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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (50 page)

—¿Sabe lo que le digo, señor O'Rahilly? ¡Que un vodka con hielo no me convertirá en peor jugadora!

El fornido Carol mostró a Perdomo, como si fuera el botones de un hotel, dónde estaba cada cosa en el imponente camarote VIP. Salvo en la altura del techo, aquello no se diferenciaba en nada de la habitación de un hotel de lujo.

—Aquí tiene el mando a distancia de la televisión y el del aire acondicionado —le dijo el gorila, intentando componer una sonrisa que se quedó en mueca simiesca—. Esta puerta —la abrió— es la del cuarto de baño, y aquella otra —la señaló con un dedo índice del tamaño de la muñeca de Perdomo— es la de su balcón privado. Se disfrutan unas vistas excepcionales del estrecho y del puente de Oresund.

—¿Hay minibar? —preguntó Perdomo, para hacer ver que se iba a lanzar a disfrutar a tope de todas las comodidades que le ofrecía el camarote.

El gorila se tomó la pregunta como una ofensa y abrió la puerta de un frigorífico tan grande como el de un supermercado. Luego, ya a punto de desaparecer, masculló entre dientes:

—Cualquier cosa que necesite, no tiene más que descolgar el auricular y marcar el uno. —Pero lo dijo en un tono que hacía aconsejable no acercarse siquiera al teléfono.

Lo primero que hizo Perdomo fue encender la televisión, por si el gorila se había quedado escuchando detrás de la puerta. Era un programa de debate en danés, así que el inspector buscó el canal internacional de TVE, donde emitían música clásica, y lo dejó sintonizado a un volumen moderado. Luego se dirigió al balcón, se asomó a él y pudo oír murmullos y alguna risotada, provenientes del piso superior, donde estaba la sala de póquer. Deseó con todas sus fuerzas que Amanda no estuviera excediéndose con el alcohol, pero se dijo a sí mismo que él ya no podía hacer nada. Su única preocupación a partir de entonces debía ser encontrar el camarote de O'Rahilly, para robar una muestra de ADN. Se acercó a la puerta de salida y pegó la oreja a la misma, tal como había hecho en su día en el Ritz el asesino de John Winston. No se oía nada. Abrió la puerta lentamente y se llevó el sobresalto de la noche. Delante de él, con los nudillos en alto, a punto de llamar, se encontró a la divorciada de Bang & Olufsen a la que había limpiado. Perdomo notó que se ponía pálido, pero forzó una sonrisa y preguntó:

—¿Sí?

—Me he mareado —dijo la mujer que, efectivamente, lucía la tez verdoso-amarillenta del que está a punto de vomitar—. ¿No tendrá una pastilla?

—No, lo siento —dijo Perdomo, intentando cerrar la puerta. Pero la divorciada opuso resistencia con la pierna y el inspector se vio forzado a ceder.

—He probado con un ansiolítico —continuó la mujer—, pero sigo con náuseas. —Su voz, entrecortada y pastosa, no hacía presagiar nada bueno.

—¿Por qué no sube a pedirla o llama por la línea interna? —sugirió Perdomo.

—He marcado el uno —dijo ella—, pero mi línea no funciona. ¿Le importa que use su teléfono?

Antes de que pudiera responder, la mujer ya se había colado en su camarote y estaba llamando a Carol a través de la línea interna. El gorila tardó menos de un minuto en bajar con una pastilla contra el mareo y pareció confundido al ver que Perdomo y la divorciada estaban juntos en el mismo camarote, pero no dijo nada. Mientras la mujer iba al cuarto de baño a por agua para tragar la pastilla, Perdomo acompañó al guardaespaldas hasta la puerta. Cuando se quiso dar cuenta, la divorciada estaba ya tumbada en su cama, a punto de quedarse dormida.

Mientras, en el piso de arriba, la partida se estaba decantando a favor de Amanda. La periodista había acumulado ya setecientos cincuenta mil euros en fichas, había eliminado a la misteriosa mujer de la lancha y al padre Hughes, y en esos momentos se había lanzado a degüello sobre O'Rahilly, que se resistía, como un gato irlandés panza arriba, a dejar que los novecientos mil euros se le fueran de las manos. Los dos vodkas con hielo que había consumido, para poder hacer frente a la tensión de la partida, estaban, sin embargo, empezando a hacer mella en la ciclotímica periodista. Torres se imponía sobre Amanda, y la periodista se daba cuenta de que su manera de jugar se estaba volviendo cada vez más temeraria. Eufórica por el hecho de haber obtenido una posición de tanta superioridad sobre su rival, Torres llevaba varias manos abusando de los faroles. Hasta entonces había logrado lo que se proponía, que era infundir miedo en el corazón del irlandés, pero era una táctica con la que no podía excederse. En cualquier momento, su contrincante podría entrar en una buena racha de cartas y acabaría con ella en dos o tres manos.

Perdomo se sentó en el borde de la cama y zarandeó ligeramente a la divorciada que, más que dormida, parecía yacer inconsciente. La mujer entornó los ojos, emitió un par de gemidos y le mostró la mano abierta al policía.

—¿Qué me quiere decir? —preguntó ansioso Perdomo—. ¡No la entiendo!

—Cinco minutos —masculló la otra, que parecía la caricatura de una sonámbula—. Necesito descansar cinco minutos.

Pero Perdomo no tenía cinco minutos. La partida podía llegar a su fin en cualquier momento, y entonces O'Rahilly y los demás jugadores bajarían a la zona de camarotes, arruinando definitivamente su posibilidad de conseguir el ADN. El inspector comprendió entonces que la presencia de la divorciada en su camarote favorecía su plan de colarse en el del irlandés. Si llegaban a sorprenderle in fraganti, husmeando en los aposentos de O'Rahilly, siempre podría decir que se había confundido, buscando el camarote de la mujer, que le había usurpado el suyo. Tras cerciorarse de que la divorciada estaba más muerta que viva, Perdomo abrió la puerta de su habitación, salió al pasillo y extrajo del bolsillo la pequeña ganzúa eléctrica que le había obligado a facturar su bolsa de mano, para evitar complicaciones en el control de equipajes del aeropuerto. No hacía falta ser un lince para darse cuenta de que el camarote del irlandés sólo podía ser el situado al fondo del pasillo. Todos estaban identificados con toponímicos irlandeses —Cork, Limerick, Tipperary— salvo aquél, en que ponía simplemente the o'rahilly. Perdomo metió la punta de la ganzúa en la cerradura y, tras accionar un botón, ésta vibró con un pequeño zumbido eléctrico, como el que haría un coche de Scalextric. El pestillo cedió con un ruido contundente, ¡tchak!, y al bajar Perdomo el picaporte de la puerta, ésta se abrió de par en par, permitiendo que una vaharada de olor intenso, penetrante y dulzón —la empalagosa colonia de O'Rahilly, que lo impregnaba todo— llegara hasta su nariz. Por fin se hallaba en el camarote del irlandés, a un minuto escaso de conseguir la huella genética que permitiría imputarle el asesinato de John Winston.

70

Parole, parole

Prisión de máxima seguridad de Attica, Nueva York, a la misma hora

El nombre que Chapman proporcionó a su abogado esa mañana era el de uno de los ciento cinco presos con los que se le permitía tener contacto en la prisión. La dirección del penal de Attica estimó que no suponían un peligro para él. El asesino de Lennon vivía encerrado, desde hacía treinta años, en una cárcel dentro de una cárcel, un módulo de máxima seguridad llamado SHU (Security Housing System) para presos violentos o de riesgo. El resto de los internos, hasta completar un total de 2190, no tenían acceso a Chapman, ya que podrían ajustarle las cuentas en cualquier momento. John Lennon, el hombre al que había matado de cuatro balazos, era muy popular y querido en Attica: su primer concierto, nada más establecerse en Nueva York, fue un recital benéfico cuyo objetivo era ayudar a los familiares de los presos que murieron en el cruento motín de 1971. Lennon tenía incluso una canción dedicada a las víctimas de aquella matanza, que incluyó en
Some Time in New York
, su tercer álbum en solitario:

Media blames it on the prisoners

[Los medios de comunicación culpan a los presos]

But the prisoners did not kill

[Pero los presos no mataron]

Rockefeller pulled the trigger

[Rockefeller (entonces gobernador del estado) apretó el gatillo]

That is what the people feel

[Eso es lo que la gente siente]

Attica State, Attica State,

[Prisión estatal de Attica, prisión estatal de Attica]

we're all mates with Attica State

[Todos somos reclusos de la prisión estatal de Attica]

Tras realizar algunas averiguaciones fuera del penal sobre Branimir Djerassi, el preso cuyo nombre Chapman escribió en el papel, Jonathan Marks regresó por la tarde a Attica para entrevistarse por segunda vez con su cliente. El plazo para llegar a un trato con el Comité de Libertad Condicional se estaba agotando.

—De todos los internos con los que podríamos tener problemas si colaboramos con el FBI —dijo el letrado en alusión a Djerassi— éste es el más peligroso. Es la mafia, Mark, y con la mafia no se juega.

—No puedo delatarle, estaría muerto esta misma noche —afirmó, aterrado, el asesino de Lennon.

—¿Qué le oíste exactamente? ¿Y cómo te enteraste de lo que dijo? —quiso saber su abogado.

Chapman se levantó de la silla y se acercó a la ventana enrejada del cuarto de entrevistas. Cruzó los dedos de las manos en actitud de plegaria, los apoyó contra el cristal y miró al exterior: un pequeño patio con una solitaria y desvencijada canasta de baloncesto. Permaneció en esa posición y en completo silencio durante medio minuto. Luego, sin dejar de darle la espalda a su letrado, comenzó a hablar.

—¿Pueden castigarme, Jonathan? ¿Pueden hacerme la vida aún más dura, después de mi falsa confesión?

Como en casi todos los países occidentales, la simulación de delito también está penada en Estados Unidos. Pero su abogado le tranquilizó.

—No te preocupes ahora por eso —le dijo—. No es lo mismo autoimputarte un delito que acusar en falso a un tercero. Tu declaración, además, no fue ante el juez ni ante la policía, fue en un medio de comunicación. No creo que puedan tocarte. El problema es otro, Mark. En tu falsa confesión dijiste que habías cometido el crimen con el mismo revólver con el que asesinaste a Lennon. Y el FBI ha comprobado que las balas que mataron a Winston salieron de esa arma. ¿Cómo lo supiste? Pueden acusarte de encubrimiento.

Mark David Chapman se giró despacio y miró a través de sus grandes gafas de miope directamente a los ojos de su abogado.

—Ese tipo estaba hablando por teléfono. Él creía que nadie le escuchaba, pero yo, los lunes, miércoles y viernes, soy el encargado de pasar la mopa por nuestro pabellón. Al llegar a la zona donde están los teléfonos, oí a alguien hablar. Lo hacía en voz baja, casi en un susurro, como si ocultara un secreto, y eso despertó mi curiosidad. Me acerqué tanto como pude y permanecí a la escucha; él no podía verme porque yo estaba en otro pasillo, perpendicular al suyo. Estaba hablando de liquidar a alguien, Jonathan. Lo hacía entre líneas, porque aquí nuestras comunicaciones están muy vigiladas, pero estoy seguro de que hablaba de mi revólver. «El Charter de Chapman, el Charter de Chapman», le oí decir varias veces, como si fuera un vuelo que tuviera que coger.

—¿Llegó él a verte en algún momento?

—No. Pero yo sí supe quién era, porque le vi alejarse, y cojeaba. De todos los presos de mi módulo, él es el único que cojea. Así que, aunque no llegué a verle la cara, supe en el acto de quién se trataba.

—¿Y cómo se explica que…?

—Sentí rabia —le interrumpió Chapman—, una rabia inmensa e incontrolable. Alguien iba a robar mi revólver y a matar con él. Esa arma es de mi propiedad, Jonathan. Pueden condenarme a mil años de prisión, pero eso no hará que yo deje de ser su legítimo propietario. Lo compré en Honolulú, el 27 de octubre de 1980. Con mi dinero: me costó 169 dólares y la transacción fue legal. Me acuerdo incluso hasta del nombre del propietario. Se llamaba Ono.

—Ya no es tu revólver, Mark —le dijo su abogado—. Dejó de ser tuyo en el momento en que lo empleaste para matar a una persona. Ahora es propiedad del estado de Nueva York.

—¡Es mío! ¡Es mío! —gritó el asesino de Lennon, fuera de sí. No era fácil ver a Chapman en ese estado; la mayor parte del tiempo hablaba de forma lenta y monocorde, como un lobotomizado. Pero el hecho de que intentaran cuestionar la propiedad de sus dos objetos más preciados (el disco que John le firmó y el revólver con el que puso fin a su vida) le enfurecía hasta la locura—. ¡Es mío! ¡El revólver es mío, y tú me ayudarás a recuperarlo, cuando salga de estas cuatro paredes! Pienso subastarlo al mejor postor y vivir de lo que saque por él el resto de mis días.

—¡Por eso reivindicaste el asesinato de Winston! —exclamó el abogado, que acababa de ver la luz—. ¡Tu ego no soportaba que otro asesino eclipsara tu crimen… con tu propio revólver!

Jonathan Marks esperó a que su cliente se tranquilizara y luego le recordó la decisión crucial que tenía ante sí.

—Si les das el nombre —observó— estoy prácticamente seguro de que te soltarán. Y no sólo se lo diremos al FBI, Mark, lo haremos público, porque esto será tu redención. Hace treinta años asesinaste a Lennon, es cierto, y ya has pagado por ello. Ahora le contaremos al mundo entero que has proporcionado a la policía la pista clave para atrapar al asesino de John Winston.

Chapman sabía que su abogado le decía la verdad. Si facilitaba el nombre de Djerassi podría salir de Attica en pocas semanas. Por vez primera, desde que había entrado en prisión, hacía ya tres decenios, la posibilidad de pisar la calle de nuevo era real. Y eso le producía tanto miedo como excitación. ¿Cuántos días sobreviviría a su excarcelamiento? Las cartas amenazadoras, siempre anónimas, anunciándole que se convertiría en hombre muerto el mismo día que saliera de Attica no se contaban a cientos, sino a miles. Y ahora, si delataba a Branimir Djerassi, toda la mafia búlgara pondría precio a su cabeza.

—Tenemos poco tiempo, Mark —le apremió su abogado—. El Comité de Libertad Condicional nos ha dado hasta medianoche para que les des una respuesta. ¿Qué decides?

71

Trapped

—Es una pena que esto vaya a terminar tan pronto —dijo Amanda, ya completamente transformada en Torres por efecto del alcohol—, porque lo cierto es que ahora es cuando comienzo a divertirme.

La razón de que O'Rahilly estuviera empezando a sentir tanto odio hacia ella no era sólo que la mujer fuera a llevarse los novecientos mil euros del torneo. A lo que el irlandés no estaba dispuesto era a que, además de quitarle su dinero, aquella mujer obesa y deslenguada se permitiera impartirle clases de póquer. Cuando Amanda se convertía en Torres, su juego se hacía imprevisible y estrambótico, pero su lengua se volvía afilada y venenosa como la de una serpiente. En una ocasión en que O'Rahilly subió la apuesta en el
flop
, con proyecto de color, ella se permitió sermonearle, después de ganarle la mano.

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