El conde, muy cortés para preguntar de qué se trataba, dijo tan sólo.
—Estamos invitados a cenar, pero, si vienes ahora, tendríamos una hora poco más o menos. ¿Te va bien, Guido?
—Sí. Ahora mismo voy. Gracias.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Paola cuando él volvió a la cocina, donde otra carga de ropa nadaba briosamente en un mar espumoso.
—Voy ahora mismo. ¿Quieres venir, y así ves a tu madre?
Por toda respuesta, ella señaló la lavadora con un movimiento del mentón.
—De acuerdo. Iré solo. Esta noche cenan fuera, de modo que supongo que antes de las ocho estaré en casa. ¿Quieres que salgamos a cenar?
Ella asintió con una sonrisa.
—Bien. Tú elige el sitio y haz la reserva. Donde quieras.
—¿Al Covo?
Primero, los zapatos y, ahora, cena en Al Covo. Pero la cocina era exquisita y valía la pena. Sonrió a su vez.
—Reserva para las ocho y media. Y pregunta a los niños si quieren venir.
Al fin y al cabo, tenía la sensación de que aquella tarde había vuelto a nacer. ¿Por qué no celebrarlo?
Al llegar al
palazzo
de los Falier, Brunetti se encontró ante el dilema que siempre le aguardaba en la puerta: utilizar el enorme aldabón de hierro que haría retumbar en el patio el anuncio de su llegada o servirse del prosaico timbre. Optó por este último y, al cabo de un momento, una voz preguntó por el intercomunicador quién era. Él dio su nombre y la puerta se abrió con un espasmo. Empujó la gruesa madera, entró, cerró y cruzó el patio en dirección a la parte del
palazzo
que daba al Gran Canal. Desde una ventana del primer piso, una doncella uniformada atisbaba al recién llegado. Convencida, al parecer, de que Brunetti no era un facineroso, se retiró. El conde esperaba en lo alto de la escalera exterior que conducía al ala del
palazzo
que habitaba el matrimonio.
Brunetti sabía que el conde pronto cumpliría los setenta años; sin embargo, al verlo resultaba difícil creer que fuera el padre de Paola. Un hermano mayor, quizá, o un tío joven, pero no un hombre casi treinta años mayor que ella. Lo único que delataba su edad era el pelo, escaso, canoso y muy corto, que orlaba el óvalo reluciente de la cabeza, pero la piel tersa de la cara y el brillo de la mirada disipaban esa impresión.
—Encantado de verte, Guido. Tienes buen aspecto. Vamos al estudio, ¿quieres? —dijo el conde, dando media vuelta y llevando a Brunetti hacia la parte delantera de la casa.
Después de cruzar varias habitaciones, llegaron al estudio, una habitación dominada por una tribuna acristalada que daba al Gran Canal en el punto en que éste describe el arco hacia el puente de la Accademia.
—¿Una copa? —preguntó el conde mientras iba hacia una consola en la que había una botella de Dom Perignon, ya abierta, en un cubo de plata lleno de hielo.
Brunetti conocía al conde lo suficiente como para saber que no había en esto ni la menor afectación. Si hubiera preferido Coca-Cola, hubiera tenido una botella de plástico de litro y medio en el mismo cubo de hielo, y la hubiera ofrecido a sus invitados con la misma pompa.
—Sí, gracias —respondió Brunetti. De este modo, marcaría el tono para la cena en Al Covo.
El conde sirvió champaña en una copa, agregó un chorro a la suya y dio la primera a Brunetti.
—¿Nos sentamos, Guido? —solicitó, adelantándose hacia dos butacas situadas de cara al agua.
Cuando estuvieron sentados y Brunetti hubo probado el champaña, el conde preguntó:
—¿En qué puedo serte útil?
—Me gustaría pedirle información, pero no estoy seguro de cuáles son las preguntas que he de hacer —empezó Brunetti, decidiendo decir la verdad. No podía pedir al conde que no repitiera lo que iba a revelarle: sería un insulto que el conde no perdonaría ni al padre de sus dos únicos nietos—. Me interesa un tal
signor
Gamberetto de Vicenza que es dueño de una agencia de transportes y, al parecer, también de una empresa constructora. No sé de él nada más que el nombre. Y que quizá esté implicado en un asunto ilegal.
El conde asintió, dando a entender que el nombre le era familiar pero que, antes de manifestarse, prefería esperar a saber qué más deseaba averiguar su yerno.
—También me interesa descubrir en qué medida los militares norteamericanos pueden estar involucrados, primero, con el
signor
Gamberetto y, segundo, con el vertido ilegal de sustancias tóxicas que parece tener lugar en este país. —Tomó un sorbo de champaña—. Le estaré muy agradecido por todo lo que pueda decirme.
El conde vació la copa y la puso en una mesita de marquetería que tenía a su lado. Cruzó sus largas piernas descubriendo un tobillo enfundado en seda negra y juntó las yemas de los dedos formando una pirámide debajo del mentón.
—El
signor
Gamberetto es un empresario tan poco recomendable como bien relacionado. Esas dos empresas que has mencionado, Guido, no son las únicas que posee. También es dueño de una gran cadena de hoteles, agencias de viajes y centros de vacaciones, muchos de los cuales no están en este país. Se dice que, últimamente, también tiene intereses en la industria del armamento y se ha asociado con uno de los fabricantes más importantes de Lombardía. Muchas de sus empresas están a nombre de su esposa. El suyo no aparece en ningún papel, ni escrituras, ni contratos. Tengo entendido que la constructora figura inscrita a nombre de un tío suyo, pero no estoy seguro.
»Al igual que la mayoría de nuestros nuevos magnates de la industria —prosiguió el conde—, Gamberetto es curiosamente invisible. No obstante, parece estar mejor relacionado que otros. Tiene amigos influyentes tanto en el partido socialista como en el cristiano-demócrata, lo cual no es una nimiedad, y hace que esté bien protegido.
El conde fue a la consola, volvió sobre sus pasos, llenó las dos copas y de nuevo dejó la botella en el cubo de hielo. Cómodamente instalado en su butaca, prosiguió:
—El
signor
Gamberetto es del Sur. Su padre, si mal no recuerdo, era conserje de una escuela pública. Por lo tanto, no frecuentamos los mismos círculos y no es fácil que coincidamos. No sé nada de su vida personal.
Bebió un sorbo.
—Por lo que se refiere a tu segunda pregunta, sobre los norteamericanos, me gustaría saber a qué se debe tu curiosidad. —Como Brunetti no respondiera, el conde agregó—: Circulan muchos rumores.
Brunetti no podía sino especular a qué vertiginosas alturas de las finanzas y la política captaba los rumores el conde, pero no hizo comentarios.
El conde hizo girar el pie de la copa entre sus finos dedos. Cuando se convenció de que Brunetti pensaba guardar silencio, prosiguió:
—Ya sé que se les han concedido ciertos derechos extraordinarios, derechos que no están estipulados en el tratado que firmamos con ellos al fin de la guerra. Casi todos nuestros efímeros y diversamente incompetentes gobiernos han creído oportuno ofrecerles trato especial de una u otra índole. Esto, como comprenderás, abarca no sólo cuestiones tales como permitirles salpicar nuestras montañas de silos de misiles y darles acceso a información acerca de cualquier residente de la provincia de Vicenza, sino también consentir que introduzcan en este país todo aquello que les convenga.
—¿Incluidas las sustancias tóxicas? —preguntó Brunetti.
El conde inclinó la cabeza.
—Eso se rumorea.
—Pero, ¿por qué? Hace falta estar loco para aceptarlas.
—Guido, lo que interesa a los políticos no es obrar con cordura, sino ganar elecciones. —Desechando un tono que él mismo debió de considerar pedante, el conde adoptó un aire más directo y confidencial—. Según los rumores, antes estos cargamentos sólo pasaban por Italia en tránsito, para su trasiego de un medio de transporte a otro. Llegaban de las bases de Alemania, eran cargados en barcos italianos y éstos los llevaban a África o América del Sur, donde nadie hacía preguntas acerca de lo que se arrojaba en la selva, la floresta o el lago. Sin embargo, durante los últimos años la mayoría de esos países han cambiado sus sistemas de gobierno de forma radical, y esas salidas han quedado cortadas, porque nadie está dispuesto a aceptar desechos venenosos. O, si los aceptan, exigen un precio exorbitante. Pero los que reciben el cargamento en este país no quieren dejar de recibirlo, para no perder los beneficios que ello les reporta, simplemente porque no puedan colocarlo fuera.
Así que el cargamento sigue llegando, y se le busca sitio aquí.
—¿Tanto sabe usted? —preguntó Brunetti, sin esforzarse por ocultar su sorpresa y su indignación.
—Guido, todo lo que yo sé, sea mucho o poco, es de dominio público, por lo menos en calidad de rumor. Podrías averiguarlo fácilmente pasándote un par de horas al teléfono. Pero nadie sabe nada, salvo las personas directamente implicadas, que no son la clase de personas que suelen hablar de estas cosas. Ni son tampoco la clase de personas con las que uno suele hablar.
—Hacerles el vacío en las fiestas no bastará para conseguir que enmienden su conducta —proclamó Brunetti con sequedad—. Ni que desaparezcan las porquerías que ya han desparramado.
—Comprendo tu sarcasmo, Guido, pero mucho me temo que en esta situación está uno impotente.
—¿Quién es «uno»? —preguntó Brunetti.
—Los que están enterados de lo que hace el Gobierno sin intervenir activamente en ello. Y hay que tomar en consideración la circunstancia de que la responsabilidad no es sólo de nuestro propio Gobierno, sino también del de Estados Unidos.
—Y no digamos de los señores del Sur.
—Ah, sí, la Mafia —asintió el conde, con un suspiro de cansancio—. Se diría que es una trama tejida por los tres, y por ello, tres veces fuerte y, si me permites la advertencia, tres veces peligrosa. —Miró a Brunetti y preguntó—: ¿Hasta dónde estás metido en esto, Guido? —Era evidente su preocupación.
—¿Se acuerda del norteamericano que fue asesinado hace una semana?
—Ah, sí, el del atraco. Una pena. —Entonces, cansado de su propia pose, el conde apuntó sobriamente—: O mucho me equivoco o has descubierto una relación entre él y el tal
signor
Gamberetto.
—Sí.
—Tengo entendido que ha habido otra muerte en extrañas circunstancias entre los norteamericanos, una doctora del hospital de Vicenza, ¿no es así?
—Sí. Ella y la primera víctima eran amantes.
—Sobredosis, si mal no recuerdo.
—Asesinato —rectificó Brunetti, sin más explicaciones.
El conde no se las pidió, sino que se quedó en silencio, mirando las embarcaciones que navegaban canal arriba y canal abajo. Al fin preguntó:
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé —respondió Brunetti, y preguntó a su vez, aproximándose al motivo de su visita—: ¿Usted podría ejercer alguna influencia en este asunto?
El conde meditó largamente la pregunta.
—No estoy seguro de haber comprendido lo que quieres decir con eso, Guido —respondió al fin.
Brunetti, que consideraba que la pregunta estaba ya lo bastante clara, hizo caso omiso de la observación del conde y pasó a relatar los hechos.
—Arriba, en las montañas, cerca del lago Barcis, hay un vertedero clandestino. Los bidones y latas que he visto allí proceden de la base norteamericana de Ramstein, en Alemania, y quizá de otras. Las etiquetas están en inglés y alemán.
—¿Encontraron el sitio los dos norteamericanos?
—Yo diría que sí.
—¿Y después murieron?
—Sí.
—¿Lo sabe alguien más?
—Un oficial de
carabinieri
que trabaja en la base norteamericana. —No era necesario dar el nombre de Ambrogiani, y Brunetti tampoco consideró pertinente decir al conde que la única persona que sabía algo del asunto, además de ellos, era su única hija.
—¿Confías en ese hombre?
—¿Para qué?
—No te hagas el inocente, Guido —exclamó el conde—. Yo trato de ayudarte. —No sin esfuerzo, el conde dominó la impaciencia e insistió—: ¿Confías en que tendrá la boca cerrada?
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que se haga algo al respecto.
—¿Qué significa eso?
—Significa que esta noche llamaré a ciertas personas para ver qué puede hacerse.
—¿Para qué?
—Para limpiar ese vertedero y hacer que se lleven esos residuos.
—¿Que se los lleven adonde? —preguntó Brunetti con voz áspera.
—A otro sitio, Guido.
—¿A otro sitio de Italia?
Brunetti observó cómo el conde dudaba entre mentirle o no. Finalmente, optando por el no, Brunetti nunca comprendería por qué, dijo:
—Quizá. Pero es más probable que se lo lleven fuera del país. —Antes de que Brunetti pudiera hacer más preguntas, el conde levantó una mano para frenarle—. Guido, compréndelo, no puedo prometer más. Creo que ese vertedero puede limpiarse, pero temo que de ahí no puedo pasar.
—¿Teme, literalmente?
—Literalmente.
—¿Por qué?
—Prefiero no decírtelo, Guido.
Brunetti decidió hacer otro intento.
—La causa por la que descubrieron el vertedero fue que un niño se cayó allí y se quemó el brazo con las sustancias que se filtran de esos bidones. Hubiera podido ser cualquier niño. Hubiera podido ser Chiara.
—Guido, por favor, ahora tratas de pulsar la fibra sensible.
Era verdad.
—¿Es que a usted no le afectan estas cosas? —preguntó, sin poder impedir que la pasión vibrara en su voz.
El conde humedeció la yema del dedo en las gotas de champaña que quedaban en su copa y la pasó por el borde. A medida que aceleraba el movimiento, un sonido agudo y plañidero brotaba del cristal hasta llenar la habitación. Cuando levantó el dedo, el sonido persistió en el aire, lo mismo que el eco de su conversación. El conde miró de la copa a Brunetti.
—Sí que me afecta, Guido, pero no del mismo modo que a ti. Tú has conseguido conservar vestigios de optimismo, incluso a pesar de tu trabajo. Yo, no. Ni respecto a mí y mi futuro, ni a este país y su futuro.
Volvió a mirar el fondo de su copa.
—Me afecta que pasen estas cosas, que nos envenenemos a nosotros mismos y a nuestros descendientes, que deliberadamente destruyamos nuestro futuro, pero no creo, repito, no creo que pueda hacerse algo para remediarlo. Somos una nación de egoístas. Ello fue nuestra gloria y será nuestra perdición, porque no es posible conseguir que nos preocupemos por algo tan abstracto como «el bien común». Los mejores de nosotros podemos sentir ansiedad por nuestras familias, pero como nación somos incapaces de más.