—Mick, Mick —susurró, y se volvió de espaldas al muerto.
Brunetti hizo una seña al empleado que volvió a cubrir la cara del joven.
Brunetti sintió entonces que la mano de ella le atenazaba el brazo con una fuerza sorprendente.
—¿Qué lo ha matado?
Él dio un paso atrás, con intención de llevársela de la habitación, pero la presión de su mano se intensificó y ella repitió con insistencia:
—¿Qué lo ha matado?
Brunetti puso su mano sobre la de ella y dijo:
—Salgamos de aquí.
Antes de que él pudiera adivinar lo que ella pretendía hacer, la mujer lo había apartado de un empujón y había tirado de la sábana que cubría el cuerpo, destapándolo hasta la cintura. La gigantesca incisión de la autopsia en forma de Y, que iba desde el ombligo hasta los hombros, estaba cerrada con grandes puntos. La pequeña línea horizontal, causa de la muerte, seguía abierta, y parecía inofensiva, comparada con la otra herida.
La voz de la mujer era ahora un quejido sordo que repetía:
—Mick, Mick… —alargándose en tono plañidero. Ella se mantenía extrañamente erguida y rígida al lado del cadáver, mientras de su garganta salía aquel sonido.
El empleado se adelantó presuroso y extendió la sábana cubriendo meticulosamente ambas heridas y después la cara.
Ella se volvió hacia Brunetti, y él vio que en los ojos tenía lágrimas y algo más, algo que parecía terror, simple terror animal.
—¿Se encuentra bien, doctora? —preguntó en voz baja, teniendo buen cuidado en no hacer ademán de tocarla ni de acercarse a ella.
Ella asintió y aquella mirada se borró de sus ojos. Bruscamente, dio media vuelta y fue hacia la puerta del depósito. Antes de llegar a ella, se paró, miró en derredor como si la sorprendiera encontrarse allí y corrió hacia un lavabo instalado en la pared del fondo, en el que vomitó violentamente. Cuando los espasmos se calmaron, se enderezó y se quedó apoyada en el lavabo, con la cabeza inclinada, jadeando.
El empleado apareció de pronto a su lado y le dio una toalla de algodón. Ella asintió, la tomó y se enjugó la cara. Suavemente, el hombre la llevó del brazo hasta otro lavabo situado unos metros más allá, en la misma pared. Abrió el grifo del agua caliente, después el de la fría y puso la mano bajo el chorro hasta que el agua adquirió la temperatura deseada. Entonces alargó la mano y sostuvo la toalla mientras la doctora Peters se lavaba la cara y se enjuagaba la boca. Cuando ella hubo terminado, él volvió a darle la toalla, cerró los dos grifos y salió de la habitación por la puerta del otro lado.
Ella dobló la toalla y la colgó del lavabo. Al ir hacia Brunetti, evitó mirar a su izquierda, a la camilla donde estaba el cuerpo, ahora cubierto.
Cuando ella llegaba a su lado, Brunetti se volvió y la precedió hasta la puerta, que sostuvo para que ella pasara y los dos salieron al aire, más cálido, de la tarde. Mientras caminaban por la larga galería, ella dijo:
—Lo siento. No sé qué me ha ocurrido. He visto otras autopsias. Y he hecho autopsias. —Sacudió la cabeza una y otra vez, gesto que él veía a medias, desde su mayor estatura.
Por puro formulismo, preguntó:
—¿Es el sargento Foster?
—Sí, el sargento Foster —respondió ella sin vacilar, pero a él le pareció que hacía un esfuerzo para mantener la voz serena y firme. Hasta su manera de caminar era más rígida que cuando entraron, como si hubiera dejado que el uniforme controlase ahora sus movimientos.
Cuando dejaron atrás las puertas del cementerio, Brunetti llevó a la mujer hacia el lugar en el que Monetti había amarrado el barco. El piloto estaba sentado en la cabina, leyendo el periódico. Al verlos llegar, lo dobló y fue hacia la popa, donde tiró del cable de amarre, acercando la lancha al muelle para que ellos pudieran embarcar con facilidad.
Esta vez, la mujer saltó a bordo sin ayuda e inmediatamente bajó a la cabina. Brunetti la siguió, parándose sólo el tiempo justo para susurrar a Monetti:
—Procure alargar el viaje.
Ahora ella se había sentado cerca de la proa y tenía la cara vuelta hacia el cristal delantero. Ya se había puesto el sol y a la luz del crepúsculo apenas se divisaba el perfil de la ciudad que se extendía a su izquierda. Él se sentó frente a ella y observó que seguía agarrotada.
—Hay que hacer varios trámites, pero imagino que mañana podremos entregar el cadáver.
Ella asintió, para dar a entender que le había oído.
—¿Qué hará el ejército?
—¿Cómo dice?
—¿Qué hace el ejército en un caso como éste? —puntualizó él.
—Enviar el cadáver a su familia.
—No me refiero al cadáver, sino a la investigación.
Ella se volvió a mirarle a los ojos. Él creyó adivinar que su desconcierto era fingido.
—No comprendo. ¿Qué investigación?
—Para descubrir por qué lo mataron.
—Creí que se trataba de un robo —dijo ella.
—Quizá —concedió él—, aunque lo dudo.
Ella desvió la mirada hacia la ventana, pero la noche había borrado la vista de Venecia, y no descubrió más que su propio reflejo en el cristal.
—De eso no sé nada —exclamó con énfasis.
A Brunetti le sonó su voz como si ella creyera que a fuerza de repetir con la suficiente convicción que no sabía nada podría hacerlo realidad.
—¿Qué clase de persona era? —preguntó él.
Ella tardó en responder, y cuando habló, a él le parecieron extrañas sus palabras.
—Era un hombre honrado. —Extraña definición para un hombre tan joven.
Él esperó que agregara algo. En vista de que no decía más, preguntó:
—¿Le conocía bien?
Él observaba, no su cara, sino el reflejo de su cara en el cristal. Ya no lloraba, pero la tristeza se había fijado en sus facciones. Con un suspiro, dijo:
—Le conocía muy bien. —Entonces cambió la inflexión de su voz, se hizo más casual e indiferente—. Hemos trabajado juntos un año. —Y no dijo más.
—¿En qué consistía su trabajo? Me ha dicho el capitán Duncan que era inspector de Higiene, pero no estoy muy seguro de lo que eso significa.
Ella, al observar que sus miradas se cruzaban en el cristal, se volvió y le miró directamente.
—Tenía que inspeccionar los apartamentos en que vivimos. Me refiero a nosotros, los norteamericanos. Y, si había quejas de los propietarios acerca de los inquilinos, iba a investigarlas.
—¿Algo más?
—Debía visitar las embajadas de la zona atendida por nuestro hospital, que abarca El Cairo, Varsovia y Belgrado, y comprobar la higiene.
—Entonces, ¿viajaba mucho?
—Bastante, sí.
—¿Le gustaba ese trabajo?
Sin vacilación y con énfasis, ella dijo:
—Sí, le gustaba. Le parecía muy importante.
—¿Y usted era su oficial superior?
La sonrisa de la mujer fue muy tenue.
—Podríamos decirlo así, aunque, en realidad, yo soy pediatra; si me destinaron a Higiene fue para tener la firma de un oficial, y un médico, donde fuera necesaria. Él llevaba el departamento prácticamente solo. A veces, me traía algo para firmar o me pedía que solicitara material. Las cosas se resuelven más aprisa si las pide un oficial.
—¿Le acompañó usted en alguno de los viajes que hacía a las embajadas?
Si a ella le pareció extraña su pregunta, no pudo detectarlo Brunetti, porque la mujer se volvió otra vez a mirar por la ventana.
—No. El sargento Foster siempre iba solo.
Sin previo aviso ella se levantó y fue hacia la escalerilla de la parte posterior de la cabina.
—¿Conoce el camino su conductor, o lo que sea? Parece que estamos tardando mucho en llegar.
Empujó una de las puertas y miró atentamente a uno y otro lado, pero los edificios del canal no le decían nada.
—Sí, se tarda más en regresar —mintió Brunetti con desparpajo—. Muchos canales son de un solo sentido, de manera que para ir a Piazzale Roma hay que dar la vuelta por la estación. —Vio que estaban entrando en el Canale di Canareggio. Habrían llegado en cinco minutos, quizá menos.
Ella salió a cubierta. Una ráfaga de viento casi le hizo volar la gorra, que ella aplastó contra la cabeza; luego se la quitó y se la puso bajo el brazo. Sin el austero tocado militar, estaba francamente bonita.
Él subió la escalerilla y se situó a su lado. Viraron hacia la derecha por el Gran Canal.
—Cuánta belleza —dijo ella. Y, cambiando de tono:
—¿Cómo es que habla usted tan bien el inglés?
—Lo estudié en el colegio y en la universidad, y viví una temporada en Estados Unidos.
—Lo habla perfectamente.
—Gracias. ¿Habla usted italiano?
—Un poco —respondió ella, y agregó sonriendo—:
Molto poco
.
Brunetti vio ante ellos los atraques de Piazzale Roma. Se adelantó y agarró el cabo de amarre mientras Monetti arrimaba la embarcación al poste. Luego lanzó el cabo alrededor del poste e hizo el nudo con destreza. Monetti paró el motor y Brunetti saltó al muelle. Ella le asió el brazo con espontánea familiaridad y no lo soltó hasta que estuvo en tierra firme. Juntos fueron hacia el coche que seguía aparcado delante del puesto de
carabinieri
.
El conductor, al verla llegar, salió precipitadamente del asiento delantero, saludó y abrió la portezuela trasera. Sujetándose la falda del uniforme, ella se sentó en el coche. Brunetti, con un ademán, impidió al soldado cerrar la puerta.
—Gracias por venir, doctora —murmuró, inclinándose con una mano en el techo del coche.
—No hay de qué —respondió ella, sin molestarse en darle gracias a su vez por haberla acompañado a San Michele.
—Espero verla en Vicenza —dijo él, atento a su reacción.
Fue brusca y fuerte, y surgió otro fogonazo de aquel miedo que él había visto cuando ella miraba la herida que había matado a Foster.
—¿Por qué?
Él sonrió con inocencia.
—Quizá descubra más cosas acerca de por qué lo mataron.
Ella alargó el brazo y tiró de la puerta, y él no tuvo más remedio que retroceder. La puerta se cerró con un golpe seco, ella se inclinó hacia delante y dijo algo al conductor, y el coche se alejó. Brunetti se quedó mirando cómo se introducía en la corriente del tráfico que salía de Piazzale Roma y subía por la rampa hacia la carretera. Al llegar arriba, desapareció de su vista, un vehículo anónimo verde pálido que volvía al continente después de una visita a Venecia.
Sin dignarse mirar al puesto de
carabinieri
, para ver si se había observado su regreso con la capitán, Brunetti volvió al barco, donde encontró a Monetti con su periódico. Años atrás, un extranjero —ahora no recordaba quién— había comentado lo despacio que leen los italianos. Desde entonces, siempre que observaba a alguien leer un único periódico durante todo el trayecto de Venecia a Milán, Brunetti tenía que recordar el comentario; Monetti había tenido mucho tiempo, y no obstante parecía ir aún por las primeras páginas. Quizá el aburrimiento le había obligado a empezar una segunda lectura.
—Gracias, Monetti —dijo el comisario al subir a bordo.
El joven levantó la cabeza y sonrió.
—He procurado alargar la travesía, pero es terrible tratar de ir despacio, con todos esos locos que se te pegan detrás.
Brunetti asintió con aire comprensivo. Tenía más de treinta años cuando, obligado por las circunstancias, al ser destinado a Nápoles por tres años, aprendió a conducir. Cuando se sentaba al volante, se convertía en un ser agobiado que, con su exceso de prudencia, también irritaba a los «locos», aunque de la especie que conducía coches, no barcos.
—¿Puede dejarme en San Silvestro? —preguntó.
—Le dejaré en el mismo extremo de la calle, si lo desea, comisario.
—Gracias, Monetti.
Brunetti hizo saltar el cabo del poste y lo enrolló cuidadosamente en el puntal metálico del costado. Luego fue hacia la proa y se quedó al lado de Monetti mientras enfilaban el Gran Canal. Esta parte de la ciudad tenía poco que interesara a Brunetti. Pasaron ante la estación del ferrocarril, edificio que sorprendía por su insipidez.
Al igual que otros muchos venecianos, Brunetti palpitaba con la ciudad. A menudo, inesperadamente, le llamaba la atención una ventana en la que hasta entonces no había reparado, o un arco relucía al sol, y él se sentía vibrar en respuesta a algo infinitamente más complejo que la belleza. Cuando se paraba a pensarlo, suponía que ello podía deberse en parte al dialecto que hablaban los venecianos, en parte a que fueran menos de ochenta mil las personas que vivían en la ciudad y en parte, quizá, a que hubiera ido a un parvulario instalado en un
palazzo
del siglo XV. Cuando estaba fuera, echaba de menos la ciudad de un modo parecido a como echaba de menos a Paola, y sólo aquí se sentía completo y satisfecho. Una mirada en torno, mientras subían por el canal, le reafirmó en este convencimiento. Nunca había hablado de ello con nadie. Un forastero no lo entendería y un veneciano consideraría superfluo el comentario.
Poco más allá de Rialto, Monetti arrimó el barco a la derecha. Delante de la larga calle que conducía a casa de Brunetti, puso el motor en punto muerto y la embarcación osciló un momento junto al muelle mientras Brunetti saltaba a tierra. Antes de que el comisario tuviera tiempo de volverse a darle las gracias con un ademán, Monetti ya viraba para volver por donde había venido, bajo el parpadeo de la luz azul, camino de su casa y su cena.
Brunetti subió por la calle, sintiendo en las piernas el cansancio de tanto subir y bajar de barcos. Le daba la impresión de no haber hecho otra cosa en todo el día, desde que lo habían recogido en este mismo sitio hacía más de doce horas. Abrió la enorme puerta del edificio y la cerró silenciosamente a su espalda. La estrecha escalera que subía hasta lo alto del edificio describiendo curvas en horquilla era una caja de resonancia, y desde el cuarto piso se oía perfectamente el portazo. El cuarto piso. Le horrorizaba pensarlo.
Cuando llegó al último recodo de la escalera, olió la cebolla, y ello contribuyó bastante a aligerarle las piernas en el último tramo. Miró el reloj antes de meter la llave en la cerradura. Las nueve y media. Chiara aún estaría despierta; por lo menos podría darle un beso de buenas noches y preguntar si había hecho los deberes. Si Raffaele estaba en casa, no se atrevería a darle el beso y sería inútil la pregunta.