El trayecto por la línea de Milán le era conocido: discurría entre una cuadrícula de campos de maíz, lastimosamente renegridos y quemados por la sequía. Brunetti se había sentado a la izquierda del tren, huyendo de los oblicuos rayos del sol de septiembre que aún se dejaba sentir con fuerza, a pesar de que ya quedaba atrás el rigor del verano. En Padua, la segunda parada, se apearon docenas de estudiantes universitarios, portando los nuevos libros como si fueran talismanes que hubieran de llevarles a un futuro mejor y más seguro. Brunetti recordaba aquella sensación de optimismo que se renovaba año tras año cuando iba a la universidad, como si los cuadernos en blanco encerraran la promesa de un año mejor, de un destino más brillante.
En Vicenza, el comisario se apeó y buscó con la mirada un uniforme en el andén. Al no verlo, bajó la escalera, cruzó las vías por el paso subterráneo y subió a la estación. Vio el coche azul oscuro con el distintivo de los
carabinieri
estacionado en diagonal, con innecesaria arrogancia, delante de la estación, y al conductor que repartía su atención por partes iguales entre un cigarrillo y las páginas rosas del
Gazzettino dello Sport
.
Brunetti golpeó la ventanilla trasera. El conductor volvió la cabeza lánguidamente, aplastó el cigarrillo y extendió el brazo para quitar el seguro de la puerta. Mientras subía al coche, Brunetti pensaba en lo distintas que eran las cosas aquí, en el Norte. En el Sur de Italia, un
carabiniere
que oyera un ruido extraño en la parte trasera de su vehículo, al momento estaría en el suelo del coche o tendido en la calle, a su lado, con la pistola en la mano y quizá disparando contra la fuente del ruido. Pero aquí, en la plácida Vicenza, abría el coche sin preguntar, para que subiera el desconocido.
—¿El inspector Bonnini? —preguntó el conductor.
—Comisario Brunetti.
—¿De Venecia?
—Sí.
—Buenos días. Lo llevaré a la base.
—¿Está lejos?
—Cinco minutos. —Con estas palabras, el conductor dejó en el asiento de su lado el periódico que exhibía el último triunfo de Schilacci, para solaz de los hinchas del fútbol, y puso en marcha el coche. Sin molestarse en mirar ni a derecha ni a izquierda, salió de la zona de aparcamiento y se metió en la corriente del tráfico. Rodeando la ciudad, se dirigió hacia el este, de donde había venido Brunetti.
Hacía por lo menos diez años que Brunetti no iba a Vicenza, pero la recordaba como una de las ciudades más bellas de Italia, con un casco antiguo de calles estrechas y tortuosas en las que los
palazzi
renacentistas y barrocos se sucedían sin respeto por la simetría, cronología ni orden alguno. Pero ahora el coche pasaba junto a un inmenso estadio de fútbol de hormigón, por encima de un alto puente del ferrocarril y entraba en uno de los nuevos viales que proliferaban por toda Italia, en reconocimiento del definitivo triunfo del automóvil.
Sin poner el intermitente, el conductor giró bruscamente hacia la izquierda por una estrecha carretera bordeada, en el lado derecho, por una pared de cemento con una alambrada en lo alto. Al otro lado, Brunetti vio una inmensa antena de comunicaciones en forma de plato. El coche entró en una amplia curva hacia la derecha y entonces el comisario vio ante ellos una verja abierta y, a un lado, a varios guardias armados. Había dos
carabinieri
que balanceaban sendas metralletas al costado y un soldado norteamericano con uniforme de combate. El conductor aminoró la marcha, saludó con un ademán indolente a las metralletas, que correspondieron al saludo con una oscilación y siguieron al coche en su entrada a la base con la mirada de sus cañones. Brunetti observó que el norteamericano los seguía con los ojos pero no hacía nada por pararlos. Un viraje hacia la derecha, luego otro, y el coche se detuvo delante de un edificio prefabricado de una sola planta.
—Aquí está nuestro cuartel general —señaló el conductor—. Es el despacho del
maggior
Ambrogiani. La puerta de la derecha.
Brunetti le dio las gracias y entró en el edificio. El suelo parecía de cemento y las paredes estaban cubiertas de tableros con anuncios redactados en inglés e italiano. A su izquierda vio un indicador que rezaba «Policía Militar». Más allá, una puerta y, al lado, una tarjeta en la que se leía «Ambrogiani», así, a secas, sin indicación de grado. Llamó con los nudillos, esperó oír el grito de «
Avanti
» y entró. Una mesa, dos ventanas, una planta desesperadamente sedienta, un calendario y, detrás de la mesa, un toro de hombre que parecía a punto de reventar el cuello de la camisa. Sus anchos hombros tensaban la tela de la guerrera; hasta las muñecas parecían prisioneras de las mangas. Brunetti vio en sus hombros la torre achaparrada y la estrella de comandante. Al entrar Brunetti, el hombre se levantó, miró el reloj incrustado en su muñeca y dijo:
—¿El comisario Brunetti?
—Sí.
La sonrisa que se pintó en la cara del
carabiniere
era casi angelical por su efusividad y su simplicidad. Dios, si tenía hasta hoyuelos, observó Brunetti.
—Me alegro de que haya podido venir desde Venecia para este asunto.
Dio la vuelta a la mesa con una elegancia de movimientos sorprendente y arrimó una silla.
—Tome asiento, por favor. ¿Quiere café? Deje la cartera en la mesa, si lo desea.
Se quedó esperando la respuesta de Brunetti.
—Sí, muchas gracias. Me vendrá bien un café.
El
maggiore
fue a la puerta, la abrió y dijo a alguien que estaba en el pasillo:
—Pino, dos cafés y una botella de agua mineral.
El hombre entró en el despacho y ocupó su lugar detrás del escritorio.
—Siento no haber podido mandar el coche a recogerle a Venecia, pero ahora es difícil conseguir autorización para salir de la provincia. Espero que haya tenido buen viaje.
Brunetti sabía por una larga experiencia que era necesario dedicar tiempo a estos preámbulos. Había que tantear al interlocutor y la mejor forma eran los formulismos y las frases de cortesía.
—He venido bien en el tren. Ha llegado a su hora. En Padua, muchos estudiantes.
—Mi hijo va a esa universidad —manifestó Ambrogiani.
—¿De verdad? ¿Qué facultad?
—Medicina —respondió Ambrogiani, sacudiendo la cabeza.
—¿No es una buena facultad? —preguntó Brunetti, sorprendido. Siempre había oído decir que la Universidad de Padua tenía la mejor facultad de medicina del país.
—No es eso —respondió el
maggiore
con una sonrisa—. Lo que no me gusta es que haya elegido la carrera de medicina.
—¿Cómo? —preguntó Brunetti. Si esto era el sueño italiano: el hijo de un policía, estudiante de medicina—. ¿Por qué?
—A mí me hubiera gustado que fuera pintor. —El hombre volvió a mover la cabeza tristemente—. Pero él quiere ser médico.
—¿Pintor?
—Sí, pintor —respondió Ambrogiani, y explicó sonriendo con hoyuelos—: Y no de paredes. —Señaló la que tenía a su espalda, y Brunetti aprovechó la oportunidad para contemplar más atentamente los pequeños cuadros, casi todos marinas, y algún que otro castillo en ruinas, que adornaban el despacho, todos ellos ejecutados con un estilo delicado que imitaba la escuela napolitana del siglo XVIII.
—¿Son de su hijo?
—No —dijo Ambrogiani—. Sólo ése de ahí. —Señalaba a la izquierda de la puerta, donde Brunetti vio un retrato de una anciana que miraba al observador audazmente, con una manzana a medio pelar en las manos. Carecía de la delicadeza de los otros, pero era bueno, dentro de una estética convencional.
Si el hijo hubiera pintado los otros cuadros, Brunetti hubiera comprendido el disgusto del hombre por su decisión de estudiar medicina. En estas circunstancias, era evidente que el muchacho había elegido con cordura.
—Es muy bueno —mintió—. ¿Y los otros?
—Oh, los otros los pinté yo. Pero cuando estudiaba, hace muchos años. —Primero, los hoyuelos y, ahora, estos cuadritos suaves y delicados. Quizá esta base norteamericana estuviera llena de otras sorpresas.
Sonó un golpecito en la puerta, que se abrió antes de que Ambrogiani pudiera contestar. Entró un cabo con una bandeja en la que había dos cafés, vasos y una botella de agua mineral. Dejó la bandeja en la mesa de Ambrogiani y se fue.
—Todavía hace calor como en verano —dijo Ambrogiani—. Hay que beber mucha agua.
Se inclinó para dar a Brunetti uno de los cafés y tomó el otro. Una vez hubieron bebido el café y tuvieron sendos vasos de agua en la mano, Brunetti pensó que ya podían empezar a hablar.
—¿Algo de particular acerca de ese norteamericano, el sargento Foster?
Ambrogiani apoyó un grueso dedo en una delgada carpeta que tenía a un lado de la mesa, al parecer el expediente del muerto.
—Nada. Por lo menos por parte nuestra. Naturalmente, los norteamericanos no nos pasarán su propio expediente. Eso —puntualizó—, si tienen un expediente.
—¿Por qué no?
—Es una larga historia —dijo Ambrogiani con una leve vacilación que indicaba que deseaba que se le sonsacara.
Brunetti, siempre complaciente, preguntó:
—¿Por qué?
Ambrogiani se revolvió en su silla que, evidentemente, era muy pequeña para su cuerpo. Golpeó la carpeta con el dedo, bebió un sorbo de agua, dejó el vaso y volvió a golpear la carpeta.
—Verá, los norteamericanos están aquí desde que terminó la guerra. Esta base ha crecido mucho y sigue creciendo. Son ya millares, con sus familias. —Brunetti se preguntaba adonde querría ir a parar su interlocutor con este largo preámbulo—. Como llevan aquí tanto tiempo y como son tantos, tienen tendencia a considerar que la base es suya, a pesar de que el tratado especifica claramente que éste sigue siendo territorio italiano. Parte de Italia. —Se revolvió otra vez.
—¿Es que hay problemas con ellos? —preguntó Brunetti.
Después de una pausa, Ambrogiani contestó:
—No. Yo no diría precisamente problemas. Usted ya sabe cómo son los norteamericanos.
Brunetti había oído esta frase muchas veces, respecto a alemanes, eslavos, ingleses. Todo el mundo daba por sentado que otros grupos «eran» de un modo especial, aunque no había dos personas que estuvieran de acuerdo en cuál era esa manera de ser. Levantó el mentón con aire inquisitivo, animando al
maggiore
a continuar.
—No puede llamársele arrogancia, desde luego. No creo que tengan la confianza que exige la verdadera arrogancia, como la tienen los alemanes, por ejemplo. Es más bien un sentido de propiedad, como si todo esto, toda Italia, fuera suya en cierto modo. Como si, por haberla protegido, ahora se creyeran sus dueños.
—¿La han protegido realmente? —preguntó Brunetti.
Ambrogiani rió.
—Me parece que sí, después de la guerra. Y quizá durante los sesenta. Pero no estoy seguro de que, tal como está el mundo ahora, unos miles de paracaidistas en el Norte de Italia supongan una gran diferencia.
—¿Está muy extendida esa opinión? —preguntó Brunetti—. Quiero decir entre los militares, los
carabinieri
.
—Creo que sí. Pero hay que comprender el punto de vista de los norteamericanos.
Para Brunetti era una revelación oír hablar así a aquel hombre. En un país en el que la mayoría de las instituciones estaban desacreditadas, sólo los
carabinieri
habían conseguido salvar la reputación y aún se les consideraba, en general, incorruptibles. Pero, en cuanto se les hubo reconocido el mérito, la opinión popular, en contrapartida, convirtió a los mismos
carabinieri
en personajes de chiste, los típicos cretinos que nunca entendían nada y cuya legendaria estupidez causaba el regocijo de toda la nación. Sin embargo, uno de ellos trataba de explicar un punto de vista ajeno. Y, al parecer, lo había entendido. Extraordinario.
—¿Qué fuerzas militares tenemos en Italia? —preguntó Ambrogiani, en tono claramente retórico—. Nosotros, los
carabinieri
, somos todos voluntarios. El ejército, por el contrario, está compuesto por reclutas, salvo los pocos que lo eligieron como profesión. Son todos unos crios, dieciocho años, diecinueve… y tienen tantas ganas de ser soldados como de… —Buscó un símil ilustrativo—. Como de fregar los platos y hacerse la cama, que es lo que tienen que hacer, probablemente, por primera vez en su vida, cuando están en el servicio militar. Un año y medio perdido, desperdiciado, que podrían dedicar a trabajar o a estudiar. Reciben un entrenamiento brutal y estúpido y pasan un año brutal y estúpido vestidos con un uniforme astroso y sin cobrar ni para cigarrillos. —Brunetti lo sabía bien. Él había servido sus propios dieciocho meses.
Ambrogiani captó la pérdida de interés de Brunetti.
—Si lo digo es porque ello ilustra la manera en que nos ven los norteamericanos. Todos sus chicos y chicas son voluntarios, creo. Para ellos, el ejército es una profesión. Les gusta. Les pagan lo suficiente para vivir. Y muchos se enorgullecen de su condición de militares. ¿Y qué ven aquí? A unos chicos que preferirían estar jugando al fútbol o en el cine, pero tienen que hacer un trabajo que consideran denigrante y que, por lo tanto, hacen mal. Y piensan que todos somos unos vagos.
—¿Así pues? —cortó Brunetti.
—Así pues —repitió Ambrogini—, no nos entienden y tienen un mal concepto de nosotros por razones que no podemos comprender.
—Usted, por ser militar, tendría que poder comprenderlas.
Ambrogiani se encogió de hombros, como dando a entender que, ante todo y sobre todo, él era italiano.
—¿Sería normal que no le mostraran un expediente, en el caso de que lo tuvieran?
—Sí. En este tipo de cosas, tienden a no ayudar mucho.
—¿A qué se refiere por «este tipo de cosas»,
maggiore
?
—A los delitos en que puedan verse envueltos fuera de la base.
Evidentemente, tal era el caso del joven que había aparecido muerto en Venecia, pero a Brunetti le pareció curiosa la definición.
—¿Son frecuentes?
—La verdad, no mucho. Hace años, varios norteamericanos estuvieron complicados en un homicidio. Un africano muerto a golpes. Le pegaron con tablas. Estaban borrachos. El africano bailaba con una blanca.
—¿Protegían a sus mujeres? —preguntó Brunetti, sin disimular el sarcasmo.
—No. Eran negros. Los homicidas eran negros.
—¿Qué fue de ellos?