—¿Usted qué opina? —preguntó Brunetti.
—Que miente. Miente, por lo menos en lo de que no conoce a Ruffolo, y quizá también en otras cosas. No se hubiera llevado una sorpresa mayor si llego a enseñarle una foto de su propia madre.
—A propósito de madres, tendré que ir a hablar con la de Ruffolo —comentó Brunetti.
—¿Pido un chaleco antibalas al almacén? —preguntó Rossi riendo.
—No hace falta, Rossi. La viuda Ruffolo y yo somos amigos. Después de que en el juicio yo declarara en descargo de su hijo, ella decidió perdonar y olvidar. Ahora, cuando me ve por la calle, hasta sonríe. —No dijo que había ido a visitarla varias veces durante los dos últimos años. Al parecer, era el único de la ciudad.
—Qué suerte. ¿Y también le habla?
—Sí.
—¿En siciliano?
—No creo que ella sepa otra lengua.
—¿Y usted la entiende?
—Entiendo aproximadamente la mitad de lo que dice —contestó Brunetti, y agregó, en honor a la verdad—: si habla muy despacio.
Aunque no podía decirse que la
signora
Ruffolo se hubiera integrado en la vida de Venecia, había entrado en los anales de la policía de la ciudad: la mujer capaz de agredir a un comisario para proteger a su hijo.
Poco después de que se fuera Rossi, llamó a Fosco.
—Guido, he hablado con varias personas de aquí. Se dice que en lo del Golfo perdió una fortuna. Un barco con un cargamento de nadie sabe qué desapareció, probablemente capturado por piratas. Y, como había boicot, la mercancía no estaba asegurada.
—¿Así que lo perdió todo?
—Sí.
—¿Tienes idea de cuánto?
—Nadie lo sabe a ciencia cierta. Los cálculos oscilan entre cinco mil y quince mil millones. Pero nadie ha podido darme la cifra exacta. Se dice que consiguió mantenerse a flote durante algún tiempo, pero ahora tiene graves problemas de liquidez. Un amigo mío que trabaja en el
Corriere
dice que, en realidad, Viscardi no tiene de qué preocuparse porque interviene en no sé qué programa del Gobierno. Y tiene intereses en otros países. Mi contacto no estaba seguro de cuáles son. ¿Quieres que averigüe algo más?
El
signor
Viscardi empezaba a adquirir a ojos de Brunetti el perfil de uno de los empresarios de nuevo cuño que habían sustituido la laboriosidad por la audacia y la honradez por el amiguismo.
—No hace falta, Riccardo. Sólo quería saber si ese hombre era capaz de montar una operación de esta índole.
-¿Y?
—Bien, yo diría que quizá las circunstancias le hayan inducido a intentarlo.
Sin que Brunetti se lo pidiera, Fosco amplió:
—Se dice que tiene amigos influyentes, pero mi informador no estaba seguro de quiénes son. ¿Quieres que pregunte por ahí?
—¿Crees que pudiera ser la Mafia? —preguntó Brunetti.
—Eso parece. —Fosco soltó una risita de resignación—. Pero, ¿cuándo no lo parece? Y también se dice que tiene amigos en el Gobierno.
Brunetti resistió la tentación de preguntar cuándo no lo parecía también, pero se limitó a inquirir:
—¿Qué hay de su vida privada?
—Aquí tiene mujer y dos hijos. Ella es una especie de hada madrina de los Caballeros de Malta. Organiza bailes benéficos y visitas a los hospitales. Y en Verona, una amante. Por lo menos, creo recordar que es en Verona. Cerca de tus lares.
—Dices que es un tipo altanero.
—Sí y, según algunos de los preguntados, más que eso.
—¿En qué sentido?
—Dos dijeron que puede ser peligroso.
—¿Personalmente agresivo?
—¿Quieres decir si sacaría un cuchillo? —preguntó Fosco riendo.
—Por ejemplo.
—No; no da la impresión de ser capaz de eso. Por lo menos, cara a cara. Pero le gusta arriesgarse, ésa es la reputación que tiene. Y, como te digo, está bien respaldado y no tendría escrúpulos en pedir ayuda a sus amigos.
Fosco agregó, al cabo de un momento:
—Uno de mis informantes insinuó cosas aún más fuertes, pero no quiso entrar en detalles. Sólo dijo que a Viscardi hay que manejarlo con mucha precaución.
Brunetti optó por un tono de desenfado:
—No me dan miedo los cuchillos.
La respuesta de Fosco fue inmediata.
—Ni a mí me daban miedo las metralletas, Guido.
Luego, incómodo por la observación, agregó:
—En serio, Guido, ten cuidado con ese hombre.
—Está bien, lo tendré. Muchas gracias por la información. —Y agregó—: Todavía no he descubierto nada de lo tuyo, pero te tendré al corriente.
La mayoría de los policías que conocían a Fosco habían hecho saber a sus informadores que agradecerían cualquier información acerca de quién había apretado el gatillo y quién había encargado el trabajo, pero tanto inductores como ejecutores, conscientes de las simpatías que Fosco tenía entre la policía, habían procedido con mucha cautela y, en aquellos dos años, el silencio había sido total. Brunetti, por si acaso, aún preguntaba aquí y allá, dejaba caer una insinuación, daba a entender a posibles sospechosos la posibilidad de hacer un trato, pero era inútil.
—Te lo agradezco, Guido. Pero ya no me parece tan importante.
¿Era ecuanimidad o era resignación lo que oía Brunetti?
—¿Por qué no?
—Me caso. —Entonces era amor. Más valía.
—Enhorabuena, Riccardo. ¿Quién es ella?
—No creo que la conozcas, Guido. Trabaja en la revista, pero no lleva aquí más que un año.
—¿Cuándo es la boda?
—Dentro de un mes.
Brunetti no perdió el tiempo en falsas promesas de hacer todo lo posible por asistir, pero dijo, de corazón:
—Deseo que seáis felices, Riccardo.
—Gracias, Guido. Si me entero de alguna otra cosa sobre ese individuo, te llamo, ¿de acuerdo?
—Te lo agradeceré. —Después de repetir su felicitación, Brunetti se despidió y colgó. ¿Podía ser tan simple? ¿Sería posible que sus pérdidas financieras hubieran llevado a Viscardi a organizar algo tan arriesgado como un falso robo? Sólo un forastero podía elegir a Ruffolo, un pobre chico que se distinguía más por la facilidad con que se dejaba atrapar que por su habilidad para delinquir. Aunque quizá la circunstancia de que acababa de salir de la cárcel había sido recomendación suficiente.
Nada más podía hacer hoy Brunetti, ya que Patta sería el primero en tachar de acoso policial el que tres policías interrogaran a un multimillonario el mismo día, en especial si el hombre aún estaba en el hospital. Y nada adelantaría con ir a Vicenza en un día en que las oficinas americanas estaban cerradas, aunque, por otro lado, si quería contravenir las órdenes de Patta, le sería más fácil hacerlo en su tiempo libre. No; por el momento, dejaría que la doctora nadara hacia el anzuelo, y la semana próxima daría otro pequeño tirón al sedal. Hoy se dedicaría a pescar en aguas venecianas, y buscaría otra especie de pez.
Cuando no estaba en la cárcel, Giuseppe Ruffolo vivía con su madre en un apartamento de dos habitaciones próximo a Campo San Boldo, muy cerca de la truncada torre de esta iglesia, pero no tan cerca de San Simone Piccolo, donde, a despecho del
aggiornamento
, el domingo aún se dice la misa en latín, y lejos de cualquier parada de
vaporetto
. La viuda ocupaba un apartamento propiedad de la IRE, fundación pública que arrienda viviendas sociales a quien puede acreditar la condición de necesitado. Generalmente, se concedían a venecianos. Cómo había podido conseguir la suya la
signora
Ruffolo era un misterio, a pesar de que su necesidad era patente.
Brunetti cruzó el puente de Rialto, bajó por delante de San Cassiano, torció hacia la izquierda y no tardó en encontrar a su derecha la achaparrada torre de San Boldo. Entró en una estrecha calle y se paró frente a un edificio bajo. El apellido «Ruffolo» estaba grabado con trazo elegante en una placa metálica situada a la derecha del timbre. Placa y timbre habían teñido el deteriorado revoque de la pared con manchas color de herrumbre en forma de lágrima. El comisario llamó, esperó, volvió a llamar y a esperar y llamó por tercera vez.
Dos minutos largos después de su última llamada, oyó una voz que preguntaba desde dentro:
—Si,
chi é
?
—Soy yo,
signora
Concetta. Brunetti.
Cuando ella abrió la puerta, el comisario, lo mismo que en sus visitas anteriores, tuvo la sensación de encontrarse frente al cañón de un arma, no frente a una mujer. Cuarenta años atrás, la
signora
Concetta era la muchacha más hermosa de Caltanisetta. Se decía que los jóvenes se paseaban por su calle durante horas, con la esperanza de ver a la hermosa Concetta ni que fuera un instante. Hubiera podido casarse con cualquiera, desde el hijo del alcalde hasta el hermano menor del médico, pero ella eligió al tercer hijo de la familia que en tiempos había dominado con mano de hierro toda la provincia.
Su matrimonio hizo de ella una Ruffolo. Después, cuando las deudas de Annunziato les obligaron a marchar de Sicilia, fue una forastera en esta ciudad fría e inhóspita, donde, en rápida sucesión, se convirtió en una viuda que vivía de una pensión del Estado y de la caridad de la familia de su marido, y, antes de que Giuseppe terminara la secundaria, en la madre de un delincuente.
Desde el día en que enviudó, la
signora
Concetta iba de luto riguroso: vestido, zapatos, medias y hasta el pañuelo que se ponía en la cabeza cuando salía a la calle eran negros. Con los años, había engordado y, con los disgustos que le daba su hijo, se le había arrugado la cara, pero el luto permanecía inalterable: lo llevaría hasta la tumba y quizá más allá.
—
Buon giorno, signora
Concetta —saludó Brunetti, sonriendo y tendiéndole la mano.
Él le miraba la cara, leyendo su expresión como un niño, las viñetas de una historieta: el reconocimiento inmediato, el instintivo desagrado por la institución que representaba, pero, enseguida, el recuerdo de su amabilidad para con su hijo, su tesoro, su vida y, entonces, la distensión y la sonrisa de bienvenida.
—Ah,
dottore
, vuelve usted a visitarme. Qué bien, qué bien. Pero tenía que haberme avisado, y hubiera limpiado a fondo la casa y hecho unos pastelitos.
Él entendió: «avisado», «casa», «limpiado» y «pastelitos» y dedujo el resto.
—
Signora
, una taza de su excelente café es más de lo que me atrevería a esperar.
—Adelante, adelante —le invitó ella pasándole la mano por debajo del brazo y atrayéndolo hacia sí. Andaba hacia atrás sin soltarlo, como si temiera que tratara de escapar.
Cuando estuvieron dentro, ella cerró la puerta con una mano asiéndolo con la otra. El apartamento era pequeño y nadie podría perderse en él, pero ella seguía tirando del comisario para guiarlo hacia la sala.
—Siéntese aquí,
dottore
—dijo llevándolo a una mullida butaca cubierta con una funda de vivo color naranja, donde por fin lo soltó. Como él vacilara, insistió—: Siéntese, siéntese. Tomaremos café.
Él obedeció y se hundió en la butaca hasta que las rodillas le quedaron casi a la altura de la barbilla. La mujer encendió la lámpara de pie que estaba al lado de la butaca: los Ruffolo vivían en el perpetuo crepúsculo de las plantas bajas. La luz eléctrica disipó la oscuridad, pero nada podía contra la humedad, ni siquiera a mediodía.
—No se mueva —ordenó la mujer, mientras iba hacia un extremo de la habitación, donde apartó una cortina floreada que ocultaba un fregadero y una cocina de gas.
Desde donde estaba, Brunetti podía ver que los grifos refulgían y la cocina tenía una blancura casi deslumbrante. Ella abrió un armario y sacó la cafetera cilíndrica que él, no sabía por qué, siempre había asociado con el Sur. La desenroscó, la enjuagó bien, volvió a enjuagarla y la llenó de agua. De un armario bajo, sacó el bote de vidrio del café. Con ademanes en los que décadas de repetición habían impreso cadencia de ritual, cargó la cafetera, encendió el gas y la puso sobre la llama.
La habitación no había cambiado desde su última visita. Flores amarillas de plástico, delante de una imagen de escayola de la Madonna; tapetitos bordados, redondos, ovalados y rectangulares, en todas las superficies planas; encima, hileras de fotografías y, en todas ellas, Peppino: Peppino de minúsculo marinero, Peppino con el traje blanco inmaculado de la primera comunión, Peppino subido en un burro, sonriendo de oreja a oreja pero con miedo. En todas las fotos llamaban la atención las grandes orejas del niño, que casi le daban aspecto de personaje de dibujos animados.
En un ángulo estaba lo que podía llamarse la capilla de su difunto esposo: la foto de la boda, en la que destacaba la belleza de la novia, ahora mero recuerdo; el bastón de paseo, con puño de marfil, que relucía hasta a la poca luz de la habitación, y la
lupara
, con sus cañones cortos y siniestros, limpia y engrasada, más de una década después de la muerte de su dueño, como si, como buen siciliano, ni muerto se hubiera liberado de la obligación de defender con la escopeta cualquier ofensa hecha a su honor o a su familia.
Brunetti siguió observando mientras la mujer, aparentemente ajena a su presencia, sacaba de un armario una bandeja, platos y, de otro, una caja metálica que abrió haciendo palanca con la hoja de un cuchillo. De la caja extrajo pastas y más pastas que fue amontonando en uno de los platos. De otra caja sacó caramelos envueltos en papel de colores chillones y los puso en otro plato. El agua del café subió y ella, con un rápido movimiento, dio la vuelta a la cafetera y llevó la bandeja a la mesa grande que ocupaba un lado de la sala. Como el que reparte cartas de la baraja, fue esparciendo platos, cucharitas y tazas que colocaba cuidadosamente en el tapete de plástico. Después, fue en busca de la cafetera. Cuando todo estuvo dispuesto, se volvió hacia el comisario y lo invitó a acercarse agitando una mano.
Brunetti tuvo que apoyar con fuerza las manos en los brazos de la butaca para levantarse de sus profundidades. Cuando llegó a la mesa, ella le arrimó una silla y, una vez lo tuvo instalado, se sentó delante de él. Los dos platillos de Capodimonte estaban surcados de finas grietas que irradiaban del centro hacia los bordes y que recordaron al comisario las apergaminadas mejillas de su abuela. Las cucharillas relucían y, al lado de su plato, había una servilleta de lino que la plancha había reducido a un rectángulo perfecto.