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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en un país extraño (18 page)

BOOK: Muerte en un país extraño
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—El día en que ella trató de clavarle unas tijeras, ¿no es verdad, comisario? —dijo Rossi.

—Fue sin gran convicción. Además, Peppino se lo impidió. —Sonrió al recordar la escena, uno de los momentos más absurdos de su carrera—. Y eran las tijeras de la labor.

—La
signora
Concetta es de armas tomar.

—Lo es —convino Brunetti—. Que vigilen a la novia de Ruffolo, ¿cómo se llama?

—Ivana
Nosecuantos
.

—Sí, ésa.

—¿Quiere que la interroguemos, comisario?

—No; les diría que no le ha visto. Pregunten a los vecinos del piso de abajo. Ellos denunciaron a Ruffolo la última vez. Quizá nos dejen apostar a un hombre en su apartamento por si el chico se presenta. Propónganselo.

—Sí, señor.

—¿Algo más?

—Nada más.

—Estaré en mi despacho hasta dentro de una hora. Llámenme desde el hospital, si ha sido Ruffolo.

Cuando Brunetti ya se iba, Rossi le dijo:

—Otra cosa, comisario. Anoche le llamaron por teléfono.

—¿Quién era?

—No lo sé. El agente que estaba en la centralita dijo que la llamada se recibió sobre las once. Era una mujer. Preguntó por usted, pero no hablaba italiano, o muy poco. El agente dijo algo más, pero ahora no recuerdo qué era.

—Entraré a hablar con él —dijo Brunetti mientras salía de la oficina.

En lugar de subir directamente a su despacho, entró en la cabina de la centralita, situada al extremo del pasillo. La atendía un policía de cara aniñada que no tendría más de dieciocho años. Brunetti no recordaba el apellido.

Al ver a Brunetti, el policía se puso en pie rápidamente, dando un tirón al cable que conectaba sus auriculares a la centralita.

—Buenos días, comisario.

—Buenos días. Siéntese, haga el favor.

El joven obedeció, apoyando nerviosamente las posaderas en el borde del asiento.

—Me ha dicho Rossi que anoche me llamaron por teléfono.

—Sí, señor —asintió el joven, sobreponiéndose al impulso de cuadrarse al hablar con un superior.

—¿Atendió usted la llamada?

—Sí, señor. —Entonces, adelantándose a la pregunta de Brunetti de por qué seguía allí al cabo de doce horas, el joven explicó:

—Sustituía a Monico, que está enfermo.

Brunetti, indiferente a este detalle, preguntó:

—¿Qué dijo la mujer?

—Preguntó por usted, comisario. Pero hablaba muy poco italiano.

—¿Recuerda qué dijo exactamente?

—Sí, señor —respondió el muchacho, revolviendo en la mesa de la centralita—. Lo tengo anotado.

Apartó unos papeles, levantó una hoja y leyó:

—Preguntó por usted, pero no dejó nombre ni ningún mensaje. Yo le solicité su nombre, pero ella no me contestó, o no me entendió. Le dije que usted no estaba, pero ella volvió a preguntar por usted.

—¿Hablaba en inglés?

—Creo que sí, señor, pero sólo dijo un par de palabras, que yo no entendí. Le pedí que hablara en italiano.

—¿Qué dijo?

—Algo que sonó como «
basta
» o quizá «
pasta
», o «
posta
».

—¿Algo más?

—No, señor. Sólo eso. «
Basta
» o «
pasta
» y colgó.

—¿Cómo sonaba su voz?

—¿Que cómo sonaba?

—Sí, alegre, triste o nerviosa.

El joven reflexionó y al fin respondió:

—No sonaba de ningún modo en particular. Sólo defraudada por no encontrarlo, me parece.

—Está bien. Si vuelve a llamar, póngala conmigo o con Rossi. Él habla inglés.

—Sí, señor —dijo el joven.

Cuando Brunetti se volvía para salir de la cabina, pudo más el impulso, y el joven se puso en pie de un salto para saludar militarmente a la espalda del comisario que se alejaba.

Una mujer, que hablaba muy poco italiano. «
Mol
to poco
», evocó que había dicho la doctora. También recordó algo que su padre le había dicho a propósito de la pesca, cuando aún se podía pescar en la laguna: no había que mover el anzuelo, porque eso asustaba a los peces. Así pues, esperaría. Al fin y al cabo, ella estaría allí seis meses más y él no tenía intención de moverse. Si no volvía a llamar, él la llamaría el lunes al hospital.

¡Conque Ruffolo ya estaba en la calle y había vuelto a las andadas! Ruffolo, ratero y revientapisos, se había pasado los diez últimos años entrando y saliendo de la cárcel, adonde Brunetti lo había enviado dos veces. Sus padres habían venido de Nápoles hacía años, trayendo a este delincuente juvenil. El padre había muerto alcoholizado, pero no sin antes inculcar en su hijo el principio de que los Ruffolo no habían nacido para cosas tan vulgares como el trabajo, el comercio, ni siquiera el estudio.

Giuseppe, digno hijo de su padre, nunca había trabajado; el único comercio que había ejercido era el de objetos robados y lo único que había estudiado era cómo abrir una cerradura o colarse en una casa. Si había vuelto al trabajo tan pronto después de que lo soltaran era prueba de que no había desperdiciado los dos años pasados en la cárcel.

Brunetti, sin embargo, no podía reprimir cierta simpatía por la madre y el hijo. Peppino no parecía hacer personalmente responsable a Brunetti del arresto, y la
signora
Concetta, una vez olvidado el incidente de las tijeras, había quedado agradecida porque Brunetti declaró en el juicio que Ruffolo siempre se había abstenido de emplear la fuerza o las amenazas de violencia en la comisión de sus delitos. Probablemente, su testimonio influyó en que la condena por robo con fuerza fuera sólo de dos años.

Brunetti no necesitaba hacer bajar a nadie al archivo a buscar el expediente de Ruffolo. Antes o después, el chico aparecería en casa de su madre o en la de Ivana, y volvería a la cárcel, a adquirir más práctica en el crimen y acabar de hundirse.

Al llegar a su despacho, Brunetti se puso a buscar el informe de Rizzardi, de la autopsia del joven norteamericano. Cuando hablaron, el forense no dijo nada acerca de la presencia de drogas en la sangre, y después de la autopsia Brunetti no se lo preguntó. Encontró el informe en la mesa, lo abrió y empezó a hojearlo. Rizzardi había cumplido su amenaza, y el lenguaje era prácticamente indescifrable. En la segunda página, vio lo que parecía la respuesta, aunque era difícil aclararse, con aquellos términos latinos tan largos y aquella sintaxis atormentada. Lo leyó de arriba abajo tres veces y se sintió relativamente seguro de que decía que no se habían encontrado en la sangre vestigios de droga alguna. Le hubiera sorprendido que la autopsia hubiera revelado otra cosa.

Zumbó el intercomunicador. Él respondió con un inmediato:

—Sí, señor.

Patta no se molestó en preguntarle cómo sabía quién le llamaba, señal inequívoca de que la llamada era importante.

—Tenemos que hablar, comisario.

El empleo del título en lugar del apellido confirmaba la importancia de la llamada.

Brunetti resistió la tentación de señalar que ya estaban hablando y se limitó a responder que enseguida bajaba al despacho del
vicequestore
. Patta era hombre de registros limitados, todos ellos, claramente legibles, y el de hoy tendría que descifrarlo Brunetti con sumo cuidado.

Cuando entró en el despacho, Brunetti encontró a su superior sentado detrás de un escritorio despejado, con las manos enlazadas ante sí. Por regla general, Patta procuraba dar una impresión de actividad, aunque fuera poniéndose una carpeta vacía delante. Hoy, nada, sólo una cara seria, incluso solemne, y las manos juntas. El olor ácido de una colonia andrógina emanaba de Patta, cuya cara parecía esta mañana, más que rasurada, bruñida. Brunetti se paró delante de la mesa, preguntándose cuánto rato se quedaría Patta en silencio, técnica que utilizaba con frecuencia para realzar la importancia de lo que tenía que comunicar.

Finalmente, dijo:

—Siéntese, comisario.

La reiteración en el uso de su título anunció a Brunetti que lo que iba a oír era desagradable y que Patta lo sabía.

—Deseo hablar de ese robo —empezó Patta, sin más preámbulos, tan pronto como Brunetti se sentó.

Brunetti sospechaba que no se refería al cometido la noche anterior en el Gran Canal, a pesar de que la víctima era un industrial de Milán. Generalmente, un ataque a una persona tan relevante bastaría para inducir a Patta a cualquier exceso para aparentar diligencia.

—Sí, señor —aceptó Brunetti.

—Hoy me he enterado de que volvió usted a Vicenza.

—Sí, señor.

—¿Por qué lo consideró necesario? ¿No tiene bastantes cosas que hacer aquí, en Venecia?

—Quería hablar con algunas de las personas que conocían a la víctima.

—¿No habló con ellas en su primer viaje?

—No, señor; no tuve tiempo.

—No me dijo nada aquella tarde, cuando regresó.

Como Brunetti no respondiera, Patta preguntó:

—¿Por qué no lo hizo el primer día?

—No hubo tiempo.

—A las seis ya estaba aquí. Podía haberse quedado y terminado los trámites.

Brunetti tuvo dificultades para reprimir el asombro que le producía que Patta recordara un detalle tan nimio como la hora en que había regresado de Vicenza. Al fin y al cabo, este hombre se había mostrado incapaz de retener el apellido de más de dos o tres de sus policías de uniforme.

—No tuve ocasión de hacerlo.

—¿Y la segunda vez, qué pasó?

—Hablé con su oficial superior y con uno de los hombres que trabajaban con él.

—¿Y qué averiguó?

—Nada revelador.

Patta le miró con ojos llameantes.

—¿Qué quiere decir?

—Que no pude descubrir nada que revelara por qué alguien había de querer matarlo.

Patta alzó las manos y exhaló un gran suspiro de exasperación.

—Ahí está el quid, Brunetti. No hay ninguna razón por la que alguien hubiera de querer matarlo, y por eso no pudo usted encontrarla. Ni la encontrará, diría yo. Porque no existe. Lo mataron para robarle, y la prueba es que no llevaba la cartera.

Brunetti pensó entonces que la víctima también tenía un pie descalzo. ¿Significaba eso que lo mataron para robarle una Reebok del número 42?

Patta abrió el cajón de arriba y sacó varios papeles.

—Creo que bastante tiempo ha perdido ya con esas excursiones a Vicenza, Brunetti. No me gusta que incordie a los norteamericanos con esto. El crimen se cometió aquí y aquí encontraremos al asesino.

Patta hizo esta última afirmación en tono terminante. Levantó y miró uno de los papeles.

—De ahora en adelante, le agradeceré que aproveche mejor su tiempo.

—¿De qué manera, señor?

Patta le miró entornando los ojos, como si ello hubiera de permitirle detectar algo especial en el tono que acababa de emplear Brunetti y volvió a concentrar su atención en el papel.

—Quiero que usted se encargue de la investigación del robo que se ha cometido en el Gran Canal.

Brunetti estaba seguro de que el emplazamiento del delito, que denotaba que la víctima era una persona acaudalada, bastaba para hacerlo, a ojos de Parta, mucho más importante que un simple asesinato, especialmente si la víctima ni siquiera era un oficial.

—¿Y qué hacemos con el norteamericano, señor?

—Seguir el procedimiento acostumbrado. Ver si alguno de nuestros facinerosos habituales dice algo o parece tener de pronto más dinero de lo normal.

—¿Y si no?

—Los norteamericanos también investigan el caso —dijo Patta, como si esto zanjara la cuestión.

—Perdón, señor. Pero, ¿cómo pueden los norteamericanos investigar un caso que ha ocurrido en Venecia?

Patta entornó los párpados tratando de denotar sabiduría, pero sólo consiguió aparentar miopía.

—Tienen sus medios, Brunetti. Tienen sus medios.

Brunetti no lo dudaba, pero no estaba seguro de que tales medios se utilizaran necesariamente para descubrir al asesino.

—Preferiría continuar con esto, señor. No creo que sea obra de un atracador.

—Pues yo digo que sí, comisario. Y así lo consideraremos.

—¿Qué quiere decir, señor?

Patta trató de aparentar asombro.

—Significa, comisario, y quiero que preste atención a mis palabras, significa, ni más ni menos, lo dicho: que lo consideraremos un homicidio ocurrido durante un intento de robo.

—¿Oficialmente?

—Oficialmente —repitió Patta, y agregó, recalcando las sílabas con exagerado énfasis—: y también extraoficialmente.

Brunetti no necesitó volver a preguntar a su superior qué quería decir. Patta, magnánimo en la victoria, prosiguió:

—Por supuesto, los norteamericanos le quedarán muy agradecidos por el interés y la diligencia demostrados en el caso.

Brunetti pensó que más lógico sería que le estuvieran agradecidos si hubiera resuelto el caso, pero no le pareció oportuno manifestar semejante opinión en un momento en que Patta estaba más cerril que nunca y había que tratarlo con cautela.

—No estoy muy seguro —empezó Brunetti, instilando en su voz duda y resignación—. Pero es posible. Desde luego, no he descubierto indicio alguno que apunte a otra posibilidad.

Descontando, por supuesto, cocaína por valor de cientos de millones.

Patta tuvo el detalle de no refocilarse en su victoria, pero no pudo menos que mostrarse efusivo.

—Me alegro de que lo vea así, Brunetti. Ello indica que está adquiriendo una visión más realista de lo que debe ser la labor de la policía.

Miró los papeles que acababa de poner encima de la mesa:

—Tenían un Guardi.

Brunetti, a quien había pillado desprevenido la velocidad con que su superior acababa de pasar de un tema a otro, sólo acertó a preguntar:

—¿Un qué?

Patta tuvo que fruncir los labios ante esta nueva prueba de la incurable incultura de los subalternos.

—Un Guardi, comisario. Francesco Guardi. Creí que, por lo menos, reconocería usted el nombre: es uno de sus más célebres pintores venecianos.

—Oh, perdón. Creí que era un televisor alemán.

Patta no pudo reprimir un enérgico «No» de reprobación, luego se dominó, carraspeó y bajó la mirada a los papeles.

—Lo único que tengo es una lista que nos ha dado el
signor
Viscardi. Un Guardi, un Monet y un Gauguin.

Con un esfuerzo evidente, se abstuvo de explicar que los dos últimos también eran pintores, aunque no venecianos.

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