Sonaron campanas de iglesia, el sol le inundaba la cara generosamente y Brunetti conoció un momento de paz absoluta.
Paola llamó desde el balcón.
—Guido, ¿cómo se llamaba esa doctora?
—¿La bella doctora? —preguntó él, sin levantar la mirada ni prestarle atención.
—Guido, ¿cómo se llamaba?
Él bajó el periódico y se volvió a mirarla. Al verle la cara, quitó los pies de la barandilla y asentó la silla en el suelo.
—Peters.
Ella cerró los ojos un momento y le tendió el
Corriere
abierto por una de las páginas centrales.
DOCTORA NORTEAMERICANA, MUERTA DE SOBREDOSIS, leyó. Era un suelto que se podía pasar por alto fácilmente, no más de una docena de líneas. El cadáver de la capitán Terry Peters, pediatra del ejército de Estados Unidos, había sido hallado la tarde del sábado en su apartamento de Due Ville, provincia de Vicenza. La doctora Peters, que trabajaba en el hospital militar de Caserme Ederle, había sido encontrada por un amigo que había ido a averiguar por qué la doctora no se había presentado al trabajo por la mañana. Junto al cadáver se encontró una jeringuilla y otras señales de consumo de droga, así como pruebas de que la doctora había ingerido bebidas alcohólicas. Los
carabinieri
y la policía militar estadounidense se habían hecho cargo de la investigación.
Brunetti leyó la noticia una segunda vez, y una tercera. Repasó el periódico que tenía él, pero
II Manifesto
no mencionaba el hecho.
—¿Será posible, Guido?
Él sacudió la cabeza. No; una sobredosis, imposible, pero estaba muerta: el periódico lo atestiguaba.
—¿Qué vas a hacer?
Él miró hacia el campanario de San Polo, la iglesia más próxima. No tenía ni idea. Patta lo vería como un hecho independiente, a lo sumo como un desgraciado accidente o, en el peor de los casos, un suicidio. Dado que únicamente Brunetti sabía que ella había destruido la postal de El Cairo y sólo él había visto su reacción ante el cadáver de su amante, no había nada que permitiera relacionar ambas muertes: Foster y ella eran simples compañeros de trabajo, relación que no justificaba el suicidio. Drogas y alcohol, y una mujer que vivía sola: cómo harían correr la tinta los periódicos. A menos que… a menos que en los despachos de los directores se recibiera una llamada como la que Brunetti estaba seguro que había recibido Patta. En tal caso, la noticia tendría una muerta rápida, como tantas otras. Como la doctora Peters.
—No sé —murmuró, contestando por fin la pregunta de Paola—. Patta me ordenó que lo dejara, me dijo que no volviera a Vicenza.
—Pero esto cambia las cosas.
—No para Patta. Para él, será sobredosis. La policía de Vicenza llevará el caso. Le harán la autopsia y repatriarán el cadáver.
—Lo mismo que el otro —recordó Paola, poniendo voz a sus propios pensamientos—. ¿Por qué habrán tenido que matarlos a los dos?
Brunetti movió la cabeza negativamente.
—No tengo ni idea.
Pero lo sabía. Habían cerrado la boca a la doctora. Aquella observación casual de que a ella no le interesaban las drogas no era mentira: la idea de la sobredosis era absurda. La habían matado por lo que sabía de Foster, por lo que le había hecho cruzar tambaleándose la sala del depósito al ver el cadáver de su amante. Asesinada con droga. Brunetti se preguntó si con ello se habría pretendido hacerle una advertencia a él, pero desechó la idea por presuntuosa. Quien la hubiera matado no había tenido tiempo para simular un accidente. Un segundo asesinato hubiera resultado revelador y un suicidio, inexplicable y, por lo tanto, sospechoso. La solución era, pues, una muerte accidental por sobredosis: ella se la administró a sí misma, no había nada que investigar, otro callejón sin salida. Y Brunetti ni siquiera sabía si era ella la que había llamado y dicho: «
Basta
.»
Paola se acercó a él y le puso una mano en el hombro.
—Lo siento, Guido. Lo siento por ella.
—No tenía ni treinta años —dijo él—. Tanto estudiar, tanto trabajo. —Quizá su muerte le hubiera parecido menos injusta si ella hubiera tenido tiempo para divertirse—. Ojalá su familia no crea lo de la sobredosis.
Paola volvió a hacerse eco de sus pensamientos.
—Cuando la policía y el ejército te dicen algo, lo crees. Y estoy segura de que la escena resultaba muy real y convincente.
—Pobre gente —dijo él.
—¿Tú no podrías…? —empezó Paola, pero se interrumpió al recordar que Patta había ordenado a su marido que se mantuviera al margen.
—Si tengo ocasión. Bastante pena tendrán con su muerte como para que, además, tengan que pensar eso.
—Poco les consolará saber que la han asesinado.
—Pero, por lo menos, sabrán que no se drogaba.
Los dos se quedaron en la terraza, al sol del otoño, pensando en lo que es ser padres y en lo que los padres quieren saber o necesitan saber de sus hijos. Él no sabía qué sería mejor ni peor. Por lo menos, si sabes que tu hija ha sido asesinada, te queda la esperanza de poder matar un día a su asesino, aunque sea un pobre consuelo.
—Debí llamarla.
—Guido —exclamó ella con voz más firme—, no empieces ahora con eso, hubieras tenido que ser adivino. Y no lo eres. De manera que vale más que lo dejes. —A él le sorprendió la cólera de su voz.
Le pasó un brazo por la cintura y la atrajo hacia sí. Así se quedaron, en silencio, hasta que el reloj de San Marco dio las diez con su voz grave.
—¿Qué piensas hacer? ¿Irás a Vicenza?
—Todavía no. Esperaré a que alguien venga a mí.
—¿Por qué?
—Lo que esos dos supieran fue con motivo de su trabajo. Es lo que relaciona ambas muertes. Y tiene que haber otras personas que sepan o sospechen o tengan acceso a lo que ellos averiguaron. Así pues, esperaré.
—Guido, ahora pretendes que los demás sean adivinos. ¿Cómo van a saber que deben acudir a ti?
—Iré a Vicenza, pero no antes de una semana. Procuraré hacerme notar. Hablaré con el comandante, con el sargento que trabajaba con ellos, con otros médicos. Aquello es un mundo pequeño. La gente hará comentarios, algo saldrá a la luz. —Y a hacer puñetas Patta.
—Dejemos lo de Burano, ¿te parece, Guido?
Él asintió y se levantó.
—Me voy a dar una vuelta. Volveré para el almuerzo. —Le oprimió el brazo—. Necesito andar.
Miró los tejados de la ciudad. Qué extraño: el día seguía espléndido. Los gorriones hacían piruetas persiguiéndose y lanzando trinos por la alegría de volar. Parecía que con sólo extender la mano se los podría tocar. A lo lejos, en lo alto del campanario de San Marco, brillaban al sol las alas del ángel, abarcando toda la ciudad con su áurea bendición.
El lunes por la mañana, el comisario llegó a su despacho, como de costumbre, a eso de las nueve, y estuvo más de una hora contemplando la fachada de la iglesia de San Lorenzo. Durante todo este tiempo, no vio movimiento ni actividad en el andamiaje ni en el tejado, donde, en simétricas hileras, se hallaban apiladas tejas de barro cocido. Dos veces oyó entrar a alguien en el despacho, pero, como no le decían nada, no se molestó en mirar quién era, y el visitante volvió a salir, probablemente después de dejar papeles en la mesa.
A las diez y media, sonó el teléfono, y Brunetti, volviéndose de espaldas a la ventana, contestó.
—Buenos días, comisario. Aquí el
maggior
Ambrogiani.
—Buenos días,
maggiore
. Celebro que me llame. Pensaba llamarle esta tarde.
—La han hecho esta mañana —espetó Ambrogiani sin preámbulos.
—¿Y bien? —preguntó Brunetti, que sabía a qué se refería.
—Sobredosis de heroína, suficiente para matar a una persona dos veces más corpulenta.
—¿Quién la ha hecho?
—El doctor Francesco Urbani. De los nuestros.
—¿Dónde?
—Aquí, en el hospital de Vicenza.
—¿Estaba presente algún norteamericano?
—Enviaron a un médico. Venía de Alemania. Era coronel.
—¿Ayudó en la autopsia o sólo observó?
—Sólo observó.
—¿Quién es Urbani?
—Nuestro forense.
—¿Es seguro?
—Mucho.
Consciente de la posible ambigüedad de la última pregunta, Brunetti insistió:
—¿Digno de crédito?
—Sí.
—O sea que, realmente, fue sobredosis.
—Me temo que sí.
—¿Qué más descubrió?
—¿Urbani?
—Sí.
—En el apartamento no había señales de violencia. Tampoco, señales de consumo de droga anterior, pero el cadáver tenía un hematoma en el brazo derecho y otro en la muñeca izquierda. Se sugirió al doctor Urbani que podían deberse a una caída.
—¿Quién hizo la sugerencia?
La larga pausa que precedió a la respuesta de Ambrogiani podía muy bien ser un reproche a Brunetti por creer necesario preguntarlo.
—El médico norteamericano, el coronel.
—¿Y cuál es la opinión del doctor Urbani?
—Que las señales pueden deberse a una caída.
—¿Tenía más señales de pinchazos?
—Ninguna.
—Así que la primera vez que se droga, se inyecta una sobredosis.
—También es fatalidad, ¿eh? —comentó Ambrogiani.
—¿Usted la conocía?
—No. Pero uno de mis hombres trabaja con un policía norteamericano que tiene un hijo al que ella había tratado. Dice que se portó muy bien con el niño. El pequeño se rompió un brazo, y al principio el tratamiento dejaba mucho que desear. Los médicos y las enfermeras le atendían deprisa, sin entretenerse en explicarle lo que le hacían, ya sabe usted lo que ocurre a veces, y el niño les tomó miedo a los médicos, y temía que volvieran a hacerle daño. Pero ella era muy cariñosa y pasaba mucho tiempo con él. Siempre le reservaba una hora de visita doble, para no tener que ir con prisas.
—Eso no quiere decir que no se drogara,
maggiore
—señaló Brunetti tratando de hacer como si lo creyera así.
—Claro que no —convino Ambrogiani.
—¿Qué más dice el informe?
—No lo sé. Todavía no lo he visto.
—Entonces, ¿cómo ha sabido lo que me ha contado?
—He llamado a Urbani.
—¿Por qué?
—Dottor Brunetti, un soldado norteamericano es asesinado en Venecia. Menos de una semana después, su oficial superior muere en circunstancias misteriosas. Muy estúpido tendría que ser para no sospechar que existe relación entre uno y otro hecho.
—¿Cuándo tendrá el informe de la autopsia?
—Probablemente esta tarde. ¿Quiere que le llame?
—Se lo agradeceré,
maggiore
.
—¿Considera que hay algo que yo debería saber? —preguntó Ambrogiani.
Él estaba allí, en contacto diario con los norteamericanos. Sin duda, correspondería con creces a cualquier información que pudiera darle Brunetti.
—Eran amantes, y ella se asustó mucho al ver su cadáver.
—¿Vio el cadáver?
—Sí; la enviaron a ella a identificarlo.
El silencio de Ambrogiani daba a entender que también a él le parecía esto demasiada coincidencia.
—¿Habló usted con ella después? —preguntó al fin.
—Sí y no. Volvimos a la ciudad en el mismo barco, pero ella no quería hablar. Entonces me pareció que tenía miedo de algo. Tuvo la misma reacción cuando hablé con ella el otro día.
—¿El día en que estuvo usted aquí? —preguntó Ambrogiani.
—Sí, el viernes.
—¿Sospecha de qué pudiera tener miedo?
—No. Quizá me telefoneara el viernes por la noche. Se recibió en la
questura
la llamada de una mujer que no hablaba italiano. El agente que estaba en la centralita no habla inglés y sólo le pareció entender que decía: «
Basta
.»
—¿Cree que era ella?
—Quizá. No sé. Pero el mensaje no tiene sentido.
Brunetti recordó la orden de Patta y preguntó:
—¿Qué harán ahora ahí?
—Su policía militar tratará de averiguar dónde consiguió la heroína. Se encontraron otros restos de drogas, colillas de cigarrillos de marihuana, hachís. Y la autopsia reveló que había bebido.
—No quisieron dejar lugar a dudas, ¿eh? —comentó Brunetti.
—No hay indicios de que le pusieran la inyección a la fuerza.
—¿Y los hematomas?
—Se cayó.
—O sea, que parece que se la puso ella.
—Sí. —Ninguno de los dos habló durante un momento, y luego Ambrogiani preguntó—: ¿Vendrá usted a Vicenza?
—Se me ha ordenado que no moleste a los norteamericanos.
—¿Quién se lo ha ordenado?
—Mi superior inmediato en Venecia.
—¿Qué piensa hacer?
—Esperar unos días, una semana. Luego, me gustaría hablar con usted. ¿Sus hombres mantienen contacto con los norteamericanos?
—No mucho. Guardamos las distancias. Pero veré qué puedo averiguar sobre ella.
—¿Trabajaba con ellos algún italiano?
—No lo creo. ¿Por qué?
—No estoy seguro, pero los dos, y sobre todo Foster, tenían que viajar bastante. Ir a sitios tales como Egipto.
—¿Drogas? —preguntó Ambrogiani.
—Podría ser eso. O podría ser otra cosa.
—¿Qué?
—No lo sé. Pero me parece que aquí no encajan las drogas.
—¿Qué encaja entonces?
—No sé. —Levantó la cabeza y vio a Vianello en la puerta del despacho—.
Maggiore
, me esperan. Le llamaré dentro de unos días. Entonces decidiremos cuándo voy.
—De acuerdo. Mientras tanto, veré qué puedo averiguar.
Brunetti colgó el teléfono y con una seña invitó a Vianello a entrar.
—¿Han descubierto algo sobre Ruffolo? —preguntó.
—Sí, señor. Los vecinos de abajo de la amiga dicen que él estuvo allí la semana pasada. Se lo encontraron varias veces en la escalera, pero hace tres o cuatro días que no han vuelto a verlo. ¿Quiere que hable con ella, comisario?
—Sí, quizá sea conveniente. Dígale que esta vez es distinta de las otras. Viscardi fue agredido, y esto agrava el caso, especialmente para ella, si lo esconde o sabe dónde está.
—¿Cree que dará resultado?
—¿Con Ivana? —preguntó Brunetti con sarcasmo.
—No, claro que no —reconoció Vianello—. De todos modos, lo intentaré. Además, prefiero hablar con ella que con la madre. Por lo menos, a ella se la entiende, aunque no diga más que mentiras.
Cuando Vianello se fue a tratar de interrogar a Ivana, Brunetti volvió a la ventana, pero al cabo de unos minutos, cansado de la vista, fue a sentarse a la mesa. Haciendo caso omiso de las carpetas recibidas durante la mañana, se puso a estudiar hipótesis. La primera, la de una sobredosis, fue desechada de inmediato. También había que descartar el suicidio. Él se había encontrado con más de un desesperado que no concebía la vida sin la persona amada; pero ella no era de éstos. Excluidas estas dos posibilidades, sólo quedaba el asesinato.