ti para darte las gracias!
—Está bien, dadme las gracias —siguió diciendo Takuan—. No me importa. Pero debéis rendir homenaje a la ley. En cualquier caso, ya está hecho, y ahora hay algo de suma importancia sobre lo que deseo preguntaros. Necesito vuestra ayuda.
—¿Qué es ello? —inquirieron los curiosos aldeanos.
—Sencillamente esto: ¿qué haremos con Takezō ahora que lo tenemos? Mi acuerdo con el representante de la casa de Ikeda, a quien estoy seguro de que todos conocéis de vista, fue que si no traía al fugitivo al cabo de tres días, me colgaría de ese gran cedro. Y él me prometió que, si tenía éxito, podría decidir su destino.
La gente empezó a murmurar.
—¡Ya hemos oído hablar de eso!
El monje asumió un porte judicial.
—Bien, ¿qué hacemos con él entonces? Como veis, el temido monstruo está aquí en carne y hueso. No es muy pavoroso, ¿verdad? De hecho, es tan débil que ha venido hasta aquí sin luchar. ¿Le matamos o dejamos que se marche?
Hubo un murmullo de objeciones contra la idea de dejar libre a Takezō.
—¡Tenemos que matarle! —gritó un hombre—. ¡No ha hecho nada bueno, es un criminal! Si le dejamos vivir, será la maldición del pueblo.
Takuan hizo una pausa, considerando al parecer las posibilidades, y entretanto unas voces impacientes gritaron desde el fondo:
—¡Mátale, mátale!
En aquel momento, una anciana se abrió paso al frente, apartando con fuertes codazos a hombres que duplicaban su altura. Era, por supuesto, la airada Osugi. Cuando llegó a los escalones, dirigió a Takezō una mirada furibunda y luego se volvió hacia los aldeanos.
—¡No me daré por satisfecha sólo con matarle! —exclamó al tiempo que agitaba una rama de moral—. ¡Hacedle sufrir primero! ¡Mirad esa horrible cara! —Volviéndose al prisionero, alzó el látigo improvisado y gritó—: ¡Criatura degenerada y odiosa! —Le azotó varias veces, hasta que se quedó sin aliento y el brazo le cayó inerte al costado.
Takezō se encogió de dolor mientras Osugi dirigía a Takuan una mirada amenazante.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó el monje.
—Este asesino tiene la culpa de que mi hijo haya arruinado su vida. —Temblando intensamente, chilló—: ¡Y sin Matahachi no hay nadie que pueda llevar el apellido de nuestra familia!
Takuan replicó:
—Permíteme decirte que Matahachi, de todos modos, nunca ha servido de gran cosa. ¿No será mejor para ti a la larga que designes a tu yerno como heredero, dándole el respetado apellido de Hon'iden?
—¡Cómo te atreves a decir tal cosa! —De súbito, la orgullosa viuda se echó a llorar—. No me importa lo que pienses. Nadie comprendía a mi hijo. No era realmente malo, era mi pequeño. —Le acometió un nuevo ataque de furor y señaló a Takezō—: Él le extravió, le convirtió en un don nadie como él mismo. Tengo derecho a vengarme. —Dirigiéndose a la multitud, les suplicó—: Dejadme decidir. Dejádmelo a mí. ¡Sé qué hacer con él!
Un airado grito procedente del fondo interrumpió a la mujer. La muchedumbre se separó como una tela desgarrada, y el recién llegado avanzó rápidamente hacia el frente. Era Barba Rala en persona, y rebosaba de cólera.
—¿Qué ocurre aquí? ¡Esto no es un espectáculo! Marchaos todos. Volved al trabajo, a casa, ¡de inmediato! —Los congregados se movieron inquietos, pero nadie se volvió para marcharse—. ¡Habéis oído lo que he dicho! ¡Fuera de aquí! ¿A qué estáis esperando? —Avanzó amenazante hacia ellos, con la mano cernida sobre la espada. Los que estaban delante retrocedieron espantados.
—¡No! —gritó entonces Takuan—. No hay ninguna razón para que esta gente se marche. Les he hecho venir aquí con el propósito de discutir lo que vamos a hacer con Takezō.
—¡Cállate! —le ordenó el capitán—. No tienes nada que decir en este asunto. —Se irguió y miró ferozmente primero a Takuan, luego a Osugi y por último a la multitud, antes de decir con voz resonante—: Este Shimmen Takezō no sólo ha cometido gravísimos delitos contra las leyes de esta provincia, sino que también es un fugitivo de Sekigahara. El pueblo no puede decidir su castigo. ¡Debe ser entregado al gobierno!