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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (10 page)

—Tu hijo parece haber muerto en Sekigahara. Yo...

—¡Matahachi! ¿Ha muerto?

—La verdad es que no estoy seguro, pero quizá te consuele en tu aflicción saber que haré todo lo posible para ayudarte a vengarle.

Osugi le miró con una expresión escéptica.

—¿Quién eres?

—Pertenezco a la guarnición de Tokugawa. Después de la batalla fuimos al castillo de Himeji. Obedeciendo órdenes de mi señor, he tendido una barrera en la frontera de la provincia de Harima para identificar a todo el que cruce.

—Ese Takezō, de la casa de ahí —continuó, señalando hacia el edificio—, ha cruzado la barrera y huido hacia Miyamoto. Le hemos perseguido hasta aquí. Es un tipo duro, desde luego.

Creímos que, tras algunos días de marcha, la fatiga le rendiría, pero lo cierto es que aún no lo hemos capturado. Sin embargo, no puede huir eternamente. Daremos con él.

Osugi, que iba asintiendo mientras escuchaba, comprendió entonces por qué Takezō no se había presentado en el Shippōji y, lo que era más importante, que probablemente no había ido a su casa, puesto que ése era el primer lugar que registrarían los soldados. Al mismo tiempo, puesto que parecía viajar solo, la furia de la mujer no disminuyó lo más mínimo. Pero tampoco podía creer que Matahachi hubiera muerto.

—Sé que Takezō puede ser tan fuerte y astuto como cualquier fiera salvaje, señor —dijo afectadamente—, pero no creo que un samurai de vuestro valor tenga dificultad alguna para capturarle.

—Bueno, francamente, eso es lo que pensé al principio. Pero no somos muchos y hace poco ha matado a uno de mis hombres.

—Permitid que una anciana os aconseje un poco. —Se inclinó y le susurró algo al oído.

Sus palabras parecieron complacer al hombre en grado sumo.

El samurai asintió y exclamó entusiasmado:

—¡Buena idea! ¡Espléndida!

—Aseguraos de hacer un trabajo a fondo —le instó Osugi, y reanudó su camino.

Poco después, el samurai reagrupó a su partida de catorce o quince hombres detrás de la casa de Ogin. Después de recibir instrucciones, saltaron el muro, rodearon la casa y bloquearon todas las salidas. Entonces varios soldados invadieron la casa, dejando un rastro de barro, y penetraron en la sala donde las dos jóvenes estaban sentadas, condoliéndose y enjugándose las lágrimas que corrían por sus rostros.

Al ver a los soldados, Otsū emitió un grito ahogado y palideció. Ogin, sin embargo, orgullosa de ser la hija de Munisai, permaneció imperturbable. Miró a los intrusos con serenidad, su expresión dura e indignada.

—¿Cuál de vosotras es la hermana de Takezō? —preguntó uno de los soldados.

—Yo soy —replicó Ogin fríamente—, y exijo saber quién ha entrado en esta casa sin permiso. No consentiré una conducta tan brutal en una casa ocupada sólo por mujeres. —Se había vuelto para mirarles directamente.

El hombre que había estado charlando con Osugi unos minutos antes señaló a Ogin.

—¡Arrestadla! —ordenó.

Apenas había terminado de pronunciar esa palabra cuando estalló la violencia, la casa empezó a temblar y las luces se apagaron. Lanzando un grito de terror, Otsū salió tambaleándose al jardín, mientras por lo menos diez de los soldados caían sobre Ogin y se disponían a atarla con una cuerda. A pesar de su heroica resistencia, la lucha terminó en pocos segundos. Entonces la arrojaron al suelo y empezaron a darle puntapiés con todas sus fuerzas.

Más tarde Otsū no recordaba qué camino había seguido, pero lo cierto es que se las ingenió para escapar. Apenas consciente, corrió descalza hacia el Shippōji bajo la nebulosa luz de la luna, confiando por completo en su instinto. Se había criado en un entorno pacífico, y ahora tenía la sensación de que el mundo se derrumbaba.

Cuando llegó al pie de la colina donde se alzaba el templo, alguien la llamó. Vio la silueta de una persona sentada en una roca, entre los árboles. Era Takuan.

—Gracias al cielo que eres tú —le dijo—. Empezaba a preocuparme en serio, pues nunca estás hasta tan tarde fuera de casa. Cuando vi la hora que era salí a buscarte. —Le miró los pies e inquirió—: ¿Qué haces descalza?

Aún estaba mirando los pies descalzos de Otsū, cuando ésta se abalanzó a sus brazos y se echó a llorar.

—¡Oh, Takuan! ¡Ha sido horrible! ¿Qué podemos hacer?

Él trató de calmarla con voz serena.

—Vamos, vamos. ¿Qué ha sido lo horrible? No hay muchas cosas en este mundo que sean tan malas. Tranquilízate y dime lo que ha sucedido.

—¡Han atado a Ogin y se la han llevado! Matahachi no regresó, y ahora la pobre Ogin, que es tan dulce y amable..., todos le daban patadas. ¡Oh, Takuan, tenemos que hacer algo!

Sollozando y temblorosa, se aferraba desesperadamente al joven monje, con la cabeza apoyada en su pecho.

Era mediodía de un tranquilo y húmedo día primaveral, y un leve vapor se alzaba del rostro sudoroso del joven. Takezō caminaba solo por las montañas, sin saber adonde iba. Su fatiga casi rebasaba lo soportable, pero incluso al oír el sonido de un pájaro que emprendía el vuelo, sus ojos se apresuraban a examinar su entorno. A pesar de la penosa experiencia que había sufrido, la violencia acumulada y el puro instinto de supervivencia animaban su cuerpo cubierto de barro.

—¡Bastardos! ¡Bestias! —gruñía.

En ausencia del blanco real de su furia, blandió su espada de roble negro, cortó el aire con ella y desgajó una gruesa rama de un gran árbol. La savia blanca que brotó de la herida le recordó la leche de una madre lactante. Se detuvo y miró fijamente. No había ninguna madre a la que volverse, sólo la soledad. En vez de ofrecerle consuelo, incluso los arroyos y las colinas ondulantes de su propio lugar natal parecían burlarse de él.

«¿Por qué está contra mí la gente del pueblo? —se preguntó—. En cuanto me ven, avisan a los guardias de la montaña. Por su manera de correr cuando me avistan se diría que estoy loco.»

Llevaba cuatro días oculto en las montañas de Sanumo. Ahora, velada por la bruma del mediodía, distinguía la casa de su padre, la casa donde su hermana vivía sola. Cobijado al pie de la colina, por debajo de él, estaba Shippōji, el templo cuyo tejado sobresalía entre los árboles. Takezō sabía que no podía aproximarse a ninguno de los dos lugares. Cuando se atrevió a acercarse al templo, el día del cumpleaños de Buda, a pesar de lo atestado que estaba, se había jugado la vida. Al oír que le llamaban por su nombre, no tuvo más remedio que huir. Aparte de que deseaba salvar el pellejo, sabía que si le descubrían allí, Otsū se vería en un aprieto.

Aquella noche, cuando fue sigilosamente a la casa de su hermana, tuvo la mala suerte de que la madre de Matahachi estuviera allí. Permaneció durante un rato en el exterior, tratando de encontrar una explicación del paradero de Matahachi, pero mientras miraba a su hermana a través de una rendija en la puerta, los soldados le descubrieron. Una vez más se vio obligado a huir sin tener ocasión de hablar con nadie. Desde entonces, en su refugio en las montañas tenía la sensación de que los samurai de Tokugawa tenían controlados todos los accesos para atraparle. Patrullaban por todos los caminos que él podría elegir, al tiempo que los habitantes del pueblo habían formado grupos de búsqueda que estaban registrando las montañas.

Se preguntó qué pensaría Otsū de él, y empezó a sospechar que incluso ella se había vuelto en su contra. Puesto que, al parecer, todo el mundo en su propio pueblo le consideraba como un enemigo, se enfrentaba a obstáculos infranqueables.

Reflexionó: «Sería demasiado duro decirle a Otsū la verdadera razón por la que no ha regresado su prometido. Tal vez debería decírselo a la anciana... ¡Eso es! Se lo explicaré a ella, para que pueda decírselo suavemente a Otsū. Entonces no tendré ningún motivo para seguir merodeando por aquí».

Una vez tomada esta decisión, Takezō prosiguió su camino, pero sabía que no debía acercarse al pueblo antes de que oscureciera. Con una piedra grande rompió otra en fragmentos pequeños y lanzó uno de ellos contra un pájaro que volaba. Cuando el ave cayó al suelo, el muchacho apenas se detuvo a desplumarla antes de clavar los dientes en la carne cálida y cruda. Mientras devoraba el pájaro, echó a andar de nuevo, pero de repente oyó un grito ahogado. Quienquiera que le hubiese visto se alejaba frenéticamente por el bosque. Encolerizado porque le odiaban y temían, e incluso le perseguían sin ninguna razón, gritó: «¡Espera!», y echó a correr como una pantera tras la persona que huía.

El hombre no podía rivalizar con Takezō, y éste le dio alcance en seguida. Resultó ser uno de los habitantes del pueblo que acudía a las montañas para fabricar carbón, y a quien Takezō conocía de vista. Cogiéndole por el cuello, le arrastró hasta un pequeño claro.

—¿Por qué huyes? ¿Es que no me conoces? Soy uno de los tuyos, Shimmen Takezō de Miyamoto. No voy a comerte vivo. ¿Sabes? ¡Es muy grosero alejarse de la gente sin molestarse en saludar siquiera!

—¡Ssssí, señor!

—¡Siéntate!

Takezō le soltó el brazo, pero el poblé diablo empezó a huir, obligándole a darle un puntapié en el trasero y hacer ademán de que iba a golpearle con la espada de madera. El hombre se quedó agachado, encogido de miedo, cubriéndose la cabeza con las manos.

—¡No me mates! —gritó patéticamente.

—Pues responde a mis preguntas, ¿de acuerdo?

—Te lo diré todo, ¡pero no me mates! Tengo mujer y familia.

—Nadie va a matarte. Supongo que las colmas están llenas de soldados, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Están vigilando el Shippōji?

—Sí.

—¿Hoy han vuelto a buscarme los hombres del pueblo? —El hombre no respondió—. ¿Eres tú uno de ellos?

El hombre se puso en pie de un salto y sacudió la cabeza como un sordomudo.

—¡No, no, no!

—Es suficiente —le gritó Takezō, y, cogiéndole con firmeza del cuello, le preguntó—: ¿Qué sabes de mi hermana?

—¿Qué hermana?

—Mi hermana, Ogin, de la casa de Shimmen. No te hagas el tonto. Has prometido que responderías a mis preguntas. La verdad es que no culpo a la gente del pueblo por tratar de capturarme, ya que los samuráis les obligan a ello, pero estoy seguro de que nunca le harían ningún daño a ella. ¿O sí?

—No sé nada de eso —replicó el hombre en un tono excesivamente inocente—, nada en absoluto.

Takezō alzó con celeridad la espada por encima de su cabeza, en posición de golpear.

—¡Ten cuidado! Eso me ha parecido muy sospechoso. Algo ha sucedido, ¿no es cierto? ¡Dímelo en seguida o te rompo la crisma!

—¡Espera! ¡No lo hagas! ¡Hablaré! ¡Te lo diré todo!

Con las manos unidas en actitud de súplica, el tembloroso carbonero le contó que se habían llevado prisionera a Ogin, y que habían hecho circular por el pueblo una orden, según la cual quien proveyera de alimento o cobijo a Takezō sería considerado de inmediato como un cómplice. Le informó de que todos los días los soldados llevaban a los hombres del pueblo a las montañas, y exigían a cada familia que proporcionaran un hombre joven en días alternos con esa finalidad.

Esa información puso a Takezō la piel de gallina, y no de temor sino de ira. Para asegurarse de que había oído bien, preguntó al carbonero:

—¿De qué delito acusan a mi hermana? —Las lágrimas que asomaban a sus ojos los abrillantaban.

—Nadie lo sabe. Tememos al señor del distrito y hacemos lo que nos ordenan, eso es todo.

—¿Adonde han llevado a mi hermana?

—Se rumorea que a la prisión militar de Hinagura, pero no sé si eso es cierto.

—Hinagura... —repitió Takezō.

Dirigió la mirada hacia la sierra que señalaba el límite provincial. La espina dorsal de las montañas estaba ya cubierta por las sombras de grises nubes nocturnas.

Dejó en libertad al carbonero. Mientras le veía alejarse de prisa, agradecido por haber salvado su mezquina vida, Takezō sintió que se le revolvía el estómago al pensar en la cobardía de la humanidad, la cobardía que obliga a los samuráis a apoderarse de una pobre mujer indefensa. Se alegró de volver a estar solo. Tenía que pensar.

Pronto tomó una decisión: «Tengo que rescatar a Ogin, eso es lo esencial. Mi pobre hermana... Los mataré si le han hecho daño». Una vez elegida la acción a emprender, se encaminó al pueblo con largas y viriles zancadas.

Al cabo de un par de horas, Takezō volvió a acercarse furtivamente al Shippōji. Las campanadas nocturnas habían terminado de sonar poco antes. Ya era de noche y se veían luces en el templo, en la cocina y los aposentos de los sacerdotes, donde parecía haber gente que iba de un lado a otro.

Takezō se dijo que ojalá saliera Otsū.

Se agachó bajo el pasillo elevado y permaneció inmóvil. Era un pasillo con tejado pero sin paredes que conectaba las habitaciones de los sacerdotes con el edificio principal del templo. Flotaba en el aire un olor a comida cocinada que evocaba en su mente visiones de arroz y sopa humeante. Desde hacía varios días el estómago de Takezō no había contenido más que carne de ave cruda y brotes de hierba, y ahora su estómago se rebelaba. Le ardía la garganta mientras vomitaba amargos jugos gástricos, y en esa penosa situación jadeó ruidosamente en busca de aliento.

—¿Qué es eso? —dijo una voz.

—Probablemente es sólo un gato —respondió Otsū, la cual salió con una bandeja y empezó a recorrer el pasillo directamente por encima de la cabeza de Takezō.

Intentó llamarla, pero sus náuseas eran todavía demasiado intensas para poder emitir un sonido inteligible.

El incidente resultó ser un golpe de suerte, porque en aquel momento una voz masculina detrás de Otsū preguntó:

—¿Dónde está el baño?

El hombre llevaba un kimono prestado por el templo, atado con una estrecha faja de la que colgaba una pequeña manopla. Takezō le reconoció como uno de los samuráis de Himeji. Sin duda era de alto rango, lo bastante para alojarse en el templo y pasar las noches comiendo y bebiendo hasta hartarse mientras sus subordinados y los habitantes del pueblo tenían que pasarse día y noche registrando las montañas en busca del fugitivo.

—¿El baño? —dijo Otsū—. Ven, te lo mostraré.

La muchacha dejó la bandeja en el suelo y se dispuso a acompañarle a lo largo del pasillo. De súbito, el samurai se precipitó hacia ella y la abrazó por detrás.

—¿Qué te parece si me haces compañía en el baño? —le sugirió lascivamente.

—¡No hagas eso, suéltame! —gritó Otsū, pero el hombre le dio la vuelta, le sujetó el rostro con sus grandes manos y le rozó la mejilla con los labios.

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