Entró en un restaurante, almorzó cumplidamente, volvió al despacho y abrió el primer libro. Al cabo de tres horas, empezaba a darse cuenta, con horror creciente, de la magnitud del problema que el hombre industrial había creado para sí y, lo que es peor, para las generaciones futuras.
Al parecer, estas sustancias químicas eran esenciales en muchos de los procesos de los que dependía la sociedad moderna, como la técnica del frío, ya que servían de refrigerante en los frigoríficos domésticos y los acondicionadores de aire. También se utilizaban en el aceite para transformadores, pero los PCBs no eran más que una flor del mortífero ramillete que la industria había regalado a la humanidad. Leía con dificultad los nombres y, con total incomprensión, las fórmulas. Estaban también las cifras que indicaban la media de vida de cada sustancia. Dedujo que éste era el tiempo que tardaba la sustancia en hacerse la mitad de perniciosa de lo que lo era cuando fue medida. En algunos casos, eran cientos de años; en otros, miles. Y eran sustancias que el mundo industrializado, en su carrera hacia el futuro, producía en cantidades ingentes.
Durante décadas, el Tercer Mundo fue el vertedero de las naciones industrializadas, y recibía barcos de sustancias tóxicas que eran esparcidas en pampas, sabanas y altiplanos, a cambio de dinero, sin que nadie se preocupara por el precio que tendrían que pagar las generaciones futuras. Ahora que algunos países del Tercer Mundo se negaban a servir de basurero del Primero, los países industrializados estaban obligados a buscar sistemas de eliminación, algunos de los cuales eran ruinosos. En consecuencia, flotas de camiones fantasma con documentación falsa circulaban arriba y abajo de la Península Italiana, buscando, y encontrando, lugares propicios para descargar su carga letal. O de Génova y Tarento zarpaban barcos con la bodega llena de bidones de disolventes, sustancias químicas y sólo Dios sabía qué, pero, cuando llegaban al puerto de destino, los bidones ya no estaban a bordo, como si ese dios que era el único que sabía su contenido hubiera decidido acogerlo en su seno. Algunos eran arrojados por el mar a las costas del Norte de África o de Calabria y, por supuesto, nadie tenía ni la más remota idea sobre de dónde procedían, ni advertía cómo eran devueltos a las olas que los habían arrastrado a las playas.
El tono del libro publicado por el Partido Verde le irritó; los datos le horrorizaron. Daban el nombre de los remitentes, de las empresas que los pagaban y, peor aún, mostraban fotografías de los lugares en los que se habían encontrado vertidos ilegales. La retórica era acusadora y el reo, según los autores, era el Gobierno italiano en pleno, confabulado con las empresas que generaban estos desperdicios y a las que la ley no obligaba a justificar sus vertidos. El último capítulo del libro se refería al Vietnam, donde ahora empezaban a apreciarse los daños genéticos causados por las toneladas de dioxina arrojadas en aquel país durante la guerra contra Estados Unidos. La descripción de las malformaciones congénitas, el alto índice de abortos y la presencia de dioxina en el pescado, el agua y en la misma tierra era clara y, aun descontando las inevitables exageraciones de los autores, aterradora. Y se afirmaba que las mismas sustancias químicas se vertían por toda Italia constante y sistemáticamente.
Cuando acabó de leer, Brunetti descubrió que había sido manipulado, que todos aquellos razonamientos tenían fisuras, que presuponían relaciones de causa a efecto que no podían demostrarse y que atribuían culpas sin aportar pruebas. Ahora bien, también comprendía que probablemente una de las suposiciones básicas que se formulaban en todos los libros era cierta: la violación de la ley, tan generalizada como impune, y la resistencia del Gobierno a dictar leyes más rigurosas indicaban que existía complicidad entre los delincuentes y el Gobierno que tenía la misión de prevenir el delito o castigarlo. ¿Acaso aquellos dos infelices de la base se habían metido inconscientemente en esta ciénaga, empujados por un niño que tenía una erupción en un brazo?
Ambrogiani llamó a Brunetti aquel mismo día, a eso de las cinco, para decirle que el padre del niño, un sargento de la oficina de Contratas, seguía destinado en Vicenza; por lo menos, su coche estaba allí, y hacía dos semanas que había pagado el derecho de matrícula. Puesto que este trámite requiere la firma del dueño del vehículo, era de suponer que aún estaba en Vicenza.
—¿Dónde vive?
—No lo sé. En estos documentos no figura más que la dirección postal, un apartado de la base, no el domicilio.
—¿Podría conseguirlo?
—No sin que se enteren de que me intereso por él.
—Eso no conviene —dijo Brunetti—. Pero necesito hablar con él fuera de la base.
—Concédame un día. Enviaré a un hombre a su oficina, para que averigüe quién es. Afortunadamente, todos llevan la tarjeta de identificación en el uniforme. Después haré que le sigan. No creo que sea muy difícil. Procuraré llamarle mañana, para que pueda preparar un encuentro. La mayoría viven fuera de la base. Si tiene niños pequeños, seguro. Mañana le diré lo que haya descubierto, ¿conforme?
Brunetti no podía sugerir un plan mejor. Le hubiera gustado subir al tren inmediatamente, ir a Vicenza, hablar con el padre del niño y empezar a unir las piezas del puzzle que habrían de revelar cómo la merienda en el campo, la erupción y aquella anotación hecha en lápiz al margen del historial clínico habían provocado la muerte de dos personas. Él tenía algunas piezas, el padre del niño debía de tener otra: examinándolas y combinándolas tenía que descubrir la clave que encerraban.
Puesto que no veía alternativa, Brunetti aceptó la sugerencia de Ambrogiani de esperar su llamada del día siguiente. Volvió a abrir el libro de «los verdes», sacó un papel de la mesa y empezó una lista de todas las empresas sospechosas de acarrear o embarcar desperdicios tóxicos sin la debida autorización y otra de todas las empresas que habían sido oficialmente acusadas de vertidos ilegales. La mayoría estaban en el Norte, principalmente en Lombardía, el gran núcleo industrial del país.
Buscó la fecha de edición y vio que el libro se había impreso hacía sólo un año. La lista, pues, era actual. Al final había un mapa por regiones que señalaba los puntos en los que se habían descubierto vertidos ilegales. Las provincias de Vicenza y Verona mostraban una gran concentración de puntos, en especial la zona situada al norte de ambas ciudades, en las estribaciones de los Alpes.
Brunetti cerró el libro dejando la lista cuidadosamente doblada en su interior. Nada más podía hacer antes de hablar con el padre del niño, pero seguía aguijoneándole el afán de ir a Vicenza sin esperar más, aun a sabiendas de que el viaje sería inútil.
Zumbó el intercomunicador.
—Brunetti —dijo, descolgando el aparato.
—Comisario —increpó la voz de Patta—, le agradeceré que baje a mi despacho ahora mismo.
Brunetti acudió inmediatamente al despacho de su superior, llamó a la puerta y fue conminado a entrar. Patta estaba instalado ante su escritorio en la actitud del que acaba de hacer una prueba cinematográfica y ha conseguido el papel. Cuando entró su subordinado, el
vicequestore
se hallaba absorto en la inserción de un cigarrillo ruso en su boquilla de ónice, manteniendo ambos fuera de la mesa, para que las briznas de tabaco que pudieran desprenderse no ensuciaran la brillante superficie del escritorio renacimiento. Como el cigarrillo se resistía a entrar, Patta tuvo a Brunetti esperando hasta que por fin consiguió introducirlo en el aro dorado.
—Brunetti —empezó entonces, encendiendo el cigarrillo y dándole unas cautelosas chupadas exploratorias, buscando quizá el sabor del oro—, he recibido una llamada telefónica muy inquietante.
—Espero que no se trate de su esposa, señor —dijo Brunetti, con una voz que él esperaba que fuera mansa.
Patta dejó el cigarrillo en el borde del cenicero, pero volvió a asirlo enseguida, porque el peso de la boquilla lo hacía bascular hacia la mesa. Otra vez intentó dejarlo, con la brasa y la boquilla equilibradas a uno y otro lado del redondo cenicero. En cuanto lo soltó, el borde inferior de la boquilla se venció hacia adentro, el cigarrillo se desprendió y ambos cayeron al cuenco de malaquita, con un sonoro tintineo.
Brunetti juntó las manos a la espalda y miró por la ventana balanceándose ligeramente sobre las plantas de los pies. Cuando volvió a mirar a su superior, el cigarrillo estaba apagado y la boquilla había desaparecido.
—Siéntese, Brunetti.
—Gracias, señor —aceptó el comisario, siempre tan cortés, ocupando su silla habitual frente a la mesa.
—He recibido una llamada telefónica. —Marcó una pequeña pausa, como desafiando a Brunetti a repetir su conjetura y prosiguió—: Del
signor
Viscardi, de Milán. —Como Brunetti no preguntara, agregó—: Dice que ha puesto usted en tela de juicio su honorabilidad. —En vista de que Brunetti no protestaba, Patta se vio obligado a explicar—: Dice que llamó a usted a su agente de seguros para preguntarle cómo se había enterado tan rápidamente de que varias cosas habían sido robadas del
palazzo
.
Si Patta hubiera estado enamorado de la mujer más encantadora del mundo, no hubiera pronunciado su nombre con más unción de la que puso en esta última palabra.
—Por otra parte, el
signor
Viscardi se ha enterado de que Riccardo Fosco, un notorio hombre de izquierdas —¿qué significaba esto, se preguntó Brunetti, en un país en el que el presidente de la Cámara de Diputados había sido comunista durante muchos años?—, ha ido por ahí haciendo preguntas insidiosas acerca de la situación financiera del
signor
Viscardi.
Aquí Patta hizo otra pausa, para dar a Brunetti ocasión de defenderse, pero éste no dijo nada.
—El
signor
Viscardi —prosiguió Patta—, no hizo estas manifestaciones espontáneamente, sino en respuesta a preguntas mías específicas acerca del trato que recibió aquí. Pero sí dijo que el policía que le interrogó, el segundo (aunque no comprendo por qué se consideró necesario enviar a dos hombres), bien, el segundo dio la impresión de no creer algunas de sus respuestas. Como es lógico, el
signor
Viscardi, que es un empresario de prestigio y compañero del Rotary International —no era necesario puntualizar compañero de quién—, se sintió muy contrariado por este trato, tanto más lamentable por cuanto le fue infligido inmediatamente después de la brutal agresión sufrida a manos de los hombres que forzaron la entrada de su palacio y se llevaron cuadros y joyas de gran valor. ¿Me escucha, Brunetti? —preguntó Patta de pronto.
—Oh, sí, señor.
—¿Y no tiene nada que decir?
—Esperaba que me hablara de la llamada inquietante.
—¡Maldita sea! —gritó Patta descargando una palmada en la mesa—. Ésta es la llamada alarmante. El
signor
Viscardi es un hombre importante, tanto aquí como en Milán. Tiene mucha influencia política y no quiero que piense ni que vaya diciendo que la policía de esta ciudad le ha tratado sin la debida consideración.
—No comprendo por qué iba a decir eso.
—Usted no comprende nada, Brunetti —espetó Patta, apretando los labios con indignación—. Llama usted al agente de seguros el mismo día en que se da el parte, como si sospechara que hay algo raro en la denuncia, y envía al hospital, primero, a un hombre y, después, a otro a hacerle preguntas y enseñarle fotos de personas que nada tienen que ver con el robo.
—¿Él le ha dicho eso?
—Sí, después de hablar mucho rato, cuando yo le aseguré que confiaba en él.
—¿Qué dijo exactamente de la foto?
—Que el segundo policía le había enseñado la foto de un joven delincuente y, cuando él dijo que no lo conocía, le dio la impresión de que no le creía.
—¿Cómo sabía que el de la foto era un delincuente?
—¿Qué?
Brunetti repitió:
—¿Cómo sabía que la foto del hombre que le enseñaban era la de un criminal? Podía ser de cualquiera, hasta del hijo del policía.
—Comisario, ¿de quién iban a enseñarle una foto sino de un delincuente? —En vista de que su subordinado no respondía, Patta lanzó otro suspiro de exasperación—. No sea ridículo, Brunetti. —El comisario fue a decir algo, pero Patta lo atajó—: Y no trate de defender a sus hombres, porque sabe que han actuado mal.
Por la insistencia con que Patta repetía que los desconsiderados policías eran «sus» hombres, los de Brunetti, el comisario imaginó lo que debía de ocurrir en casa de su jefe a la hora de repartir con su mujer la responsabilidad por los éxitos y los fracasos de sus dos hijos. «Mi» hijo sacaba buenas notas, pero el que suspendía asignaturas y se mostraba insolente con los maestros sería «tu» hijo.
—¿Tiene algo que decir? —preguntó Patta, al fin.
—Viscardi no pudo describir a los hombres que lo atacaron, pero sabía muy bien qué cuadros se llevaban.
Una vez más, la insistencia de Brunetti en este punto ponía de manifiesto a los ojos de Patta su modesta extracción.
—Es evidente que no está usted acostumbrado a vivir rodeado de obras de arte, Brunetti. La persona que ha pasado años entre objetos de gran valor, y no me refiero simplemente a valor material, sino a valor estético —explicó, animando a Brunetti con la voz a desplegar imaginación para abarcar el concepto—, los reconoce como reconocería a un miembro de su familia. De modo que, incluso en un instante, incluso bajo una tensión como la que experimentaba el
signor
Viscardi, tenía que reconocer los cuadros, como hubiera reconocido a su esposa.
Por lo que había dicho Fosco, Brunetti sospechaba que Viscardi hubiera reconocido los cuadros antes que a la esposa.
Patta se inclinó hacia adelante y preguntó paternalmente:
—¿Es usted capaz de comprender algo de esto?
—Comprenderé más cuando hablemos con Ruffolo.
—¿Ruffolo? ¿Quién es Ruffolo?
—El joven delincuente de la foto.
Patta no dijo más que «Brunetti», pero tan bajo que el comisario consideró necesario dar una explicación.
—Dos turistas que estaban sentados en un puente vieron salir de la casa a tres hombres con una maleta. Los dos identificaron a Ruffolo por la foto.
Patta, que no se había molestado en leer el informe del caso, ahora no se atrevía a preguntar por qué no constaba en él este detalle.
—Quizá el tercer hombre estaba escondido fuera —sugirió.