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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (14 page)

—Siempre pensé que eras amable, Takuan, pero en lo más hondo eres muy duro, ¿no es cierto? No sabía que te interesaran las leyes del daimyō.

—Pues ya lo ves. Creo que el bien debe ser premiado y el mal castigado, y he venido aquí con la autoridad necesaria para hacer tal cosa.

—¡En! ¿Qué ha sido eso? —exclamó Otsū, poniéndose en pie junto al fuego—. ¿No lo has oído? ¡Un crujido, como de pisadas, en esos árboles de ahí!

—¿Pisadas? —Takuan aguzó el oído, pero al cabo de unos instantes se echó a reír—. Ja, ja. Sólo son monos. ¡Mira!

Distinguieron las siluetas de un mono grande y otro pequeño que se balanceaban entre los árboles.

Visiblemente aliviada, Otsū volvió a sentarse.

—¡Uf, qué susto me he llevado!

Durante las dos horas siguientes permanecieron sentados en silencio, contemplando las llamas. Cada vez que éstas disminuían, Takuan rompía unas ramas secas y las echaba a la fogata.

—¿En qué estás pensando, Otsū?

—¿Yo?

—Sí, tú. Aunque lo hago continuamente, lo cierto es que detesto conversar conmigo mismo.

Otsū tenía los ojos hinchados a causa del humo. Miró el cielo estrellado y habló en voz queda.

—Pensaba en lo extraño que es el mundo. Todas esas estrellas ahí arriba, en la negrura vacía... No, no quiero decir eso. La noche es plena, parece abarcarlo todo. Si contemplas las estrellas durante largo tiempo, puedes verlas moverse, con un movimiento lento, muy lento. No puedo dejar de pensar que el mundo entero se mueve, lo siento así, y sé que no soy más que una mota minúscula en la inmensidad, una mota controlada por algún poder terrible que ni siquiera veo. Incluso mientras estoy sentada pensando, mi destino es cambiado poco a poco. Mis pensamientos parecen trazar círculos y más círculos.

—¡No me estás diciendo la verdad! —replicó Takuan severamente—. Claro que esas ideas te han entrado en la cabeza, pero lo cierto es que tenías algo mucho más concreto en la mente.

Otsū guardó silencio.

—Te pido perdón por violar tu intimidad, Otsū, pero he leído esas cartas que recibiste.

—¿Has hecho eso? ¡Pero el sello no estaba roto!

—Las leí después de que te encontrara en la cabaña del telar. Cuando dijiste que no las querías, me las guardé bajo la manga. Supongo que obré mal, pero más tarde, cuando estaba en el excusado, las saqué y leí sólo para pasar el rato.

—¡Eres terrible! ¿Cómo has podido hacer semejante cosa? ¡Y sólo para pasar el rato!

—Bueno, por la razón que fuera. La cuestión es que ahora comprendo a qué se debió tu llanto y por qué parecías medio muerta cuando te encontré. Pero mira, Otsū, creo que has sido afortunada, que, a la larga, es mejor que las cosas hayan salido así. ¿Crees que yo soy terrible? ¡Pues fíjate en él!

—¿Qué quieres decir?

—Matahachi fue y sigue siendo un irresponsable. Si te casaras con él y un día te sorprendiera con una carta como ésa, ¿qué harías entonces? No me lo digas, te conozco. Te arrojarías al mar desde lo alto de un acantilado. Me alegro de que todo haya terminado antes de llegar a ese extremo.

—Las mujeres no pensamos de esa manera.

—¿De veras? ¿Cómo pensáis?

—¡Estoy tan enfadada que podría gritar! —Tiró airadamente de las mangas de su kimono con los dientes—. ¡Algún día le encontraré! ¡Juro que lo haré! No descansaré hasta haberle dicho a la cara lo que pienso de él. Y digo lo mismo con respecto a esa Okō.

Lágrimas de cólera le anegaron los ojos. Mirándola con fijeza, Takuan le dijo crípticamente:

—Ha empezado, ¿verdad?

Ella le miró atónita.

—¿Qué?

Takuan miró el suelo y pareció ordenar sus pensamientos. Entonces le dijo:

—Escucha, Otsū, confiaba de veras en que por lo menos tú te libraras de los males y las dificultades de este mundo, que tu dulce e inocente yo pasara por todas las etapas de la vida sin ensuciarse ni sufrir daño alguno. Pero parece que los ásperos vientos del destino han empezado a azotarte, como le sucede a todo el mundo.

—¡Oh, Takuan! ¿Qué debería hacer? ¡Estoy tan..., tan..., enfadada! —El llanto le sacudía los hombros mientras ocultaba el rostro en las rodillas.

Al amanecer había llorado hasta quedarse sin lágrimas, y los dos se retiraron a la cueva para dormir. Aquella noche vigilaron junto al fuego, y todo el día siguiente se lo pasaron durmiendo de nuevo en la cueva. Tenían mucha comida, pero Otsū estaba perpleja y decía una y otra vez que no entendía cómo capturarían a Takezō si seguían así. Takuan, por su parte, se mantenía sublimemente imperturbable, y Otsū no tenía la menor idea de los pensamientos que pasaban por su mente. El monje no intentaba buscar en ninguna parte ni estaba en modo alguno desconcertado porque Takezō no se presentaba.

La noche del tercer día, como las noches anteriores, se mantuvieron en vela al lado del fuego.

—Takuan —le dijo finalmente Otsū, incapaz de seguir conteniéndose—. Como sabes, ésta es nuestra última noche. Mañana se habrá acabado el tiempo.

—Humm. Eso es cierto.

—Bien, ¿qué te propones hacer?

—¿Hacer acerca de qué?

—¡Oh, no seas tan terco! Supongo que recuerdas la promesa que le hiciste al capitán.

—¡Claro, no faltaría más!

—En fin, si no le llevamos a Takezō...

—Lo sé, lo sé —la interrumpió él—. Tendré que colgarme del viejo cedro. Pero no te preocupes. Todavía no estoy preparado para morir.

—Entonces ¿por qué no vas en su busca?

—¿Crees de veras que si lo hiciera le encontraría? ¿En estas montañas?

—¡No te comprendo en absoluto! Y, no obstante, sólo por estar aquí sentada, siento que me vuelvo más valiente y hago acopio del ánimo necesario para dejar que las cosas se desarrollen en uno u otro sentido. —Se echó a reír—. O a lo mejor es que me estoy volviendo loca, como tú.

—No estoy loco, simplemente tengo valor. Eso es lo único que hace falta.

—Dime, Takuan, ¿ha sido el valor y nada más lo que te ha hecho meterte en esto?

—Sí.

—¡Nada más que valor! Eso no es muy alentador. Creía que escondías en la manga alguna artimaña infalible.

Otsū había estado a punto de compartir la confianza de su compañero, pero la revelación de que éste actuaba por pura audacia la desalentó. ¿Acaso estaba completamente loco? A veces la gente toma por genios a personas que no están en su sano juicio, y Takuan podría ser una de ellas. Otsū empezaba a pensar que ésa era una clara posibilidad.

El monje, sereno como siempre, siguió contemplando distraídamente el fuego. Finalmente, como si acabara de darse cuenta, musitó:

—Es muy tarde, ¿verdad?

—¡Claro que lo es! —replicó Otsū con premeditada aspereza—. Pronto amanecerá. —Se preguntó por qué había confiado en aquel lunático suicida.

El monje no prestó atención a la acidez de su respuesta y dijo como si hablara consigo mismo:

—Es curioso, ¿verdad?

—¿Qué estás murmurando, Takuan?

—Se me acaba de ocurrir que Takezō tiene que venir muy pronto.

—Sí, pero tal vez no se da cuenta de que tenéis una cita. —Miró al monje sin sonreír, pero suavizó su tono al preguntarle—: ¿Crees realmente que vendrá?

—¡Claro que sí!

—Pero ¿por qué habría de caer voluntariamente en una trampa?

—No es exactamente eso, sino algo relacionado con la naturaleza humana. En el fondo, la gente no es fuerte, sino débil, y la soledad no es su estado natural, sobre todo cuando se debe a que uno está rodeado de enemigos y le persiguen con espadas.

Puede que te parezca natural, pero me sorprendería mucho que Takezō resistiera la tentación de hacernos una visita y calentarse al lado del fuego.

—¿No serán ilusiones? Puede que esté muy lejos de aquí.

Takuan sacudió la cabeza.

—No, no son sólo ilusiones. Ni siquiera es mi propia teoría, sino la de un maestro de la estrategia. —Se había expresado con tanta confianza, que a Otsū le alivió que su desacuerdo fuese tan definitivo—. Creo que Shimmen Takezō está muy cerca de aquí, pero todavía no ha decidido si somos amigos o enemigos. Probablemente el pobre muchacho está acosado por numerosas dudas y se debate en ellas, incapaz de avanzar o retroceder. Yo diría que en estos momentos está oculto en las sombras, mirándonos furtivamente y preguntándose con desesperación qué debe hacer. Ah, lo sé. ¡Déjame la flauta que llevas en el obi!

—¿Mi flauta de bambú?

—Sí, la tocaré un poco.

—No, imposible. Nunca permito a nadie que la toque.

—¿Por qué? —insistió Takuan.

—¡No importa por qué! —replicó ella, sacudiendo la cabeza.

—¿Qué hay de malo en que me la dejes? Las flautas mejoran cuanto más se las toca. No le haré ningún daño.

—Pero... —Otsū cerró con firmeza la mano alrededor de la flauta sujeta en su obi.

Siempre la llevaba junto a su cuerpo, y Takuan sabía lo mucho que apreciaba aquel instrumento. Sin embargo, nunca habría imaginado que la muchacha se negara a dejarle tocar con ella.

—No te la romperé, Otsū, en serio. He manejado docenas de flautas. Vamos, mujer, por lo menos déjame tocarla.

—No.

—¿Pase lo que pase?

—De ninguna manera.

—¡Eres testaruda!

—Lo sé.

Takuan dejó de insistir.

—Bueno, entonces te escucharé. ¿Me tocarás una piececilla?

—Tampoco quiero hacer eso.

—¿Por qué no?

—¡Porque me echaría a llorar y no puedo tocar la flauta cuando lloro!

—Humm —musitó Takuan.

Aunque le daba lástima esa tenacidad obstinada, tan característica de los huérfanos, era consciente del vacío que existía en lo más profundo de sus testarudos corazones. Le parecían destinados a anhelar desesperadamente lo que no pueden tener, el amor de los padres con el que nunca han estado bendecidos.

Otsū llamaba constantemente a los padres que no había conocido, y éstos a ella, pero no tenía un conocimiento de primera mano del amor paternal. La flauta era el único objeto que sus padres le habían dejado, la única imagen de ellos que había tenido jamás. Cuando tenía tan poca edad que apenas podía ver la luz del día, la dejaron abandonada como un gatito en el porche de Shippōji, con la flauta sujeta a su minúsculo obi. Era el único vínculo que en el futuro podría permitirle buscar a sus familiares. No sólo era la imagen, sino también la voz de la madre y el padre a los que nunca había visto.

«¡Así que llora cuando la toca! —pensó Takuan—. No me extraña que sea tan reacia a permitir que nadie la toque e incluso a tocarla ella misma.» La muchacha le daba lástima.

Aquella tercera noche, la luna perlina relució por primera vez en el cielo, disolviéndose de vez en cuando tras las nubes vaporosas. Los gansos silvestres, que siempre emigran a Japón en otoño y regresan a sus territorios en primavera, volaban hacia el norte, y en ocasiones sus graznidos les llegaban a través de las nubes.

Takuan salió de su ensoñación y dijo:

—El fuego se ha extinguido, Otsū. ¿Quieres echarle más leña? ¿Eh? ¿Qué te ocurre? ¿Algo va mal?

Otsū no le respondió.

—¿Estás llorando?

Ella siguió sin decir nada.

—Siento haberte recordado el pasado. No tenía intención de acongojarte.

—No es nada —susurró ella—. No debería haber sido tan testaruda. Por favor, toma la flauta y tócala.

Sacó el instrumento de su obi y se lo ofreció por encima del fuego. Estaba envuelto en un paño de brocado antiguo y desvaído, muy desgastado, con los cordones deshilachados, pero aún conservaba cierta elegancia añeja.

—¿Puedo mirarla? —inquirió Takuan.

—Sí, por favor. Ya no importa.

—¿Por qué no la tocas en vez de hacerlo yo? La verdad es que preferiría escucharte. Mira, me pondré así. —Se volvió de lado, rodeándose las rodillas con los brazos.

—De acuerdo, pero no sé tocar muy bien —dijo ella con modestia—. Lo intentaré.

Se arrodilló en la hierba, adoptando una postura formal, enderezó el cuello de su kimono e hizo una reverencia a la flauta que estaba ante ella. Takuan no dijo nada más, y ya ni siquiera parecía estar allí presente. No había más que el grande y solitario universo envuelto en la noche. La forma oscura del monje podría haber sido una roca que hubiera caído rodando desde la ladera de la colina, deteniéndose en la llanura.

Con el pálido rostro vuelto ligeramente a un lado, Otsū se llevó a los labios la preciada reliquia de familia. Mientras humedecía la boquilla y se preparaba interiormente para tocar, parecía una Otsū totalmente distinta, una Otsū que encarnaba la fuerza y la dignidad del arte. Volviéndose a Takuan, una vez más, como era correcto, afirmó que carecía por completo de habilidad. Él hizo un gesto de asentimiento rutinario.

Comenzó a oírse el sonido líquido de la flauta. Mientras los delgados dedos de la muchacha se movían sobre los siete orificios del instrumento, sus nudillos parecían minúsculos gnomos entregados a una danza lenta. Era un sonido bajo, como el gorgoteo de un arroyo. Takuan tuvo la sensación de que él mismo se había convertido en una corriente de agua que fluía en el fondo de una garganta, retozando en los bajos. Cuando sonaban las notas altas, sentía que su espíritu flotaba en el aire para juguetear con las nubes. El sonido de la tierra y las reverberaciones del cielo se mezclaban y eran transformadas en los nostálgicos suspiros de la brisa que soplaba entre los pinos, lamentando la transitoriedad de este mundo.

Al tiempo que escuchaba arropado y con los ojos cerrados, Takuan no podía evitar acordarse de la leyenda del príncipe Hiromasa, el cual, cuando una noche iluminada por la luna paseaba ante la puerta Suzaku de Kyoto, tocando la flauta al caminar, oyó el sonido de otra flauta que armonizaba con la suya. El príncipe buscó al flautista y lo encontró en el piso superior del portal. Tras intercambiar sus flautas, los dos tocaron juntos durante toda la noche. Sólo más tarde el príncipe descubrió que su compañero había sido un diablo con forma humana.

«Incluso a un diablo le conmueve la música —se dijo Takuan—. ¡Cuánto más profundamente un ser humano, sometido a las cinco pasiones, debe ser afectado por el sonido de la flauta en manos de esta bella muchacha!» Sentía deseos de llorar, pero no vertió ninguna lágrima. Hundió más el rostro entre las rodillas, abrazándolas inconscientemente con más fuerza.

A medida que la luz de la fogata disminuía, las mejillas de Otsū se teñían de un rojo más intenso. Estaba tan absorta en su música que era difícil distinguirla del instrumento que tocaba.

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