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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (49 page)

El policía —la crupier había servido un as y una jota de corazones— había ligado una pareja de ases desde
el flop
. Pero una simple pareja, por más alta que fuera, no justificaba aceptar un envite tan fuerte como aquél: ni siquiera ligando escalera con un diez en el
river
hubiera podido batir al color. Pero justo en el instante en que Perdomo iba a deshacerse de sus cartas, la mujer se delató, con un pequeño gesto que le costó la apuesta y la partida, ya que fue a protegerse la garganta con la palma de la mano. Hacía tan sólo unas horas, Perdomo le había explicado a Amanda que ese gesto es característico en las mujeres cuando se encuentran incómodas en una determinada situación. La divorciada estaba tensa porque iba de farol y además no estaba acostumbrada a mentir en la mesa. El inspector no se lo pensó dos veces y dijo:

—Voy.

La crupier destapó una jota de corazones y antes siquiera de que Perdomo pudiera mostrar sus dobles parejas, la mujer enterró sus cartas en el mazo y admitió su derrota. Se sentía tan avergonzada por haber sido cogida en una mentira que se levantó de la mesa y solicitó que la acompañaran hasta uno de los camarotes VIP. El guardaespaldas de O'Rahilly fue el encargado de conducirla hasta su aposento, mientras Perdomo, que no cabía en sí de gozo, ordenaba el considerable montón de fichas que acababa de arrebatarle a la divorciada. No era el dinero ganado lo que le había puesto eufórico, sino el hecho de que todos los jugadores que quedaban en la mesa hubieran aplaudido su manera de jugar. Tan metido estaba en la partida, que tardó varios minutos en darse cuenta del desastre en que acabaría su misión si seguía ganando una mano tras otra: tendría que permanecer en la mesa hasta el desenlace final y no podría bajar a los camarotes para tratar de conseguir el ADN de O'Rahilly.

Consciente de su situación, Perdomo jugó las manos siguientes de manera muy temeraria, con la esperanza de que alguno de sus rivales le sorprendiera con una buena mano y le arrebatara todos sus
chips
. Pero el inspector ya se había ganado tal reputación en la mesa, que el resto de los jugadores empezó a sentir miedo ante sus envites.

—¿No me había dicho que era su esposa la que sabía jugar al póquer? —preguntó O'Rahilly desconcertado—. Ha empezado usted a exhibir su indudable talento justo en el momento más peligroso de la partida, cuando ya no es posible recomprar fichas. ¡Si no andamos con cuidado, nos barrerá de la mesa en un abrir y cerrar de ojos!

Fue Amanda la que intuyó lo que estaba ocurriendo. Por eso, la tercera vez que el inspector anunció
all in
, aceptó la apuesta con una raquítica pareja de doses.

Fueron momentos dramáticos, porque las tres primeras cartas volvieron a colocar como favorito a Perdomo, que necesitaba perderlo todo a cualquier precio. El inspector llevaba un cinco de diamantes y un dos de tréboles, una de las peores jugada posibles, pero Amanda tenía pareja de doses, y Perdomo le acababa de privar de uno de ellos.

En el
flop
salieron:

Esto dio a Perdomo trío de cincos y le otorgó una ventaja apabullante sobre la periodista. Ni siquiera si hubiera salido el cuarto dos las cosas se hubieran puesto mejor para Amanda, que hubiera ligado full de 222-55, frente el full de 555-22 del inspector. Pero las cartas, que llevaban un largo rato favoreciendo al policía, decidieron en ese momento que su racha de buena suerte había finalizado. Los dos naipes que quedaban por salir fueron un as de diamantes y un cuatro de picas, lo que dejó a Perdomo con el trío inicial de cincos y permitió a Amanda ligar escalera mínima. Perdomo lo perdió todo en un instante, pero quedó con las manos libres para intentar la jugada más peligrosa de la noche.

68

Feel the fear

Prisión de máxima seguridad de Attica (Nueva York), a la misma hora

Mark David Chapman, el asesino convicto y confeso de John Lennon, repasaba mentalmente en su celda, de apenas seis metros cuadrados, la entrevista que había mantenido esa misma mañana con su abogado defensor, Jonathan Marks.

—Has metido la pata hasta el fondo, Mark —le dijo su letrado—. ¿En qué estabas pensando? Imputarte la muerte de Winston ha sido la peor idea que has tenido desde que decidiste declararte culpable del asesinato de Lennon, en 1981.

Al oír esas palabras, Chapman recordó con amargura cómo desoyó en su día los consejos de su defensor, para que se declarara mentalmente incompetente y poder así cumplir la sentencia en un hospital psiquiátrico, donde hubiera recibido el tratamiento adecuado.

—Dios me ha ordenado que me declare culpable —les dijo entonces a sus abogados, para justificar su inexplicable iniciativa.

Desde tan lejana fecha, Chapman había tenido tiempo para arrepentirse de aquella decisión, pues la vida de un interno en Attica era mucho más dura de lo que habría podido imaginar. Sólo en el último año, Chapman había tenido conocimiento de treinta apuñalamientos entre presos. Las celdas tenían unas dimensiones asfixiantes —parecían cuartos trasteros— y la comida de la prisión dejaba mucho que desear. Si a un recluso no le llegaban paquetes del exterior —y él los recibía muy de vez en cuando—, en Attica te morías lentamente de hambre.

—Sin embargo —le había dicho Marks esa mañana—, a pesar del terrible error que has cometido, nos ha surgido una gran oportunidad. He hablado con el Comité de Libertad Condicional y están dispuestos a estudiar tu puesta en libertad, siempre que confieses cómo te enteraste de que el asesinato de Winston se cometió con tu revólver. Tienes la ocasión de redimirte, Mark. Aprovéchala, porque tan cierto como que tú y yo estamos aquí y ahora, este tren no volverá a pasar nunca más por delante de la puerta de tu celda.

Chapman le miró con expresión vacía. Llevaba años intentando salir de la prisión, pero su abogado tenía la impresión de que, de repente, ya no le importaba su libertad. Los medios —sobre todo la televisión— se habían burlado ferozmente de él durante los últimos días por lo que llamaban su «confesión astral».
Chapman the Madman
(Chapman el Loco) le había bautizado en portada la revista
Newsweek
. Los ciento cinco presos con los que se le autorizaba el contacto dentro de la prisión le tomaban el pelo a todas horas. Y a él sólo le obsesionaba ya una cosa: no aparecer ante los ojos del mundo como un demente.

—No estoy loco, Jonathan. Dilo. Di que no estoy loco.

Después de treinta años, el preso más famoso de Attica seguía con su inveterada costumbre de exigir a los demás que repitieran sus frases.

—No estás loco, Mark —le aseguró su abogado.

Pero lo había dicho sólo para no soliviantar a su cliente, pues él estaba convencido de que sí lo estaba. Y su madre, Katryn Chapman, lo declaró así incluso a los medios. Sí, Mark era un niño sociable y aparentemente normal. Sí, jugaba con las cometas y coleccionaba soldaditos, como hacen la mayoría de los niños. Pero había dos detalles de su personalidad que resultaban sumamente inquietantes. La primera, el bamboleo. Desde bebé, se pasaba los días en un vaivén continuo, hasta el punto de que le tuvieron que quitar las ruedas a la cuna, porque siempre terminaba al otro lado de la habitación. Todo el día moviendo su cuerpo, adelante y atrás, adelante y atrás; así hasta los doce años. Su abuela declaró que ahí radicaba todo el problema, pues a causa de esta oscilación permanente, Mark se había dado más golpes en la cabeza de lo que ningún niño hubiera podido soportar. Y luego también estaba su delirio con lo que él llamaba «la gente pequeña». Mark creció pensando que en su habitación habitaban pequeños seres, y que él era su rey, al que adoraban.

—Tenemos una oportunidad —le repitió su abogado varias veces—. Dales lo que quieren, diles quién robó el revólver. A cambio, ellos te dejarán en la calle.

Durante la entrevista con Marks, Chapman estuvo como ausente, y después de muchos años, parecía volver a sentir miedo físico. Se había enterado de que dos fans de The Walrus se habían quitado la vida en los últimos días, al conocer la muerte de Winston. Uno de los suicidios había ocurrido en Toronto, Canadá, muy cerca de Attica. El otro fue en Japón. Sucedió en 1980, cuando John Lennon fue asesinado, y con Winston había vuelto a pasar.

—Los padres de esos chicos me matarán en cuanto salga a la calle —le dijo Mark a su letrado en la entrevista.

—Tú no has asesinado a Winston —le tranquilizó el otro—. En ese sentido, no tienes nada que temer. Sin embargo, si los medios empiezan a airear que estás ocultando pruebas y encubriendo al verdadero asesino…

—Él me matará antes —dijo Chapman—. Se las arreglará para que no salga con vida de estas cuatro paredes.

—¿Él? ¿Te refieres al preso al que no quieres denunciar? Soy tu abogado, Mark, al menos a mí deberías decirme su nombre. Una vez que yo sepa de quién se trata, estudiaremos la mejor manera de salir de ésta.

Mark hizo un enérgico gesto de negación con la cabeza, desafiando una vez más a su propio abogado. Era como si el simple hecho de abrir la boca le inspirara pánico.

—Aunque quisiera… yo… el riesgo es inmenso —dijo, susurrando—. Son muy listos, se enteran hasta de nuestros pensamientos. —Y acompañó sus palabras con el gesto de mirar bajo la mesa, en busca de micrófonos ocultos.

La actitud de Chapman sacó de sus casillas a Marks, que se había hecho cargo de su defensa en 1981, después de que el abogado anterior tirara la toalla, a causa de las amenazas de muerte que recibía.

—¡Me he jugado la piel por ti durante años, joder! ¿Sabes cuántos anónimos amenazadores he recibido hasta ahora por defender al hombre que mató a Lennon? ¡Necesitamos ese nombre! ¡Si tienes miedo de decirlo en voz alta, escribe el puto nombre en un puto papel! —le dijo su abogado, levantando la voz—. ¡Me lo debes, Mark! Y a cambio, tienes mi palabra de que no revelaré nada sin tu autorización.

Jonathan Marks abrió su maletín de piel y extrajo de él una cuartilla de papel y un bolígrafo, que luego ofreció a su cliente. Este aceptó la cuartilla y con gesto tembloroso arrancó una pequeña tira de papel de la hoja en blanco, en la que escribió el nombre en cuestión. Mark tenía miedo de que hubiera cámaras vigilando, así que tapó con la mano, imitando a un jugador de póquer, el pequeño fragmento de papel que acababa de garabatear. Luego, obligó a su abogado a levantarse e ir al otro lado de la mesa para ver el nombre que había escrito, pues se negaba a entregarle el fragmento de cuartilla. Una vez leído, Mark hizo una pelotita con la tira de papel, se la introdujo en la boca y empezó a masticarla lentamente, como si fuera un sabroso bocado.

Chapman recordaba en esos momentos, en la quietud de su celda, la reacción de Jonathan Marks al leer el nombre que había escrito en el papel. Cerró los ojos, se pinzó con dos dedos la parte superior de la nariz y, tras emitir un profundo suspiro, había declarado:

—Tienes razón, Mark. Tenemos un problema.

69

Danger zone

Perdomo tenía aún que encontrar la manera de anunciar que se retiraba al piso de abajo, dejando a su falsa esposa abandonada en mitad de una partida en la que había en juego casi un millón de euros. Ninguna excusa le pareció lo suficientemente creíble para justificar tal deserción, por lo que decidió fingir un conato de desvanecimiento. Al incorporarse, se escoró violentamente a un lado, como si perdiera el equilibrio, y derramó con gran estrépito uno de los recipientes metálicos, en los que los jugadores colocaban sus vasos para que no estorbaran en la mesa.

—¿Se encuentra bien, hijo mío? —le preguntó el padre Hughes, mientras le ayudaba a incorporarse—. ¿Quiere que le acerquemos a la costa a que le atienda un médico?

Amanda no podía apartar la mirada de Perdomo, pues su actuación estaba siendo tan convincente, que no sospechaba que fuera simulada.

—Estoy bien —les tranquilizó el inspector—. Padezco síndrome de Méniére y de vez en cuando sufro pérdidas de equilibrio. Pero por nada del mundo dejaría sola a mi esposa en un momento como éste, ¿no es cierto, cariño? Debo permanecer a su lado hasta el final, para darle suerte y ánimos. De modo que échenme una mano y ayúdenme a tomar asiento.

Aquella reacción bastó para que Amanda comprendiera lo que el policía se traía entre manos y reaccionara en consecuencia.

—¡De ningún modo, querido! —exclamó—. Recuerda lo que nos ha dicho el doctor: lo único aconsejable en estos casos es que te retires a descansar un buen rato, hasta que se te pase el vértigo. Por favor, señor O'Rahilly, usted, que es el anfitrión, ¡prohíbale que permanezca en la sala ni un segundo más! Debe reposar de inmediato, en posición horizontal, y le conviene estar tranquilo, por lo que es indispensable que se retire a un camarote.

—Siendo así —respondió el interpelado—, no se hable más. ¿Está de acuerdo, señor Perdomo? Carol, por favor, ten la bondad de acompañar al señor hasta su aposento VIP. Yo, mientras, aprovecharé para emborrachar a su esposa, ahora que se queda sin vigilancia.

El fornido guardaespaldas de O'Rahilly condujo al inspector escaleras abajo, hacia la zona de camarotes, mientras éste se palpaba el bolsillo derecho de la americana. En él llevaba la pequeña ganzúa eléctrica con la que abriría sin dificultades una sencilla puerta de barco.

Sólo quedaban ya en la mesa cuatro jugadores: O'Rahilly, el padre Hughes, la misteriosa mujer de la lancha y Amanda Torres. Lo último que escuchó Perdomo, horrorizado, mientras se alejaba, fue la voz de la periodista diciéndole a su anfitrión:

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