—¡No tenía que haber forzado tanto la apuesta con un simple proyecto! ¡Debería haber pasado, y esperar a ver si ligaba color!
En otro momento en que O'Rahilly se jugó todo su resto en el
preflop
, con dos reyes, Amanda renunció a ver la apuesta y tras mostrarle sus dos reinas al irlandés, volvió a martirizarle con sus comentarios.
—Se ha pasado la noche apostando
all in
cuando lleva dos reyes. Eso es tanto como telegrafiar al contrario que tiene jugada. Si hubiera hecho una apuesta más moderada, podría haberme cazado con mis dos QQ, y me habría arrebatado un buen puñado de fichas. Pero la codicia le ha traicionado, amigo, y aquí sigo: vivita y coleando.
O'Rahilly era un tipo muy peligroso, y lo demostró esa noche al transformar la ira que le dominaba en un maquiavélico plan para arrebatarle el dinero a la periodista. Lejos de exteriorizar su irritación, el irlandés planteó la posibilidad de alargar un poco más la partida.
—Por supuesto, es usted quien tiene la última palabra —dijo, en actitud taimada— porque habíamos dejado claro que, después de medianoche, no se permitirían más recompras. Sin embargo, estoy de acuerdo en que es ahora cuando empieza lo divertido, y si usted está de acuerdo, estoy dispuesto a poner en juego… ¿digamos otros quinientos mil euros?
Amanda gritaba en silencio «¡no aceptes, es una trampa!», pero siempre era Torres la que tomaba las decisiones después de la segunda copa. Así que dijo:
—Señor O'Rahilly, salvo otro trago de vodka, nada me podría producir más placer en este momento que limpiarle otro medio millón.
El irlandés sonrió satisfecho al escuchar que su pececillo había mordido el anzuelo. Sólo le quedaban ya quince mil euros sobre la mesa, una cantidad demasiado exigua para enfrentarse con mínimas garantías de éxito a los ochocientos ochenta y cinco mil de su contrincante. Pero con la recompra de quinientos mil que estaba a punto de realizar, y con su rival cada vez más ebria, recuperar el dinero perdido iba a ser coser y cantar. El irlandés hizo un gesto con la mano a su gorila, para que se acercara, y le impartió una serie de instrucciones al oído. Éste asintió un par de veces con la cabeza y cuando estuvo seguro de que su jefe había terminado, se dio media vuelta y comenzó su descenso a la zona de camarotes.
Perdomo se encontraba ya en el aseo del camarote O'Rahilly, en el que había numerosos utensilios de baño que podían proporcionarle muestras de ADN. Extrajo del bolsillo interior de la americana una bolsa de plástico para pruebas e introdujo en ella el peine del irlandés, en el que había varios cabellos atrapados, y el recambio usado de su maquinilla de afeitar. Colocó un recambio nuevo en su lugar, se guardó la bolsa con las pruebas otra vez en el bolsillo y, tras apagar la luz del aseo y la del camarote, salió al pasillo para regresar a su habitación. Contando la entrada y la salida, no había empleado en la operación más de cuarenta segundos. Treinta y cinco más de los que necesitó Carol, el guardaespaldas de O'Rahilly, para propinarle un fuerte golpe en la cabeza, que lo dejó aturdido sobre el inestable suelo del
Revenge
.
No cheap thrill
Cuando volvió en sí, Perdomo estaba en la sala de póquer, atado a una silla de pies y manos y con un dolor en la cabeza no muy distinto al que produciría una sierra de autopsias al serrar el cráneo de una persona viva. En la habitación sólo quedaban ya el padre Hughes, Amanda y el propio O'Rahilly, además del fornido Carol, que había sorprendido al inspector husmeando en el camarote de su jefe. En un extremo de la mesa de juego reposaban la bolsa de pruebas con el peine, el recambio de la maquinilla y la ganzúa eléctrica.
—Inspector Raúl Perdomo —comenzó diciendo el irlandés—, de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta de España, ¿sabe lo más irritante de esta temeraria operación que han montado usted y su pretendida esposa? —Era evidente que Amanda le había contado todo a O'Rahilly durante los escasos minutos que había permanecido inconsciente—. Que ya no podré averiguar quién de los dos, si ella o yo, es mejor jugador de póquer. Me dispongo a arrojarles a ambos por la borda en cuanto el guardacostas haya hecho la ronda, lo que ocurrirá exactamente dentro de —consultó su diminuto reloj de pulsera— trece minutos y cincuenta segundos.
—En eso se equivoca —dijo rápida Amanda—. Mi resto es de ochocientos ochenta y cinco mil euros, el suyo de tan sólo quince mil. ¿Tan malos son los colegios irlandeses que no le enseñaron a restar? Ochocientos ochenta y cinco mil menos quince mil son ochocientos setenta mil euros, que es la diferencia entre su resto y el mío. ¡Soy ochocientas setenta mil veces mejor jugadora de póquer que usted! La partida ha terminado.
O'Rahilly, que llevaba ya varias horas conteniéndose, no se pudo aguantar más y le cruzó la cara de un guantazo a la periodista. El labio inferior de la mujer empezó a sangrar profusamente.
—¡Estúpida! —gritó. Y a continuación lo repitió varias veces—: ¡Estúpida, estúpida, estúpida! —Como si quisiera desahogarse de una sola vez, por todas en las que se había contenido—. ¡Toda la noche teniendo que soportar que una borracha me dé lecciones de póquer! ¡Si ha acumulado tantas fichas es porque la suerte le ha estado sonriendo, de manera intolerable, durante toda la partida!
—Le he ganado limpiamente y usted lo sabe —replicó Amanda, desafiante—. Estoy tan convencida de que puedo ganarle siempre que quiera —añadió mientras se secaba la sangre con un pañuelo que le ofreció el padre Hughes— que si no tuviera usted tanta prisa en librarse de un contrario al que sabe que no puede vencer, le propondría que subiéramos las apuestas.
El irlandés pareció divertido ante la insolencia de la periodista.
—¿Subir las apuestas? —preguntó—. ¿A qué se refiere?
—Si usted gana, se queda con todo el dinero —respondió Amanda.
—¡Ya tengo todo el dinero! —se carcajeó el irlandés—. ¿O piensa que les voy a arrojar a las aguas del estrecho con casi un millón de euros encima?
—No, por supuesto —admitió la otra—. Pero se quedará con un dinero que no ha ganado. En realidad le diría que nuestra… ¿cómo la ha calificado?, burda operación policial le ha venido de perillas para encubrir el hecho indiscutible de que es usted un mediocre jugador de Texas Hold'em.
Perdomo miraba aterrorizado a Amanda, por las virulentas pullas que estaba lanzando contra el irlandés, pero aún no sabía cuál era el juego de la periodista y prefirió permanecer a la expectativa, hasta que la situación se definiera.
—Si usted gana —insistió Amanda—, se queda con todo el dinero y puede hacer con nosotros lo que quiera. Si pierde, le entrego el dinero a cambio de que nos deje en tierra firme, en vez de arrojarnos al agua. En ambos casos usted se embolsa los novecientos mil euros que hay en juego y averigua lo que tanto desea saber: quién es mejor jugador de los dos.
—¡De acuerdo! —dijo O'Rahilly, tras pensárselo durante unos segundos—. Pero me pregunto cómo afectará a su manera de jugar el hecho de saber que, si no gana, tanto usted como su falso cónyuge perderán la vida. Incluso en el punto más estrecho de Oresund, hay cuatro kilómetros de distancia entre ambas orillas. Y nosotros estamos ahora en el lugar de más amplitud. Es de noche, y lo más probable es que si no mueren extenuados en su intento de alcanzar la costa, alguno de los grandes barcos que transitan por el Sund les haga pedazos con sus hélices. ¿Podrá resistir esa presión, señora Torres? —Le hizo un gesto a la crupier, para que empezara a repartir las cartas.
Para no convertir aquella nueva y singular partida en interminable, O'Rahilly estableció que a ambos jugadores se les repartirían cien mil fichas. Las ciegas subirían cada diez minutos y, por supuesto, no habría posibilidad de recompra. Perdomo, que seguía sin pronunciar palabra, estaba admirado ante la capacidad de manipulación psicológica de Amanda. A cambio de permitirle recuperar su amor propio, había logrado que el pirata les concediera una oportunidad de salvar la vida. La cuestión era: en caso de ser derrotado, ¿sería capaz un tipo como O'Rahilly de mantener su palabra y dejarlos sanos y salvos en la costa?
Las tres primeras manos confirmaron que el irlandés estaba en lo cierto. El hecho de que Amanda estuviera arriesgando no sólo su propia vida, sino también la del inspector, condicionaba la calidad de su juego. En el primer encontronazo, la periodista se confió con unas dobles parejas en el
river
—probablemente porque eran de ases y reyes— y no supo ver un modesto, pero letal, trío de doses con el que O'Rahilly le arrebató la mitad de sus
chips
. En la mano siguiente, se arrugó con una escalera al rey, ante el temor de que su contrario pudiera llevarla al as. Y seguidamente, renunció a perseguir un color, a pesar de que el irlandés le había puesto muy barata la siguiente carta. El teléfono móvil de Perdomo, que reposaba en un extremo de la mesa junto al resto de los objetos que le habían requisado, vibró de repente, anunciando un SMS. Nadie le prestó la menor atención, pues la partida estaba entrando en su recta final. El mensaje de texto era de Villanueva, y en él anunciaba a su jefe que el ADN encontrado en la puerta de la suite del Ritz por fin había sido identificado.
O'Rahilly se había apoderado en diez minutos del setenta y cinco por ciento de las fichas, y por primera vez en toda la noche, se permitió quitarse la americana y aflojarse la corbata. Amanda y Perdomo tuvieron oportunidad de entrever entonces el nacimiento de una de sus famosas escarificaciones, un diabólico Joker que le llegaba hasta la zona lumbar. Aunque no resultaban visibles, los cascabeles de aquella inquietante criatura se sacudían con cada movimiento del irlandés.
El mano a mano entre Amanda y O'Rahilly pareció estancarse durante varias jugadas, hasta que en un choque entre dos escaleras, la periodista logró recuperar la mitad de sus fichas. Fue entonces cuando la crupier repartió a O'Rahilly una jota y una dama de diamantes
y un as y un nueve de tréboles a Amanda.
Con la esperanza de hacer desistir a su rival, el irlandés, que era la ciega grande, realizó una subida considerable en el
pre-flop
. Con as y nueve de color, la mujer no tuvo ni siquiera que pensar si aceptaba aquel primer envite. Pagó el precio que su contrincante le pedía para ver las tres cartas siguientes y en el
flop
se encontró con que tenía proyecto de color y una pareja de reyes apoyada, por el as que tenía en la mano.
O'Rahilly había ligado dobles parejas de KK-QQ, pero en vez de apostar, cedió astutamente la palabra a Amanda. Al ver que el otro pasaba —lo que en el póquer suele interpretarse como una señal de debilidad—, Amanda decidió apostar todo su resto. Aunque la decisión le costó casi tres minutos de silenciosa deliberación, su razonamiento fue concienzudo: «Si ligo color de tréboles, será el más alto de la mesa, porque llevo el as. Y como hay trece naipes de cada palo, nueve de ellos me pueden convertir en ganadora. Por otro lado, creo tener la pareja más alta de la mesa, e incluso puedo ligar escalera al as en el
river
si salen un diez y una jota. Y, ¿por qué no?, incluso un full de 999-KK, en el caso de que las dos cartas que faltan resulten ser dos nueves. Por supuesto, cabe la posibilidad de que, ante semejante envite, O'Rahilly se achante, que en el fondo sería lo mejor para mí. Tengo, pues, múltiples maneras de ganar. El póquer no es un juego de seguridad absoluta, es un juego de probabilidades, y si esta jugada nos cuesta la vida a mí y a Perdomo, me iré a la tumba sabiendo que tomé la decisión acertada».