Cuando Perdomo le recordó el incidente, la chica contó que el restaurante era de su madre y que ella (que en realidad se ganaba la vida con una pequeña tienda de telefonía móvil) echaba una mano de pascuas a ramos, cuando alguna de las camareras tenía que ausentarse por causa de fuerza mayor. Tras unos instantes de charla intrascendente, Perdomo hizo un aparte con el subinspector.
—Voy a acercarme a ver a la viuda —le dijo a su ayudante—, para informarle de que tenemos identificado al hombre que mató a su marido. No estaría mal que, ya que estás aquí, vinieras conmigo.
Villanueva hizo un gesto con la cabeza, en dirección a su novia, y preguntó:
—¿Te importa que la dejemos de camino?
—En absoluto. Perdona un segundo. —Perdomo se disculpó al ver que le llamaban por el móvil. Era la viuda del músico asesinado y estaba tan alterada que le costó casi un minuto comprender lo que trataba de decirle por teléfono.
—¡No están! —exclamaba una y otra vez entre sollozos—. ¡Alguien se las ha llevado!
—Cálmese, señora —dijo Perdomo—. ¿Qué es lo que se han llevado?
—¡Las cenizas de mi marido! ¡Han robado la urna con los restos de John!
Ashes to ashes
Anita necesitó de dos comprimidos de clonazepam —un ansiolítico que se les administra a veces a los epilépticos en crisis de pánico— para poder calmarse. En la
tower suite
del hotel ME, les contó a Villanueva y a Perdomo que la urna con las cenizas de su marido había permanecido un par de días a la vista de todos, sobre un gran aparador de color morado del salón principal.
—Una mañana —continuó diciendo— me tropecé con las camareras que estaban arreglando la habitación y, por la manera tan descuidada en que limpiaban, me di cuenta de que las cenizas de John corrían el peligro de acabar en la moqueta. Decidí guardar la urna en el armario de la ropa y allí ha permanecido un par de días, hasta que esta mañana, al ir a mirar si estaba todo en orden, me he dado cuenta de que había desaparecido.
—¿Está segura? —preguntó Villanueva—. ¿No es posible que la guardara en otro armario?
—Aunque hubiera sido así, ya la habríamos encontrado —afirmó la viuda con rotundidad—. Nada más echarla en falta, llamé a la recepción del hotel y subió el director en persona, que inmediatamente ordenó una búsqueda exhaustiva por toda la suite. No puede haber confusión de ningún tipo, subinspector: las cenizas han sido robadas.
Antes siquiera de que Perdomo pudiera aventurar ninguna hipótesis, sonó el teléfono de la habitación y Anita atendió la llamada. Una voz con fuerte acento del Este comenzó a informarla de que las cenizas de su marido le serían devueltas a cambio de un millón de euros. Al ver el rostro angustiado de la viuda, el inspector comprendió al momento que la llamada tema que ver con el robo de las cenizas y decidió escuchar desde el otro teléfono de la suite. Sólo alcanzó a oír las últimas frases, que mencionaban el lugar y la hora de la entrega, pero eso le bastó para reconocer la voz de Ivo, el búlgaro. Su tono, frío como el de una máquina dispensadora callejera, y su forma de hablar, se le habían quedado grabados, desde el día en que se enfrentó a él en la plaza del Ángel.
—Vaya sola, esta noche a las cuatro de la madrugada, al descampado que hay en el barrio de la Guindalera —le oyó decir a Ivo antes de colgar—. Lleve el dinero en billetes de cincuenta euros. Venga sola, no avise a la policía. Si detecto algún movimiento raro, me desharé de las cenizas y usted morirá. Si no trae todo el dinero, o descubro que está marcado, me desharé de las cenizas y usted morirá. ¿Lo has entendido, perra? —colgó. ¡Clone!
Perdomo informó a Anita de que el hombre que acababa de exigir un millón euros por las cenizas de su marido era el mismo que había acabado con su vida en el hotel Ritz de Madrid. Esta revelación dejó completamente estupefacta a la viuda.
—¡Pero usted me aseguró que había sido el irlandés! —exclamó la mujer, cada vez más confusa.
—No se lo aseguré —se defendió el inspector—. Le dije que la forma de su oreja coincidía al ochenta por ciento con el otograma de la puerta y que por eso era vital que yo y la señora Torres pudiéramos entrar en esa partida de póquer. También le advertí que su dinero corría riesgo, ¿lo recuerda?
—¿Me quiere decir que no ha logrado traer el dinero de vuelta? —preguntó consternada la viuda.
Perdomo sacudió la cabeza con resignación antes de decir:
—Tanto la reportera Torres como yo mismo estuvimos a punto de perder la vida en ese barco, señora. Le aseguro que sus doscientos mil euros, combinados con la habilidad de la señora Torres en la mesa de juego, fueron los que nos permitieron escapar indemnes de esa aventura. Ahora, gracias al sacrificio de uno de mis hombres, que ha quedado parapléjico, disponemos de una muestra de ADN que nos permite descartar por completo a O'Rahilly. Estamos muy cerca de poder atrapar al hombre que mató a su marido. ¿Había oído mencionar alguna vez el nombre de Rafi Stefan, alias Ivo?
—No —respondió aterrada la viuda—. No tengo ni idea de quién es ese hombre, ni de por qué mató a John.
—¿En alguna ocasión escuchó que su marido, o alguien de su entorno, aludiera a una persona de nacionalidad búlgara?
—Jamás —volvió a decir la viuda, en el mismo tono—. Y que yo sepa, mi marido jamás ha pisado Bulgaria.
Perdomo se golpeó la palma de la mano con el puño, en un gesto de impotencia.
—Verá, señora, tenemos un gran problema. Sabemos con certeza por la prueba de ADN que fue Ivo quien asesinó a su marido, pero ni siquiera alcanzamos a imaginar por qué. El búlgaro anduvo durante un tiempo metido en negocios de falsificación de entradas y los conciertos de rock mueven millones de euros al año, así que la única hipótesis que se me ocurre es que su marido y él entraran en conflicto por ese motivo.
Anita notó que las piernas le temblaban, por lo que decidió tomar asiento e invitó a los dos detectives a que hicieran lo mismo.
—Ahora lo único que me preocupa —dijo la viuda con gran determinación— es recuperar las cenizas de mi marido. Todo lo demás es secundario.
—Lo entendemos perfectamente —respondió Perdomo—, pero no le oculto que se nos ha presentado una ocasión inmejorable, tal vez única, de atrapar a la persona que le quitó la vida a su esposo. ¿Es capaz de reunir un millón de euros de aquí a dentro de unas horas?
La viuda movió la cabeza afirmativamente.
—Podría conseguir hasta diez millones, con tal de recuperar los restos de John.
—Perfecto —dijo el inspector, satisfecho—. Su dinero sí acudirá a la cita con el búlgaro, pero no será usted quien se lo lleve.
Anita protestó enérgicamente.
—¿Y quién si no? Ya ha oído a ese hombre: me matará si detecta algo sospechoso.
—Créame, señora: Ivo el búlgaro es uno de los asesinos más implacables a los que me he enfrentado y tiene multitud de contactos con las mafias del Este. No sabemos por qué mató a su marido, no sabemos si también anda detrás de usted. ¿Quién nos asegura que el secuestro de las cenizas no es una hábil maniobra para tenerla al alcance de su hacha? Si la dejase entrar sola en ese descampado, estaría exponiendo su vida a un riesgo absurdo e innecesario. Reúna el dinero lo antes posible y llámeme a la UDEV en cuanto lo tenga listo. Este es el teléfono de la unidad —le entregó una tarjeta—. Uno de mis hombres pasará a recogerlo en cuanto me haya telefoneado.
Jealous guy (mono versión)
—¿Me has visto alguna vez disfrazado de mujer? —le preguntó Villanueva a Perdomo ya en el despacho de éste en la UDEV.
El inspector pensó que se trataba de una broma, pero su subordinado volvió a repetirle la pregunta: la propuesta iba completamente en serio.
—Una vez, en Halloween, me vestí de rockera gótica en la tienda de discos de mi hermana, y nadie me reconoció. Soy la persona indicada para entregar el rescate —insistió Villanueva.
El valor personal no era una de las cualidades que adornaban a Villanueva, por eso Perdomo agradeció especialmente que éste se ofreciera voluntario para la misión. Acudir a la cita con Ivo entrañaba un gran peligro y en caso de que detectara el engaño, el búlgaro no dudaría en liquidarle allí mismo. Con su lesión de espalda, las posibilidades de oponer resistencia, en el caso de un enfrentamiento físico, eran casi nulas y además Villanueva era casi veinticinco centímetros más alto que la viuda de John Winston. Perdomo tardó medio segundo en desestimar la oferta.
—No —le respondió el inspector—, es demasiado arriesgado. Lo apropiado sería que una agente femenina le llevara el dinero a Ivo, pero he de confesarte una cosa: lo de Charley me ha dejado tan jodido, que se me hace muy cuesta arriba la idea de enviar al matadero a otra persona. De manera que voy a arriesgarme y entregaré yo mismo el rescate.
Villanueva intentó forcejear un poco más, pero enseguida se dio cuenta de que la decisión de Perdomo ya estaba tomada, así que se dio por vencido.
—¿Qué hacemos respecto al robo de las cenizas? —preguntó—. ¿Aviso a la Científica?
—No —dijo Perdomo—. ¿Para qué? Ya sabemos que Ivo las robó. Debió de conseguir las cenizas mediante amenaza o soborno de una de las limpiadoras, así que obtendremos más información interrogando al personal del hotel que buscando pruebas científicas. Entérate de qué personas han tenido acceso a la suite de la viuda en los últimos días y convócalas en Jefatura para mañana por la mañana. Eso incluye también al director del hotel. —Sonó su móvil, era Amanda—. ¿Qué hay?
—Hola, Perdomo —le saludó la periodista. En su voz fatigada había aún restos de toda la tensión que ambos habían vivido en el barco, hacía muy pocas horas—. Necesito saber qué te ha dicho la viuda cuando le has contado que hemos regresado de nuestra misión sin sus doscientos mil euros.
—Olvídate ahora de eso —le respondió el policía—. Tenemos algo mucho más importante entre manos. Ivo ha robado las cenizas de John Winston y ha exigido que, esta misma noche, le entreguemos un millón de euros como rescate.
La periodista informó al detective de que no era la primera vez que alguien sustraía las cenizas de una estrella del rock:
—Las de Kurt Cobain —dijo—, y estamos hablando de uno de los miembros más ilustres del Club 27, fueron robadas en verano de 2008 de la casa de Courtney Love. Las guardaba en un osito-mochila de peluche rosa, junto con un mechón de cabello de su marido, y aún no han sido recuperadas.
—No conocía esa historia —admitió el policía—. ¿También pidieron un rescate por ellas?
—Hay dos teorías. La primera es que se trataba de un grupo de
freakies
, que querían clonar a Cobain a partir de sus restos. La segunda, que es por la que yo me inclino, dice que lo hicieron para mortificar a Courtney Love. Los fans de Cobain la odiaban y la responsabilizaron de la muerte de su marido.
—La viuda de Winston está también profundamente afectada por el robo de las cenizas —dijo Perdomo—. Nos ha dicho que para ella es más importante recuperar la urna que detener al asesino.
—Debe de ser un golpe tremendo —reconoció Amanda—, porque cuando muere un ser querido, las cenizas son el recuerdo más íntimo que te queda de él. De hecho, Courtney realizó unas declaraciones a la prensa asegurando que, si no recuperaba las de Kurt, iba a suicidarse. ¿Y sabes lo que hicieron los internautas? Pidieron en la red a los ladrones que tardaran en devolverlas, a ver si caía la breva.
Cuando Perdomo hubo informado a la periodista de que sería él mismo el encargado de realizar la entrega del dinero, recibió en el teléfono fijo la llamada de Anita que tanto estaba aguardando. En un tono de voz firme y seguro, que no admitía réplica, la viuda del músico asesinado informó a los policías que había reunido el dinero sin dificultad, pero que estaba decidida a entregarlo ella misma.
—No es negociable —declaró en cuanto Perdomo trató de hacerle ver que no estaba dispuesto a exponerla a tanto peligro—. Ese asesino lo dijo muy claro por teléfono: si detecta algo sospechoso se deshará de las cenizas y luego vendrá a por mí. Sólo quiere el dinero, no me hará nada si se lo llevo yo misma. Y yo recuperaré las cenizas de mi marido. Se lo debo a John.
Un segundo después de que Perdomo tapara el auricular para deliberar con Villanueva, se oyó la voz de Amanda a través del móvil. La reportera había escuchado toda la conversación mientras estaba a la espera.
—Que vaya ella —exclamó—, no lo dudes ni un instante. La fortuna te sonrió en el barco, Perdomo, pero hasta un jugador de póquer medianejo como tú sabe que no conviene forzar la suerte dos veces seguidas.
Feelings
El lugar señalado por Ivo para realizar la entrega de las cenizas de Winston era un terreno sin urbanizar situado en el noroeste de Madrid y conocido por los vecinos de la zona con los variopintos nombres de «La charca de la rana», «Las montañas», o simplemente, «El descampado». La gente del barrio lo utilizaba durante el día para hacer
jogging
o pasear a los perros, pero a las cuatro de la mañana aquella zona se convertía en un páramo solitario y oscuro, en el que ni los más bragados se atrevían a adentrarse. Para evitar que el búlgaro detectase movimientos sospechosos a la hora de la entrega, Perdomo había ordenado que sus hombres se emboscasen, desde la caída de la tarde, a los cuatro lados del perímetro del descampado, que tenía forma de rombo. Él y Villanueva ocuparon un piso vacío en uno de los edificios colindantes y se prepararon para dirigir desde las alturas —pertrechados de potentes prismáticos y radiotransmisores de largo alcance— la captura del asesino de John Winston. Perdomo se había convertido en un auténtico manojo de nervios, ya desde la medianoche, y para calmarse, decidió escuchar música en un MP3, que había tenido la precaución de llevar consigo para afrontar aquella espera interminable. Con el don de la oportunidad que le caracterizaba, Villanueva le hacía comentarios cada dos por tres, lo que obligaba al inspector a retirarse los auriculares de las orejas con irritante frecuencia. A veces cerraba los ojos para hacerle ver al subinspector que no debía hablarle, pero éste entonces se acercaba a Perdomo y tras sacudirle el brazo reclamaba su atención.
—¿Sabes cuánto piden por este piso, jefe? Me lo ha dicho el portero esta tarde, cuando nos ha facilitado las llaves.
—No tengo ni idea, Villanueva —dijo Perdomo tratando de contener su mal humor—. ¿Un millón de euros?