—Me resisto a creerlo —insistió Brunetti.
—Que no lo creas no impide que sea verdad, Guido.
—Su hija tampoco lo cree —insistió Brunetti.
—Es una bendición por la que todos los días doy gracias —murmuró el conde con voz suave—. Quizá eso sea lo mejor que he conseguido en mi vida, que mi hija no comparta mis convicciones.
Brunetti buscaba ironía o sarcasmo en el tono del conde, pero encontró sólo una dolorida sinceridad.
—Dice usted que podría encargarse de que el vertedero quedara limpio, de que se llevasen los residuos. ¿Por qué no puede hacer más?
El conde volvió a dedicar a su yerno aquella sonrisa triste.
—Me parece que ésta es la primera vez en todos estos años que tú y yo hemos hablado, Guido. —Y, cambiando de tono—: Porque hay demasiados vertederos y demasiados Gamberettos.
—¿Podrá hacer algo respecto a él?
—Ah, ahí no puedo hacer nada.
—¿No puede o no quiere?
—En ciertas situaciones, Guido, poder y querer vienen a ser lo mismo.
—Sofismas —espetó Brunetti.
El conde rió.
—Tienes razón. Bien, te lo diré de otra manera: prefiero no hacer nada más que lo que te he dicho que haría.
—¿Y eso por qué?
—Porque no soy capaz de preocuparme por algo que no sea mi familia. —Su tono era terminante; Brunetti no conseguiría más explicaciones.
—¿Me permite una última pregunta?
—Sí.
—Cuando le llamé para preguntar si podíamos hablar, me dijo si quería hablar de Viscardi. ¿Por qué?
El conde lo miró con involuntaria sorpresa y luego se volvió hacia las embarcaciones del canal. Después de seguir con la mirada a varias de ellas, respondió:
—El
signor
Viscardi y yo tenemos intereses comunes.
—¿Qué significa eso?
—Ni más ni menos que lo dicho, que tenemos intereses comunes.
—¿Puedo preguntar qué intereses?
El conde lo miró fijamente antes de contestar:
—Guido, yo sólo hablo de mis intereses con las personas directamente implicadas.
Guido deseaba preguntar al conde si sus tratos con el
signor
Viscardi eran lícitos, pero no sabía cómo formular la pregunta sin ofender a su suegro. Lo que era peor, Brunetti temía no saber ya con exactitud qué significaba la palabra «lícito».
—¿Puede decirme algo acerca del
signor
Viscardi?
La respuesta del conde tardó en llegar.
—Hace negocios con gente muy diversa. Muchos son personas muy poderosas.
Brunetti percibió la nota de advertencia que había en la voz del conde, pero no se le escapaba que aquí podía haber un eslabón.
—¿No habremos estado hablando ahora mismo de una de esas personas?
El conde asintió.
—¿Y puede decirme qué clase de intereses les unen?
—No puedo, ni quiero, decirte sino que te mantengas alejado de uno y otro.
—¿O si no?
—Me gustaría que me hicieras caso.
Brunetti no pudo resistir la tentación de decir:
—A mí me gustaría que me hablara usted de esos intereses.
—Pues me parece que estamos en un callejón sin salida —espetó el conde con fingida jovialidad.
Antes de que Brunetti pudiera contestar, oyeron ruido a su espalda y al volverse vieron entrar a la condesa, que se adelantó con un alegre taconeo en el parquet. Los dos hombres se levantaron.
—Guido, qué alegría verte —exclamó empinándose para besarle en las mejillas.
—Ah,
carissima
—dijo el conde inclinándose sobre la mano de su mujer. Cuarenta años de matrimonio, pensó Brunetti, y aún le besa la mano. Menos mal que no saluda con un taconazo.
—Estábamos hablando de Chiara —explicó el conde sonriendo beatíficamente a su esposa.
—Sí —abundó Brunetti—, precisamente hablábamos de lo afortunados que somos Paola y yo por lo sanos que están nuestros dos hijos. —El conde lo asaeteó con la mirada por encima de la cabeza de su mujer, que sonriendo a ambos dijo:
—Sí, demos gracias a Dios por ello. Es una suerte vivir en un país tan saludable como Italia.
—Por supuesto —reconoció el conde.
—¿Qué podría traer de Capri a los niños? —preguntó la condesa.
—A usted misma sana y salva —respondió Brunetti galantemente—. Ya sabe lo que ocurre en el Sur.
Ella le sonrió.
—Mira, Guido, todo eso que se dice de la Mafia no puede ser verdad. Son cuentos. Es lo que dicen todas mis amigas.
Miró a su marido, buscando la confirmación de sus palabras.
—Si lo dicen tus amigas,
cara
, así debe de ser —convino el conde. Y a Brunetti—: Me encargaré de esas gestiones, Guido. Esta misma noche haré unas cuantas llamadas. Y haz el favor de hablar con tu amigo de Vicenza. No hace falta que vosotros os preocupéis de esto.
Su mujer lo miró interrogativamente.
—No es nada, mi vida. Un asunto para el que Guido me ha pedido ayuda. Nada importante. Unos trámites burocráticos que yo podré solventar más rápidamente que él.
—Qué bueno eres, Orazio. Y, Guido —agregó, encantada con esta visión de una familia bien avenida y feliz—, me alegro mucho de que hayas acudido a él.
Tomándola del brazo, el conde dijo:
—Habrá que empezar a pensar en marcharse, mi vida. ¿Ya ha llegado la lancha?
—Oh, sí, eso es lo que venía a decirte, pero, hablando de esos asuntos vuestros, se me olvidó. —Miró a Brunetti—. Besos a Paola y a los niños de mi parte. La llamaré cuando volvamos de Capri, ¿o es Ischia? Orazio, ¿adonde vamos?
—A Capri, cariño.
—Bien, ya os llamaré. Adiós Guido —se despidió, alzándose sobre las puntas de los pies para volver a besarle.
El conde y Brunetti se estrecharon la mano. Bajaron los tres juntos al patio. Los condes salieron por la puerta del canal y subieron a la lancha que aguardaba en el embarcadero del
palazzo
. Brunetti se fue por la puerta principal, cerrándola cuidadosamente.
El lunes fue un día normal en la
questura
: se detuvo a tres norteafricanos por vender bolsos y gafas de sol en la calle sin licencia; se denunciaron dos robos con fuerza; se extendieron citaciones a cuatro embarcaciones por no llevar a bordo el equipo de seguridad preceptivo, y dos conocidos drogadictos fueron arrestados por amenazar a un médico que se negaba a hacerles recetas. Patta apareció a las once, llamó a Brunetti para preguntar si se había avanzado algo en el caso Viscardi, no ocultó su irritación al enterarse de que no era así y se fue a almorzar media hora después, para no volver hasta más de las tres.
Vianello informó a Brunetti de que el sábado no se había presentado el coche y que él había estado esperando, en Piazzale Roma, en la parada del autobús 5, durante más de una hora, con un ramo de claveles rojos en la mano. Al fin, se fue a su casa y dio los claveles a su mujer. Brunetti, cumpliendo su parte del trato a pesar de que, por descontado, no se puede confiar en la palabra de los maleantes, cambió los turnos de servicio para que Vianello pudiera librar el viernes y sábado siguientes, y le pidió que se pusiera en contacto con el chico de Burano, para averiguar qué había pasado y por qué los amigos de Ruffolo no habían acudido a la cita.
Brunetti había comprado los principales diarios camino del despacho y pasó la mayor parte de la mañana leyéndolos, en busca de alguna referencia al vertedero del lago Barcis, a Gamberetto o algo que estuviera relacionado con la muerte de los dos norteamericanos. Pero ninguno de estos temas figuraba en la actualidad del día, por lo que el comisario acabó leyendo las crónicas del fútbol y llamándolo trabajo.
Al día siguiente, volvió a comprar todos los diarios y se puso a leerlos detenidamente. Disturbios en Albania, los kurdos, un volcán, gente que se mataba en la India, ahora ya no por religión, sino por política, pero de los vertidos tóxicos del lago Barcis, ni una palabra.
Sabiendo que era una insensatez, pero incapaz de dominar el impulso, Brunetti bajó a la centralita y pidió al telefonista el número de la base norteamericana. Si Ambrogiani había descubierto algo acerca de Gamberetto, Brunetti quería saberlo ya. Era incapaz de esperar a que el otro le llamara. El telefonista le dio el número de la central y el de la oficina de los
carabinieri
. Brunetti tuvo que ir andando hasta Riva degli Schiavoni antes de encontrar un teléfono público que admitiera tarjetas. Marcó el número del cuartel de los
carabinieri
y preguntó por el
maggiore
Ambrogiani. El
maggiore
no estaba en su sitio en aquel momento.
—¿Quién le llama, por favor?
—El signor Rossi, de Assicurazioni Generali. Volveré a llamar esta tarde.
La ausencia de Ambrogiani podía no significar nada. O todo.
Como solía hacer cuando estaba nervioso, Brunetti se puso a caminar. Torció a la izquierda y, bordeando el agua, fue hasta el puente de Sant' Elena, lo cruzó y estuvo callejeando por aquel barrio extremo de la ciudad, que no le pareció hoy más interesante que en visitas anteriores. Cortó por Castello, siguió por la muralla del Arsenale y salió a Santi Giovani e Paolo, donde había empezado todo.
Deliberadamente, evitó el campo, no quería ver el lugar en el que el cuerpo de Foster había sido sacado del agua. Cortó hacia Fondamenta Nuove y siguió el curso del agua hasta que no pudo ir más allá y tuvo que regresar a la ciudad. Pasó por delante de Madonna dell' Orto, observó que todavía se trabajaba en el hotel y, sin saber cómo, se encontró en Campo del Ghetto. Se sentó en un banco y observó a los transeúntes. Ellos no tenían ni idea, ni la más remota. Desconfiaban del Gobierno, temían a la Mafia, les fastidiaban los norteamericanos, pero sus ideas eran vagas, generales. Intuían una conspiración, como la han intuido siempre los italianos, pero carecían de detalles, de pruebas. Por largos siglos de experiencia, sabían que la prueba estaba ahí, que sería más que suficiente, pero los avatares de esos siglos habían enseñado al pueblo que cualquiera que fuera el Gobierno que estuviera en el poder siempre conseguiría ocultar hasta la última prueba de sus fechorías.
Cerró los ojos y se arrellanó en el banco, saboreando el sol. Cuando los abrió, vio a las dos hermanas Mariani cruzar el campo, con su pelo hasta los hombros, sus tacones altos y sus bocas pintadas. Debían de tener más de setenta años. Ya nadie se acordaba de los detalles, pero todo el mundo conocía la historia. Las hermanas Mariani eran judías. Durante la guerra, el marido de una de ellas las denunció a la policía y fueron deportadas a un campo de concentración. Nadie recordaba ya a cuál: Auschwitz, Bergen-Belsen, Dachau, el nombre era lo de menos. Al terminar la guerra, después de nadie sabía cuántos sufrimientos, las hermanas Mariani regresaron a la ciudad. Y, al cabo de cincuenta años, aquí estaban, atravesando el Campo del Ghetto cogidas del brazo, con sus cintas amarillas en el pelo. Las hermanas Mariani fueron víctimas de una conspiración y experimentaron la maldad humana. No obstante, ahora paseaban con sus vestidos estampados al sol cálido de una apacible tarde veneciana.
Brunetti se daba cuenta de que se había puesto sentimental, y tampoco había necesidad. Estuvo tentado de irse a casa directamente, pero enderezó sus pasos hacia la
questura
, despacio, sin prisa por llegar.
Encima de la mesa de su despacho encontró una nota: «Tenemos que hablar de Ruffolo, V.». Inmediatamente, bajó a ver a Vianello.
El agente estaba en su sitio, hablando con un muchacho que estaba sentado delante de su mesa.
—Es el comisario Brunetti; él podrá contestar tus preguntas mejor que yo.
El chico se levantó pero no tendió la mano.
—Buenas tardes,
dottore
. He venido porque él me ha llamado —dijo, dejando que Brunetti adivinara quién era «él».
Era bajo y fornido, con unas manos demasiado grandes para su cuerpo, ya rojas e hinchadas, a pesar de que no tendría más de diecisiete años. Por si no bastaban las manos para delatar su oficio de pescador, el tosco y ondulante acento de Burano lo confirmaba. En Burano, o pescas o haces encajes, y las manos del muchacho excluían la segunda posibilidad.
—Siéntate, siéntate —indicó Brunetti acercando otra silla para sí. Era evidente que la madre del muchacho lo había educado bien, porque no tomó asiento hasta que los dos hombres se hubieron sentado, y entonces se quedó muy erguido en la silla, con las manos en los costados del asiento.
Empezó a hablar en el áspero dialecto de las islas exteriores, que ningún italiano no nacido en Venecia entendería. Brunetti se preguntaba si sabría siquiera el italiano. Pero pronto olvidó su curiosidad lingüística, porque el muchacho decía:
—Ruffolo ha vuelto a llamar a mi amigo, y mi amigo me ha llamado a mí, y como yo había dicho aquí al sargento que si volvía a saber de mi amigo se lo diría, he venido a decírselo.
—¿Qué dice tu amigo?
—Ruffolo quiere hablar. Está asustado. —Se interrumpió y miró a los dos hombres entornando los ojos, para ver si se habían dado cuenta del desliz, pero como ellos no parecían haberlo advertido, prosiguió—. Quiero decir que mi amigo dice que Ruffolo parecía asustado, pero lo único que este amigo mío me ha dicho es que Peppino quiere hablar con alguien, pero que un sargento no le parece bastante. Quiere hablar con alguien de más arriba.
—¿Te ha dicho tu amigo por qué quiere hablar Ruffolo?
—No, señor. Pero me parece que es porque su madre se lo ha pedido.
—¿Tú conoces a Ruffolo?
El chico se encogió de hombros.
—¿Qué puede haberle asustado?
Esta vez el gesto de los hombros probablemente quería decir que el chico no lo sabía.
—Ruffolo se cree muy listo. Siempre está pavoneándose de la gente que conoció cuando estaba a la sombra y de lo importantes que son sus amigos. Cuando me llamó —prosiguió el chico, olvidándose ya del amigo imaginario— me dijo que quería entregarse, pero que tenía cosas que ofrecer que les interesarían. Que podrían hacer un buen trato.
—¿No sabes qué cosas son? —preguntó Brunetti.
—No; pero dice que son tres, y que usted ya lo entenderá.
Brunetti lo entendió. Guardi, Monet y Gauguin.
—¿Y dónde quiere encontrarse con esa persona?
Como si se diera cuenta de pronto de que el amigo imaginario ya no estaba allí para servir de amortiguador entre él y la autoridad, el muchacho miró en derredor; pero el amigo había desaparecido sin dejar rastro.