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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (11 page)

—¿Qué tiene de malo? —le dijo, tratando de engatusarla—. ¿No te gustan los hombres?

—¡Basta! ¡No debes hacer eso! —protestó la impotente Otsū. Entonces el soldado le cubrió la boca con la mano.

Indiferente al peligro, Takezō saltó al pasillo como un gato y golpeó con el puño al hombre en la cabeza, por la espalda. Fue un golpe muy fuerte. El samurai, momentáneamente indefenso, cayó hacia atrás, todavía aferrando a Otsū. Mientras intentaba librarse de él, la muchacha lanzó un chillido. El hombre caído empezó a gritar:

—¡Es él! ¡Es Takezō! ¡Está aquí! ¡Venid a prenderle!

Se oyó un retumbar de pisadas y ruido de voces en el interior del templo. La campana empezó a dar la alarma, indicando que Takezō había sido descubierto, y desde el bosque convergieron numerosos hombres en los terrenos del templo. Pero Takezō ya había desaparecido, y poco después fueron enviadas de nuevo partidas de búsqueda para que registraran las colinas de Sanumo. El mismo Takezō no sabía cómo había logrado filtrarse a través de la red rápidamente tensada, pero cuando la persecución estuvo en su apogeo él ya se encontraba lejos, en la entrada de la gran cocina con suelo de tierra de la casa de Hon'iden.

Echó un vistazo al interior débilmente iluminado y llamó:

—¡Abuela!

—¿Quién está ahí? —replicó la mujer con voz aguda.

Osugi salió lentamente de una habitación trasera. Iluminada desde abajo por el farol de papel que llevaba en la mano, su rostro nudoso palideció al ver a su visitante.

—¡Tú! —exclamó.

—Tengo algo importante que decirte —le dijo Takezō apresuradamente—. Matahachi no ha muerto, aún está muy vivo y sano. Vive con una mujer en otra provincia. Eso es cuanto puedo decirte porque es todo lo que sé. ¿Me harás el favor de darle la noticia a Otsū? Yo no he podido hacerlo.

Sintiendo un alivio inmenso por haberse librado de tan pesada carga al dar el mensaje a Osugi, dio media vuelta para marcharse, pero la anciana le pidió que volviera.

—¿Adonde te propones ir ahora?

—Tengo que entrar en la prisión militar de Hinagura y rescatar a Ogin —replicó él con tristeza—. Después iré a alguna parte. Sólo quería deciros, a ti y tu familia, así como a Otsū, que no dejé morir a Matahachi. Por lo demás, no tengo ningún motivo para quedarme aquí.

—Ya veo. —Osugi pasó el farol de una mano a la otra, haciendo tiempo. Entonces le hizo una señal para que se acercara—. Estoy segura de que tienes hambre, ¿me equivoco?

—No he tomado una comida decente desde hace días.

—¡Pobre muchacho! ¡Espera! Ahora mismo estaba cocinando, y puedo darte una buena comida caliente dentro de un momento. Considéralo como un regalo de despedida. ¿Y no te gustaría darte un baño mientras la preparo?

Takezō estaba mudo de asombro.

—No te quedes tan pasmado, Takezō. Tu familia y la nuestra han estado juntas desde los días del clan Akamatsu. No creo que debas marcharte de aquí, pero desde luego no te dejaré ir sin darte una buena y copiosa comida.

De nuevo Takezō fue incapaz de decir nada. Alzó el brazo y se enjugó los ojos. Nadie había sido tan amable con él desde hacía mucho, muchísimo tiempo. Había llegado a considerar a todo el mundo con suspicacia y desconfianza, y ahora recordaba de repente lo que es ser tratado como un ser humano.

—Anda, ve ahora mismo al baño —le instó Osugi, en el tono de una abuela—. Es demasiado peligroso que estés aquí... alguien podría verte. Te traeré una manopla y, mientras te bañas, iré a buscar el kimono de Matahachi y prendas interiores. No tengas prisa y date un buen remojón.

Le entregó el farol y desapareció en la parte trasera de la casa. Casi de inmediato, su nuera abandonó la casa, cruzó corriendo el jardín y salió a la noche.

Desde el baño, donde el farol se balanceaba atrás y adelante, llegó el sonido del chapoteo.

—¿Qué tal? —dijo Osugi jovialmente—. ¿Está bastante caliente?

—¡Está en su punto! —respondió Takezō—. Me siento como un hombre nuevo.

—No te apresures, relájate y entra en calor. El arroz aún no está listo.

—Gracias. De haber sabido que sería así, habría venido antes. ¡Estaba seguro de que me la tenías jurada! —Dijo algunas palabras más, pero el ruido del agua ahogaba su voz y Osugi no le respondió.

Poco después la nuera reapareció en el portal, sin aliento. La seguía un grupo de samuráis y vigilantes. Osugi salió de la casa y se dirigió a ellos en un susurro.

—Así que has conseguido que se diera un baño —dijo uno de los hombres con admiración—. Muy inteligente. ¡Sí, eso está bien! ¡Esta vez lo tenemos con seguridad en nuestras manos!

Los hombres se dividieron en dos grupos y, agazapados, se movieron lentamente, como otros tantos sapos, hacia el brillante fuego que ardía bajo el baño.

Algo indefinible aguijoneó el instinto de Takezō, el cual miró a través de una ranura en la puerta. Los pelos se le pusieron de punta.

—¡Estoy atrapado! —exclamó.

Estaba completamente desnudo, el baño era pequeño y no disponía de tiempo para pensar. Al otro lado de la puerta distinguió lo que parecía una horda de hombres armados con palos, lanzas y porras.

Aun así, en realidad no tenía miedo. El temor que podría haber sentido estaba sepultado por la cólera que experimentaba hacia Osugi.

—Muy bien, bastardos, mirad esto —gruñó.

No le importaba el número de sus enemigos. En aquella situación, como en otras, lo único que sabía hacer era atacar antes de ser atacado. Mientras sus aspirantes a captores se hacían sitio unos a otros en el exterior, Takezō abrió bruscamente la puerta de una patada y salió dando un salto y emitiendo un temible grito de guerra. Todavía desnudo, con el cabello húmedo volando en todas direcciones, aferró el asta de la primera lanza dirigida contra él y la arrebató a su propietario, al que envió contra los arbustos. Agarrando con firmeza el arma, se puso a girar a uno y otro lado frenéticamente, como un torbellino, y en ese absoluto abandono golpeó a todo el que se le aproximaba. En la batalla de Sekigahara había aprendido que ese método era sorprendentemente eficaz cuando los enemigos le superaban a uno en número, y que a menudo el asta de una lanza puede ser usado de una manera más efectiva que la punta.

Los atacantes, dándose cuenta demasiado tarde del error que habían cometido al no enviar primero a tres o cuatro hombres para que asaltaran la caseta del baño, se gritaban palabras de ánimo unos a otros. Sin embargo, era evidente que Takezō había maniobrado mejor que ellos.

Más o menos la décima vez en que el arma de Takezō entró en contacto con el suelo, se rompió. Entonces cogió una gran piedra y la arrojó contra los hombres, los cuales ya daban señales de retirada.

—¡Mirad, ha entrado en la casa! —gritó uno de los hombres, al tiempo que Osugi y su nuera salían de prisa al jardín trasero.

Takezō fue de un lado a otro de la casa, haciendo un estrépito tremendo, mientras gritaba:

—¿Dónde están mis ropas? ¡Devolvedme mis ropas!

Había ropas de faena esparcidas, así como un cofre primoroso que contenía kimonos, pero Takezō no les prestó atención. Esforzó la vista para encontrar sus prendas harapientas bajo aquella luz mortecina. Finalmente las vio en un rincón de la cocina, las cogió con una mano y, hallando un asidero sobre un gran horno de barro, salió por un ventanuco elevado. Mientras salía al tejado, sus perseguidores, ahora totalmente confundidos, maldecían y se excusaban unos a otros por no haber logrado atraparle.

De pie en medio del tejado, Takezō se puso su kimono sin apresurarse. Arrancó con los dientes una tira de tela de la faja y, recogiendo el húmedo cabello detrás de la cabeza, lo ató cerca de las raíces, con tal firmeza que las cejas y las comisuras de los ojos le quedaron estirados.

El cielo primaveral estaba lleno de estrellas.

El arte de la guerra

La búsqueda diaria en las montañas continuaba y las faenas agrícolas languidecían. Los habitantes del pueblo no podían cultivar sus campos ni ocuparse de los gusanos de seda. Grandes carteles colocados ante la casa del cacique del pueblo y en todos los cruces de caminos anunciaban una sustanciosa recompensa para quien capturase o matara a Takezō, así como una recompensa apropiada por cualquier información que condujera a su arresto. Estos bandos presentaban la autoritaria firma de Ikeda Terumasa, señor del castillo de Himeji.

En la residencia de Hon'iden reinaba el pánico. Osugi y su familia, aterrorizados ante la perspectiva de que Takezō regresara para vengarse, atrancaron la puerta principal y levantaron barricadas en todas las entradas. Los hombres dedicados a la búsqueda del fugitivo, bajo la dirección de tropas procedentes de Himeji, trazaron nuevos planes para atraparle. Hasta entonces todos sus esfuerzos se habían revelado infructuosos.

—¡Ha matado a otro! —gritó un aldeano.

—¿Dónde? ¿Quién ha sido esta vez?

—Algún samurai. Aún no lo han identificado.

El cadáver había sido descubierto cerca de un sendero en las afueras del pueblo, su cabeza en un macizo de altas hierbas y las piernas levantadas hacia el cielo en una postura extrañamente contorsionada. Los aldeanos, asustados pero fisgones sin remedio, circulaban en masa por allí, murmurando entre ellos. El cráneo del muerto había sido aplastado, sin duda con uno de los carteles de madera que anunciaban la recompensa y que ahora yacía sobre el cuerpo, empapado en sangre. Los que contemplaban embobados el espectáculo no podían dejar de leer la lista de recompensas prometidas, y algunos se reían sombríamente ante la flagrante ironía.

Otsū salió de entre la multitud con el rostro ojeroso y pálido. Diciéndose que preferiría no haber mirado la sangrienta escena, regresó apresuradamente al templo, tratando de borrar la imagen del muerto que persistía ante sus ojos. Al pie de la colina tropezó con el capitán que se alojaba en el templo y cinco o seis de sus hombres. Se habían enterado del atroz crimen e iban a investigar. Al ver a la muchacha, el capitán le sonrió.

—¿Dónde has estado, Otsū? —le preguntó con zalamera familiaridad.

—De compras —replicó ella secamente.

Sin mirarle apenas, subió a toda prisa los escalones de piedra del templo.

El capitán no le había gustado desde el principio. Tenía un mostacho fibroso que le desagradaba especialmente, y desde la noche en que intentó forzarla nada más verle se sentía llena de repugnancia.

Takuan estaba sentado ante la sala principal, jugando con un perro extraviado. Ella pasó a cierta distancia, para evitar al roñoso animal, pero el monje alzó la vista y la llamó.

—Otsū, hay una carta para ti.

—¿Para mí? —replicó ella con incredulidad.

—Sí, estabas fuera cuando vino el mensajero, así que me la entregó. —Se sacó de la manga del kimono el pequeño rollo de papel y se lo dio—. No tienes muy buen aspecto —comentó—. ¿Algo va mal?

—Siento náuseas. He visto a un hombre muerto tendido en la hierba, con los ojos aún abiertos, y tenía sangre...

—No deberías mirar esas desgracias, pero supongo que, tal como ahora están las cosas, tendrías que ir por ahí con los ojos cerrados. Últimamente siempre tropiezo con cadáveres. ¡Ja! ¡Y había oído decir que este pueblo era un pequeño paraíso!

—Pero ¿por qué Takezō mata a esas personas?

—Para evitar que le maten a él, por supuesto. No tienen ninguna razón plausible para matarle, de modo que ¿por qué habría de permitírselo?

—¡Estoy asustada, Takuan! —le dijo ella en tono suplicante—. ¿Qué haríamos si él viniera aquí?

Unos cúmulos oscuros tendían su manto sobre las montañas. La muchacha tomó su carta misteriosa y fue a esconderse en la cabaña del telar. En éste había una tira de tela sin terminar para un kimono masculino, parte de una prenda para la que, desde hacía un año, había dedicado todos sus momentos libres devanando hilo de seda. Estaba destinado a Matahachi, y a Otsū le excitaba la perspectiva de coser todas las piezas hasta formar un kimono completo. Había tejido minuciosamente cada hebra, como si el mismo acto de tejer le acercara más a su novio. Quería que la prenda durase eternamente.

Se sentó ante el telar y miró fijamente la carta. «¿Quién puede haberla enviado?», se dijo, segura de que debía de ir dirigida a otra persona. Leyó y releyó la dirección, buscando algún error.

Era evidente que la carta había hecho un largo viaje antes de llegar a ella. La envoltura rasgada y arrugada estaba llena de huellas dejadas por dedos y gotas de lluvia. Otsū rompió el sello, y entonces cayeron no una sino dos cartas en su regazo. La primera estaba escrita con una caligrafía femenina desconocida, y en seguida supuso que se trataba de una mujer más bien mayor.

Escribo tan sólo para confirmar lo que está escrito en la carta adjunta y, por lo tanto, no entraré en detalles.

Voy a casarme con Matahachi y adoptarle en mi familia. No obstante, él parece preocupado por ti. Creo que sería un error dejar que las cosas sigan como están. Así pues, Matahachi te envía una explicación, cuya verdad certifico por la presente.

Olvida a Matahachi, por favor.

Respetuosamente, Okō

En la otra carta eran reconocibles los garabatos de Matahachi, el cual explicaba con una fatigosa extensión todas las razones por las que le era imposible regresar a casa. Por supuesto, lo esencial de la cuestión era que Otsū debía olvidar su compromiso con él y buscarse otro marido. Matahachi añadía que le resultaba «difícil» escribir directamente a su madre sobre el asunto y que le agradecería su ayuda al respecto. Si Otsū veía a la anciana, debía decirle que su Matahachi estaba vivo y residía en otra provincia.

Otsū tuvo la sensación de que su médula espinal se convertía en hielo. Se quedó sentada, herida y demasiado conmocionada para llorar e incluso parpadear. Las uñas de los dedos que sostenían la carta se volvieron del mismo color que la piel del hombre muerto al que había visto aún no hacía una hora.

Transcurrieron las horas. En la cocina todo el mundo empezó a preguntarse adonde habría ido la muchacha. El capitán que estaba al frente de la búsqueda no tuvo empacho en dejar que sus hombres exhaustos durmieran en el bosque, pero al anochecer, cuando él regresó al templo, exigió las comodidades correspondientes a su rango. El agua del baño debía estar caliente como a él le gustaba, había que preparar pescado fresco del río según sus instrucciones y alguien debía ir a una de las casas del pueblo en busca del sake de mejor calidad. Mantener a aquel hombre satisfecho exigía un trabajo considerable, gran parte del cual recaía naturalmente en Otsū. Puesto que ésta no aparecía, la cena del capitán se retrasaba.

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