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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en un país extraño (13 page)

BOOK: Muerte en un país extraño
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Bien, era indudable que el vino y la comida le habían puesto de mejor humor.

La escalera de su casa solía ser un excelente medio para medir su estado físico. Cuando estaba en buena forma, apenas la sentía; cuando estaba cansado, sus piernas acusaban cada uno de los noventa y cuatro escalones. Esta tarde, parecía que alguien había añadido uno o dos tramos.

Abrió la puerta esperando percibir el olor a hogar, a comida, a los distintos aromas que él asociaba al lugar en el que vivían. Pero hoy, al entrar, sólo olió a café recién hecho, que no era precisamente lo que más ansiaba un hombre que se había pasado el día trabajando en… sí, en América.

—¿Paola? —llamó mirando por el pasillo hacia la cocina. La voz de su mujer le contestó desde la otra dirección, la del cuarto de baño, y entonces una vaharada de aire húmedo y caliente llevó hasta él el perfume dulzón de las sales de baño. ¿Casi las ocho y bañándose?

Fue hasta la puerta entreabierta.

—¿Estás aquí? —preguntó, y entonces se dio cuenta de lo estúpida que era la pregunta, tan estúpida que ella no se molestó en contestarla sino que dijo:

—¿Llevarás el traje gris?

—¿El traje gris? —repitió él entrando en el cuarto lleno de vapor. Vio la cabeza de su mujer envuelta en una toalla flotando sobre una nube de espuma, como si la hubiera colocado allí cuidadosamente la persona que la había decapitado—. ¿El traje gris? —dijo otra vez, mientras pensaba en la extraña pareja que harían, él, con su traje gris y Paola, cubierta de burbujas.

Ella abrió los ojos, volvió la cara y le lanzó La Mirada, aquella mirada que siempre le hacía pensar que, a través de su persona, ella oteaba el desván donde guardaba la maleta de su marido, mientras calculaba cuánto tardaría en meter en ella todos sus efectos personales. La Mirada bastó para que él recordara que esta noche iban al casino con sus suegros, invitados por un viejo amigo de la familia. Ello significaba que cenarían tarde y que la cena sería carísima y, lo que era peor, o mejor, eso aún no había conseguido decidirlo, a cargo del amigo de la familia que la pagaría con su tarjeta de crédito de oro, ¿o era de platino? Y, después de la cena, una hora de juego o, lo que era peor, de ver jugar.

Brunetti había llevado la investigación las dos veces en que el personal del casino había sido acusado de distintas clases de fraude y, en ambas ocasiones, había sido el encargado de hacer los arrestos; le irritaba la empalagosa cortesía con que lo trataban el director y el personal. Si jugaba y ganaba, se preguntaba si hacían trampas a su favor y, si perdía, si querrían vengarse. Ni en un caso ni en el otro se molestaba en hacer reflexiones sobre la naturaleza de la suerte.

—Había pensado ponerme el azul marino —respondió, mostrando las flores e inclinándose hacia la bañera—. Te he traído esto.

La Mirada se trocó en La Sonrisa, una sonrisa que, a veces, todavía, tras veinte años de matrimonio, le hacía temblar las rodillas. Del agua salió una mano y luego un brazo. Ella le oprimió la muñeca dejándosela mojada y caliente y volvió a esconder el brazo en la espuma.

—Salgo dentro de cinco minutos. —Le miró a los ojos—. Si hubieras venido antes, hubieras podido bañarte tú también.

Él se echó a reír, rompiendo el hechizo.

—Pero entonces hubiéramos llegado tarde a la cena. —Muy cierto. Muy cierto. Pero se maldijo por haber perdido el tiempo en el bar. Salió del cuarto de baño, recorrió el largo pasillo hasta la cocina, puso las flores en el fregadero, tapó el desagüe y echó agua suficiente para cubrir los tallos.

En el dormitorio, vio que Paola había puesto un vestido largo rojo encima de la cama. No recordaba haberlo visto antes, pero, como rara vez recordaba los vestidos de su mujer, decidió que sería preferible no hacer comentarios. Si el vestido era nuevo y él decía algo, podía dar la impresión de que pensaba que ella gastaba demasiado en ropa y, si ya lo había llevado otras veces, parecería que no le prestaba atención. Suspiró ante las desigualdades del matrimonio, abrió el armario y decidió que, a fin de cuentas, se pondría el traje gris. Se quitó la chaqueta, el pantalón y la corbata y se miró la camisa en el espejo, preguntándose si serviría para la noche. Decidió que no, se la quitó y la dejó en el respaldo de una silla. Luego, volvió a vestirse, a regañadientes, pero, como buen italiano, sin considerar siquiera la posibilidad de no cambiarse para salir.

Minutos después, Paola entró en el dormitorio, con su rubia melena descubierta y la toalla alrededor del cuerpo, y fue a la cómoda en la que guardaba la ropa interior y los jerseys. Con naturalidad, dejó la toalla encima de la cama y se inclinó para abrir un cajón.

Mientras pasaba una nueva corbata por debajo del cuello de la camisa, él observó cómo ella se ponía unos panties negros y se ajustaba y abrochaba un sujetador. Para distraerse, se puso a pensar en la física que había estudiado en la universidad. Dudaba mucho que llegara a comprender las leyes de la dinámica y la tracción que debían respetar las prendas interiores femeninas, con tantas cosas que había que sostener, comprimir y fijar. Acabó de hacer el nudo de la corbata y sacó la chaqueta del armario. Cuando se la puso, ella se subía la cremallera del costado del vestido al tiempo que se calzaba unos zapatos negros. Los amigos de Brunetti solían lamentarse de que tenían que esperar una eternidad a que sus esposas se vistieran y maquillaran. A él Paola siempre le ganaba por la mano.

Ella abrió su lado del armario y sacó un abrigo largo que parecía hecho de escamas de pescado. La vio mirar un momento el visón colgado a un extremo, pero lo dejó donde estaba y cerró la puerta. Su padre le había regalado aquel visón en Navidad hacía años, pero ella no se lo ponía desde hacía dos años, Brunetti no sabía si porque estaba pasado de moda —suponía que las pieles también se pasaban de moda, lo mismo todas las prendas que usaban su mujer y su hija— o por el creciente sentimiento de rechazo hacia las prendas de piel que se manifestaba tanto en la prensa como en la mesa de su casa a las horas de comer.

Hacía dos meses, durante una cena familiar, estalló una acalorada discusión acerca de los derechos de los animales. Sus hijos mantenían que era un crimen llevar pieles, que los animales tenían los mismos derechos que los seres humanos y que negárselos era pecar de «especiecentrismo», término que Brunetti estaba seguro que acababan de inventarse para arrojárselo a la cara. Después de diez minutos de oírles discutir con Paola, los hijos, exigiendo iguales derechos para todas las especies del planeta, y la madre, tratando de distinguir los animales que son capaces de razonar de los que no, Brunetti, irritado con Paola por tratar de mantener una oposición racional a un argumento que a él le parecía idiota, alargó la mano por encima de la mesa y golpeó con el tenedor los huesos de pollo que su hija tenía a un lado del plato.

—No podemos vestirnos con ellos, pero sí comérnoslos, ¿eh? —espetó; se levantó y se fue a la sala a leer el periódico y tomar una copita de
grappa
.

Lo cierto es que salieron para el casino dejando el visón en el armario.

Desembarcaron del
vaporetto
en la parada de San Marcuola, y por calles estrechas, llegaron al puente arqueado que conducía a las verjas del Casino, ahora abiertas en un abrazo de bienvenida a todos los clientes. En la pared exterior, la visible desde el Gran Canal, se leían las palabras NON NOBIS, «no para nosotros», ya que, en tiempos de la República, a los venecianos les estaba vedada la entrada al casino. Sólo se podía desplumar a los extranjeros, los venecianos debían invertir el dinero con prudencia en lugar de dilapidarlo en juegos de azar. ¡Cómo deseaba Brunetti, al inicio de esta velada que se le aparecía interminable, que aún hubieran regido las leyes de la República, para poder ahorrarse las horas que se avecinaban!

Entraron en el vestíbulo de mármol y al momento un subdirector vestido de esmoquin salió del mostrador de recepción y saludó al comisario por su nombre.


Dottor
Brunetti.
Signora
—dijo, con una reverencia que puso un pliegue horizontal en su faja granate—, es un honor. Los señores ya están en el restaurante. —Con un ademán tan grácil como la reverencia, señaló hacia la derecha—. Si tienen la bondad, por aquí. Les acompaño.

Paola oprimió la mano de su marido, atajando la frase, que él tenía en la punta de la lengua, de que ya conocían el camino. Los tres entraron en el minúsculo ascensor y mantuvieron una sonrisa afable mientras el vetusto artilugio subía lentamente hasta el último piso.

El ascensor se paró con un brinco y el subdirector abrió las puertas gemelas y las sostuvo mientras salían Brunetti y Paola, a los que después condujo al iluminado restaurante. Al entrar, Brunetti miró en derredor buscando la salida más próxima y a cualquier persona que pareciera capaz de violencia, supervisión que hacía automáticamente al entrar en cualquier local público. En un ángulo, junto a una ventana que daba al Gran Canal, vio a sus suegros y a sus amigos, los Pastore, un anciano matrimonio de Milán, padrinos de Paola y los amigos más antiguos de sus padres, lo cual los situaba a resguardo de cualquier reproche o crítica.

Al acercarse Brunetti y Paola a la mesa, los dos hombres, que vestían traje oscuro de calidad idéntica aunque de distinto color, se levantaron. El padre de Paola besó a su hija en la mejilla y dio la mano a Brunetti, mientras el doctor Pastore se inclinaba a besar la mano de Paola y luego daba a Brunetti un abrazo y un beso en cada mejilla. A Brunetti, que nunca se sentía plenamente cómodo en presencia de este hombre, no dejaban de violentarle estas efusiones.

Una de las cosas que le echaban a perder esta cena anual, rito asumido en virtud de su matrimonio con Paola, era que al llegar se encontraban con que el doctor Pastore ya había elegido el menú. Naturalmente, el doctor se mostraba solícito, repetía que confiaba en que no les importaría que se hubiera tomado la libertad de encargar la cena, que ahora era temporada de esto o lo otro, que las trufas estaban en su mejor momento o que ya había setas tempranas. Y siempre tenía razón y la cena era deliciosa, pero a Brunetti le irritaba no poder pedir lo que le apetecía, aunque no fuera tan bueno como lo que le servían. Y, año tras año, se recriminaba su estupidez y su cabezonería, pero no podía reprimir aquella punzada de desagrado cuando, al llegar, descubría que la cena ya estaba pedida. ¿Cuestión de amor propio masculino? Seguramente, nada más que eso. Las consideraciones de índole gastronómica no tenían absolutamente nada que ver.

Se intercambiaron los cumplidos de rigor y se distribuyeron los sitios. Brunetti acabó sentado de espaldas a la ventana, con el doctor Pastore a su izquierda y el padre de Paola enfrente.

—Me alegro mucho de volver a verte, Guido —dijo el doctor Pastore—. Orazio y yo estábamos hablando de ti.

—Espero que mal —rió Paola, pero inmediatamente se volvió hacia su madre, que palpaba la tela de su vestido, señal de que era nuevo, y hacia la
signora
Pastore, que había retenido la mano de Paola.

El doctor fijó en Brunetti una mirada cortés e inquisitiva.

—Estábamos hablando de ese norteamericano. Tú llevas el caso, ¿verdad?

—Así es, en efecto.

—¿Por qué habían de querer matar a un norteamericano? Era soldado, ¿no? ¿Para robarle? ¿Por venganza? ¿Por celos? —Al doctor, como buen italiano, no se le ocurría ningún otro móvil.

—Quizá —dijo Brunetti, respondiendo a las cinco preguntas con una sola palabra. Luego enmudeció ante la llegada de dos camareros con sendas bandejas de
antipasto
a base de marisco que fueron presentando a cada comensal. El doctor, más interesado en el crimen que en la cena, esperó pacientemente a que todos se sirvieran y se ponderara la calidad de los alimentos y volvió a la carga.

—¿Tienes alguna idea?

—Ninguna en concreto —respondió Brunetti comiendo una gamba.

—¿Droga? —preguntó el padre de Paola, haciendo gala de más mundo que su amigo.

Brunetti repitió «Quizá» y comió varias gambas más, que encontró frescas y sabrosas.

A la palabra «droga», la madre de Paola se volvió hacia ellos y preguntó de qué hablaban.

—Del último asesinato de Guido —dijo su marido, como si su yerno, más que el policía encargado de aclarar el caso, fuera el asesino—. Estoy convencido de que resultará un crimen callejero. ¿Cómo los llaman en América? ¿
Mugging
? —Sorprendentemente, su tono se parecía al de Patta.

Como la signora Pastore no sabía nada del asesinato, su marido tuvo que ponerla al corriente. De vez en cuando, se volvía hacia Brunetti para pedirle pormenores o confirmación de algún detalle. Al comisario no le incomodaba esta conversación, porque, gracias a ella, la cena parecía transcurrir más aprisa de lo habitual. Así pues, mientras hablaban de crimen y horror, consumieron
risotto
, parrillada de pescado con guarnición de cuatro verduras, ensalada,
tiramisú
y café.

Mientras los hombres saboreaban su copita de
grappa
, el doctor Pastore, como todos los años, preguntó a las señoras si les apetecía acompañarle a la sala de juego. Las señoras respondieron que sí, y él, con una jovialidad renovada año tras año, sacó del bolsillo interior de la chaqueta tres bolsitas de gamuza y se las puso delante.

Como todos los años, Paola protestó:


Zio
Ernesto, no tenías que hacerlo —mientras, como de costumbre, se apresuraba a abrir la bolsita, que contenía fichas del casino. Brunetti observó que el surtido era el mismo de siempre, el equivalente a doscientas mil liras para cada una, cantidad suficiente para que se entretuvieran durante la hora o dos que el doctor Pastore solía pasar jugando al blackjack y, generalmente, ganando mucho más de lo que había dado a las señoras para su esparcimiento.

Los tres hombres se levantaron, retiraron las sillas a las mujeres y los seis bajaron a las salas de juego, situadas en el piso inferior.

Como en el ascensor no cabían todos, se hizo entrar a las señoras mientras los caballeros bajaban al salón por la escalera principal. Brunetti se encontró con que a su derecha tenía al conde Orazio, y buscó algo que decir a su suegro.

—¿Sabía que Richard Wagner murió aquí? —preguntó, sin recordar cómo se había enterado él, ya que Wagner no era santo de su devoción.

—Sí —respondió el conde—. Y bastante tardó.

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