Authors: Eiji Yoshikawa
Takuan sacudió la cabeza.
—¡Tonterías! —replicó, y, al ver que Barba Rala se disponía a responderle, le silenció alzando un dedo—. ¡Eso no es lo que acordamos!
El capitán, al ver que su dignidad estaba seriamente amenazada, empezó a discutir.
—Mira, Takuan, sin duda recibirás el dinero que el gobierno ha ofrecido como recompensa, pero en mi calidad de oficial representante del señor Terumasa, tengo el deber de hacerme cargo del prisionero. Su destino ya no tiene por qué preocuparte. ¡No te molestes siquiera pensando en ello!
Takuan no hizo esfuerzo alguno por responder y se echó a reír estrepitosamente. Y cada vez que la risa parecía remitir, cobraba nuevos bríos.
—¡Cuidado con tus modales, monje! —le advirtió el capitán—. ¿Qué encuentras tan divertido? —farfulló—. ¿Crees que todo esto es una broma?
—¿Mis modales? —repitió Takuan, volviendo a desternillarse de risa—. ¿Mis modales? Oye, Barba Rala, ¿estás pensando en romper nuestro acuerdo y faltar a tu sagrada palabra? ¡Porque de ser así te advierto que dejaré en libertad a Takezō ahora mismo!
Lanzando al unísono un grito ahogado, los aldeanos empezaron a alejarse poco a poco.
—¿Listo? —preguntó Takuan, disponiéndose a coger la cuerda que ataba a Takezō. El capitán se quedó sin habla—. Y cuando lo desate, voy a incitarlo contra ti. Podéis decidirlo luchando entre vosotros. ¡Entonces arréstalo si puedes!
—¡Alto, espera un momento!
—Yo he cumplido mi parte del trato —siguió diciendo Takuan como si estuviera a punto de quitar las ataduras al prisionero.
—Te he dicho que basta. —La frente del samurai estaba perlada de sudor.
—¿Por qué?
—Pues porque..., porque... —El capitán casi tartamudeó—. Ahora que está atado no tiene sentido soltarle para que cause más problemas, ¿no te parece? ¡Te diré lo que vamos a hacer! Puedes matar tú mismo a Takezō. Toma..., toma mi espada. Dame tan sólo la cabeza para que me la lleve. Eso es justo, ¿no?
—¡Que te dé su cabeza! ¡Ni lo sueñes! Dirigir funerales es uno de los cometidos del clero, pero entregar cadáveres o partes de ellos... Eso nos daría mala fama a los sacerdotes, ¿no? Nadie nos confiaría a sus muertos y, en cualquier caso, si empezamos a regalarlos los templos irán a la ruina en menos que canta un gallo. —Pese a que el capitán tenía la mano en la empuñadura de la espada, Takuan no podía resistirse a acosarle.
El monje se volvió a la multitud, serio de nuevo.
—Os he pedido que lo discutierais entre vosotros y me dierais una respuesta. ¿Qué vamos a hacer? La anciana dice que no basta con matarle y que debemos torturarle primero. ¿Qué os parece le dejamos atado al tronco del cedro durante unos días? Atado de pies y manos y expuesto a los elementos día y noche. Probablemente los cuervos le sacarán los ojos. ¿Qué decís a eso?
La propuesta de Takuan pareció a los aldeanos tan inhumana y cruel que al principio ninguno pudo responder..., excepto Osugi, quien dijo:
—Takuan, esta idea tuya muestra lo sabio que eres realmente, pero creo que deberíamos tenerle atado toda una semana..., ¡no, más! Que esté atado ahí diez o veinte días. Entonces vendré yo misma y le asestaré el golpe fatal.
Takuan asintió sin más.
—De acuerdo. ¡Así sea!
Desató la cuerda de la barandilla y arrastró a Takezō, como un perro sujeto a una traílla, hasta el árbol. El prisionero fue dócilmente, con la cabeza gacha y sin decir nada. Parecía tan arrepentido que algunos de los aldeanos más compasivos sintieron cierta lástima por él. Pero la excitación por la captura de la «bestia salvaje» no se había disipado y todo el mundo participó con entusiasmo en la diversión. Tras rodearle con varios largos de cuerda, alzaron al prisionero hasta una rama a unos treinta pies del suelo, le tendieron en ella y le ataron fuertemente. Sujeto de aquella manera, más parecía un gran muñeco de paja que un hombre vivo.
Cuando Otsū regresó al templo tras los días pasados en la montaña, empezó a sentirse extraña e intensamente melancólica cada vez que estaba a solas en su habitación. Ignoraba las causas, puesto que estar sola no era nada nuevo para ella, y siempre había alguien en los alrededores del templo. Tenía todas las comodidades del hogar, pero ahora se sentía más solitaria que en cualquier otro momento durante aquellos tres largos días en la desolada colina con sólo Takuan por compañero. Sentada en la mesa baja junto a su ventana, con la barbilla apoyada en las palmas, reflexionaba en sus sentimientos antes de llegar a una conclusión.
Tenía la sensación de que aquella experiencia le había permitido ver los entresijos de su corazón. Se dijo que la soledad es como el hambre, que no está fuera sino dentro de uno mismo. Sentirse solitario es sentir que a uno le falta algo, algo vitalmente necesario, pero Otsū no sabía qué era.
Ni la gente que la rodeaba ni las comodidades de la vida en el templo podían mitigar la sensación de aislamiento que ahora experimentaba. Allá, en las montañas, sólo había el silencio, los árboles y la niebla, pero también tenía a Takuan. Había comprendido, como si fuese una revelación, que el monje no estaba totalmente fuera de ella. Sus palabras le habían llegado directamente al corazón, le habían calentado e iluminado como no podría hacerlo ningún fuego o lámpara. Entonces llegó a la conclusión inocente de que se sentía sola porque Takuan no estaba a su lado.
Una vez efectuado este descubrimiento, se levantó, pero su mente seguía dando vueltas al problema que ahora tenía. Tras decidir el castigo de Takezō, Takuan se pasaba encerrado mucho tiempo en la habitación de los huéspedes con el samurai de Himeji. Como el monje debía ir del templo al pueblo y viceversa tan a menudo, a fin de realizar numerosos recados, no disponía de tiempo para sentarse y hablar con ella como lo había hecho en las montañas. Otsū tomó de nuevo asiento.
¡Ojalá tuviera una amiga! No necesitaba muchas, sólo una que la conociera bien, con la que pudiera contar, una persona fuerte y absolutamente digna de confianza. Eso era lo que anhelaba, lo ansiaba tanto que casi estaba para volverse loca.
Claro que le quedaba su flauta, pero una muchacha de dieciséis años tiene en su interior interrogantes e incertidumbres a los que un pedazo de bambú no puede dar respuesta. Necesitaba intimidad y la sensación de que participaba de la vida real y no sólo la observaba.
—¡Qué asco me da todo! —dijo en voz alta, pero dar rienda suelta a sus sentimientos no mitigó en modo alguno el odio que sentía por Matahachi. Sus lágrimas caían sobre la mesita lacada, la airada sangre que corría por sus venas le azuleaba las sienes, dolorosos latidos le asestaban la cabeza. La puerta corredera se deslizó en silencio detrás de ella. En la cocina del templo, el fuego de la cena ardía vivamente.
—¡Aja! ¡De modo que es aquí donde te habías escondido! ¡Aquí sentada dejando que el día entero se te deslice entre los dedos!
Osugi estaba en el marco de la puerta. Otsū salió, sobresaltada, de su ensimismamiento y titubeó un instante antes de dar la bienvenida a la anciana y ofrecerle un cojín para que se sentara. Osugi lo hizo sin perder tiempo en formalidades.
—Mi buena nuera... —empezó a decir en un tono ampuloso.
—Sí, señora —respondió Otsū, la cual, intimidada, había hecho una profunda reverencia ante la vieja bruja.
—Ahora que has reconocido nuestra relación, hay cierta cosilla de la que deseo hablarte. Pero primero tráeme un poco de té. Hasta ahora he hablado con Takuan y el samurai de Himeji, y el acólito del templo ni siquiera nos ha servido un refresco. ¡Estoy sedienta!
Otsū le trajo obediente el té.
—Quiero hablar de Matahachi —le dijo la anciana sin preámbulos—. Por supuesto, sería una estúpida si me creyera una sola palabra de lo que ha dicho ese embustero de Takezō, pero parece ser que Matahachi está vivo y ahora reside en otra provincia.
—¿Es eso cierto? —le dijo fríamente Otsū.
—No puedo estar segura, pero sigue en pie el hecho de que el sacerdote de aquí, actuando como tu tutor, accedió a que te casaras con mi hijo, y la familia Hon'iden ya te ha aceptado como su novia. Pase lo que pase en el futuro, espero que no se te ocurra desdecirte de tu palabra.
—Bueno...
—Jamás harías semejante cosa, ¿verdad?
Otsū exhaló un leve suspiro.
—Muy bien, entonces, ¡me alegra saberlo! —La anciana hablaba como si pospusiera una cita—. Ya sabes cómo habla la gente, y no podemos saber cuándo regresará Matahachi. Por eso quiero que abandones este templo y vengas a vivir conmigo. Tengo más trabajo del que puedo hacer, y puesto que mi nuera está tan ocupada con su propia familia, no puedo pedirle mucho. Como ves, necesito tu ayuda.
—Pero yo...
—¿Quién que no sea la prometida de Matahachi podría entrar en la casa Hon'iden?
—No lo sé, pero...
—¿Estás tratando de decirme que no quieres venir? ¿No te gusta la idea de vivir bajo mi propio techo? ¡La mayoría de las chicas saltarían de alegría ante esa oportunidad!
—No, no se trata de eso. Es que...
—¡Entonces deja de perder el tiempo y recoge tus cosas!
—¿Ahora mismo? ¿No sería mejor esperar?
—¿Esperar a qué?
—Hasta..., hasta que Matahachi regrese.
—¡De ninguna manera! —exclamó la mujer con rotundidad—. Antes de que llegue ese momento podrías empezar a pensar en otros hombres. Tengo el deber de velar por tu buen comportamiento. Entretanto, me ocuparé de que aprendas a trabajar en el campo, cuides de los gusanos de seda, cosas una costura en línea recta y actúes como una dama.
—Ah..., ya veo.
Otsū no tenía fuerzas para protestar. La cabeza seguía latiéndole, y aquella cháchara sobre Matahachi le había producido un nudo en el pecho. Temía que si decía una palabra más no podría impedir un torrente de lágrimas.
—Y hay otra cosa —dijo Osugi. Sin hacer caso del dolor de la muchacha, alzó la cabeza con gesto imperioso—. Todavía no estoy muy segura de lo que ese monje impredecible se propone hacer con Takezō, y eso me preocupa. No quiero perderles de vista a los dos hasta asegurarme de que Takezō ha muerto. Les vigilaré día y noche. Si no se le vigila bien de noche, vete a saber lo que Takuan podría hacer. ¡Es posible que estén confabulados!
—Entonces ¿no te importa que me quede aquí?
—De momento, no, puesto que no puedes estar en dos sitios a la vez, ¿no es cierto? Vendrás con tus pertenencias a la casa Hon'iden el que día en que la cabeza de Takezō haya sido separada de su cuerpo. ¿Entendido?
—Sí, entendido.
—¡No vayas a olvidarlo! —dijo Osugi en tono muy brusco mientras salía estrepitosamente de la habitación.
Entonces, como si hubiera estado esperando la oportunidad, apareció una sombra en la ventana cubierta de papel y una voz masculina llamó en voz baja:
—¡Otsū! ¡Otsū!
Confiando en que fuese Takuan, la muchacha apenas miró la forma de la sombra antes de apresurarse a abrir la ventana. Cuando lo hizo, retrocedió sorprendida, pues los ojos a los que se enfrentó eran los del capitán. Éste le cogió la mano y se la apretó.
—Has sido amable conmigo —le dijo—, pero acabo de recibir órdenes de Himeji y he de regresar.
—Qué lástima. —Intentó liberar su mano, pero el samurai se la apretaba demasiado.
—Al parecer, están realizando una investigación sobre el incidente que ha tenido lugar aquí —le explicó—. Si tuviera en mi poder la cabeza de Takezō, podría decir que he cumplido con mi deber de una manera honorable y estaría justificado. Pero ese loco y testarudo Takuan me lo impide, no quiere escuchar nada de lo que digo. Sin embargo, creo que tú estás de mi parte, y por eso he venido aquí. Toma esta carta y léela más tarde, por favor, en algún sitio donde nadie te vea.
Le puso la carta en las manos, dio media vuelta y se marchó. Ella le oyó bajar a toda prisa los escalones y alejarse por el camino.
Era más que una carta, pues contenía una gran pieza de oro, pero el mensaje era muy directo: le pedía a Otsū que cortara la cabeza de Takezō en los próximos días y se la llevara a Himeji.
Entonces el capitán la convertiría en su esposa, y así viviría en medio de la riqueza y la gloria durante el resto de sus días. Firmaba la misiva «Aoki Tanzaemon», un nombre que, según el propio testimonio del firmante, pertenecía a uno de los guerreros más célebres de la región. Otsū quiso echarse a reír, pero estaba demasiado indignada.
Cuando estaba terminando de leer la carta, Takuan la llamó.
—¿No has comido todavía, Otsū?
Ella se puso las sandalias y fue a hablar con el monje.
—No tengo apetito. Me duele la cabeza.
—¿Qué tienes en la mano?
—Una carta.
—¿Otra?
—Sí.
—¿De quién?
—¡Qué fisgón eres, Takuan!
—Curioso, hija mía, inquisitivo, ¡pero no fisgón!
—¿Querrías echarle un vistazo?
—Si no te importa...
—¿Sólo para pasar el rato?
—Ésa es una razón tan buena como cualquier otra.
—Ten. No me importa en absoluto.
Otsū le tendió la carta, y Takuan, después de leerla, se rió a carcajadas. Ella no pudo evitar que las comisuras de su boca también se curvaran hacia arriba.
—¡Ese pobre hombre! Está tan desesperado que intenta sobornarte con amor y dinero. ¡Esta carta es regocijante! ¡Debo decir que nuestro mundo es realmente afortunado al estar bendecido con semejante excepcional y probo samurai! Es tan valiente que pide a una simple niña que decapite al prisionero por él, y tan estúpido que lo hace por escrito.
—La carta tanto me da —dijo Otsū—, pero ¿qué voy a hacer con el dinero? —Entregó a Takuan la pieza de oro.
—Esto vale mucho —observó Takuan, sopesándola.
—Eso es lo que me inquieta.
—No te preocupes. Yo nunca he tenido el menor problema para deshacerme del dinero.
Takuan dio la vuelta el templo hasta la parte delantera, donde había un cepillo de limosnas. Se dispuso a echar allí la moneda, llevándosela primero a la frente, en deferencia a Buda, pero entonces cambió de idea.
—Pensándolo mejor, puedes quedártela. Me atrevería a decir que no te estorbará.
—No la quiero, sólo me causará problemas. Más adelante me interrogarían sobre su procedencia, y preferiría fingir que no la he visto nunca.
—Este oro, Otsū, ya no pertenece a Aoki Tanzaemon. Se ha convertido en una ofrenda al Buda, y éste te la ha concedido. Quédatela para que te dé buena suerte.