«Serán pan comido», pienso, mientras hacemos cola para ver a la secretaria.
Fernando me dice que, más que tratar de hablar, sonría. Dice que la burocracia siempre es más indulgente con los indefensos, de modo que me muestro dócil como una malva.
La secretaria nos dice —¡cómo no!— que la
direttrice
está ocupada y nos pregunta por qué no hemos concertado una cita.
Fernando le asegura que él ha llamado, le ha dejado recados por teléfono y ha entregado en mano dos mensajes, pidiéndosela.
—
Ah, certo, siete voi. Lei è l'americana
. Ah, claro, usted es la estadounidense —dice la secretaria, mientras me mira de arriba abajo. Lleva vaqueros blancos, una camiseta de U-2 y cuarenta esclavas en torno a la muñeca y sostiene un paquete de Dunhill's y cerillas, por si necesita lumbre cada vez que tiene que recorrer los doce metros que separan su despacho del de la
direttrice
.
Nos sentamos a esperar, sonriéndonos:
—Aquí estamos —nos decimos—, poniendo las cosas en marcha.
Desde las nueve y media hasta casi el mediodía, la malva y el desconocido esperan; él interrumpe la vigilia a intervalos de media hora con un
espresso
del bar que hay abajo, en Sandro Gallo. Una de las veces vuelve con un
espresso
para mí, en una taza de porcelana, con su plato y una cucharilla y un cruasán de almendras, todo en una bandejita.
—
Simpatico
—dice la secretaria, refiriéndose a Fernando, y después nos dice que volvamos el sábado siguiente.
El sábado siguiente y el que le sigue transcurren aproximadamente de la misma forma; lo único que cambia es que nos turnamos para ir al bar. Pasan cuatro sábados sin que veamos a la
direttrice
. En esta isla hay diecisiete mil habitantes, de los cuales dieciséis mil pasan todos los sábados de verano en la playa, mientras que el resto se queda en casa, viendo las reposiciones de
Dallas
. ¿Quién estará allí dentro con ella? El quinto sábado, la malva y el desconocido pasan directamente a su despacho.
La direttrice
es gris, toda gris: la piel, los labios, el pelo, el vestido ancho de hilo, todo es de color ceniciento. Exhala una nube gris, apaga el cigarrillo y extiende una mano grande y gris en señal de bienvenida, creo yo, aunque, en realidad, lo que pretende es coger mi carpeta. Vuelve cada página como si mis documentos le dieran asco, como si estuvieran impresas en caldo del infierno. Ella fuma y Fernando también. La secretaria entra para archivar un manojo de papeles y ella también fuma. Sentada allí, trato de distraerme mirando la estampa del sagrado corazón de Jesús. Digo «Jesús» y me pregunto cuánto tardaré yo, una mujer de pulmones sonrosados que ha perseguido y capturado radicales libres y ha tragado antioxidantes religiosamente durante diez años, en morirme como fumadora pasiva. Las gafas de la
direttrice
se le caen varias veces de la punta de la nariz, de modo que coge las que Fernando ha dejado con indiferencia en su escritorio, pero no parecen servirle de mucho.
Cierra la carpeta y dice:
—Estos papeles son viejos y no tienen valor. Las leyes han cambiado.
La malva pega un grito breve.
—¿Viejos? Son de marzo y estamos en agosto —le digo.
—Ah,
cara mia
, en Italia, en seis meses puede cambiar todo. Somos un país en movimiento. Cambia el gobierno, cambia el entrenador del equipo de fútbol, todo cambia tanto como no cambia nada y debe aprenderlo,
cara mia
. Debe volver a Estados Unidos, residir allí, esperar un año y volver a presentar sus papeles —dice, sin ninguna condolencia.
La malva se pone mustia y por poco se desmaya.
Más allá de mi desvanecimiento, escucho decir a Fernando:
—
Ma è un vero peccato perchè lei è giornalista
. Es una lástima, porque ella es periodista.
Le dice que escribo para un grupo de periódicos muy importantes de Estados Unidos, que me han encargado que escriba una crónica de mi nueva vida aquí, en Italia, y quieren que escriba una serie de artículos sobre mis experiencias, sobre las personalidades que me ayuden a encontrar mi camino. Le dice que los editores tienen especial interés en la historia de mi boda.
—Tiene que cumplir plazos,
signora
, plazos. Estos artículos serán leídos por millones de estadounidenses y las personalidades sobre las cuales escriba se convertirán en celebridades en Estados Unidos.
La direttrice
se quita las gafas de Fernando y se vuelve a poner las suyas; repite esta operación varias veces, mientras yo miro a Fernando con una mezcla de sobrecogimiento y asco. Ha mentido descaradamente.
—Ya saben que nada me gustaría más que poder ayudarlos —dice ella, mirándonos por primera vez. «Pues no, no lo sabía», pienso. Llevándose las manos a las sienes, añade—: Debo ir a ver al alcalde, a la administración regional. ¿Podrían escribir aquí los nombres de esos periódicos tan importantes?
—Le pondré todo por escrito,
signora
, y se lo traeré el lunes por la mañana —promete él.
Ella nos pide que regresemos el sábado siguiente y que entonces veremos. Empiezo a comprender que no es que la burocracia italiana sea retorcida de por sí, sino que la retuercen quienes la administran, que, para atormentarla, le incrustan sus propias corrupciones, tan personales como la huella dactilar del pulgar. En esencia, no hay una burocracia italiana; solo hay burócratas italianos. Fernando decide contarle a
la direttrice
que la mismísima Associated Press me ha encargado esta serie de artículos y que, por consiguiente, es posible que centenares o incluso miles de periódicos de todo Estados Unidos publiquen las historias. Escribe todo esto en un telegrama. A mí me parece diabólico y rezo para que salga bien.
La direttrice
envía un telegrama de respuesta. Lo entrega la trol en un sobre de fácil apertura que se puede volver a cerrar, todavía tibio después de sus manipulaciones.
«Tutto fattible entro tre settimane. Venite sabato mattina
. Todo es factible dentro de tres semanas. Vengan el sábado por la mañana.»
—¿Y qué hacemos cuando quiera ver los artículos? —pregunto.
—Le decimos que Estados Unidos es un país en movimiento, que los encargos cambian, que todo cambia tanto como no cambia nada y que debe comprenderlo,
cara mia
.
Tenemos el consentimiento del Estado en el bolsillo, pero seguimos sin conseguir la indulgencia de la Santa Madre Iglesia. Después de una sola audiencia lacónica en la Curia de Venecia, nos hemos enterado de que la única manera —si es que hay alguna— de conseguir la autorización de la Iglesia es mediante una investigación misteriosa «que convenza al obispo de las intenciones declaradas de la pareja de vivir de acuerdo con las leyes de la Iglesia». La investigación del pasado espiritual de Fernando tendría que ser fácil, pero ¿por qué tenían que someterme a mí a la Inquisición? ¿Querían los nombres y las direcciones de mis iglesias y mis sacerdotes en Nueva York, en Sacramento y en Saint Louis? ¿Acaso contaban con una gran Internet papal en la que les bastaba introducir mi nombre para comprobar cada uno de mis pecadillos espirituales? Espero que «las intenciones declaradas de vivir de acuerdo con las leyes de la Iglesia» no incluyan las directrices sobre control de la natalidad, porque, aunque apenas me quedaran unas horas de fertilidad, no querría que nadie me dijera lo que tenía que hacer con ellas. Ya me imponen demasiadas leyes, antiguas y nuevas.
—Tenemos el permiso del Estado y el ayuntamiento es precioso. ¿Por qué no nos casamos allí? —propongo.
El desconocido se niega. Aunque ha caminado de puntillas detrás del último banco de la iglesia toda su vida adulta, ahora quiere el ritual, incienso, la luz de las velas, bendiciones, monaguillos, alfombras blancas y flores anaranjadas. Quiere misa mayor en la iglesia de piedra roja que da a la laguna.
Un anochecer sofocante de julio, vamos a sentarnos a la sacristía a esperar a Don Silvano, el coadjutor de Santa Maria Elisabetta. Después de superar las fórmulas sociales y de un poco de cháchara, el sacerdote dice algo así como lo bonito que será tener a «dos jóvenes» como nosotros entre los comulgantes y me pregunto cuál será la media de edad de la congregación. Debemos asistir a clase los martes por la tarde, junto con otros futuros matrimonios, para que nos instruyan sobre «los imperativos morales inherentes a todo matrimonio aprobado por la Iglesia católica». ¡Por Dios! ¿Y nuestros propios imperativos morales? ¿Por qué hará que parezca que no tendremos ninguno si él no nos lo dice? Tiene el rostro dulce y redondo de un predicador de pueblo y salpica cada frase con un
benone
, «muy bien», pero nos sigue sermoneando.
Habíamos comenzado nuestras clases de preparación a finales de julio, pero un martes, cuando llegamos, el sacerdote nos llama aparte y nos dice que nuestros papeles no bastan y que la Curia nos ha denegado la autorización para casarnos en la iglesia. Qué es lo que falta, queremos saber.
—Bien, en primer lugar —dice, dirigiéndose a mí—, todavía falta su certificado de confirmación.
—No sé si he visto alguna vez mi certificado de confirmación. En realidad, ni siquiera sé si me han confirmado como soldado de Cristo alguna vez —digo al sacerdote.
Nos vamos a dar un paseo a orillas del mar y Fernando me dice que he cometido un grave error al admitir que no estaba segura de haber sido confirmada. Solo tenía que brindarles la información necesaria para sus averiguaciones y dejar que siguieran trabajando en ello.
—Sin embargo, es probable que estemos perdiendo el tiempo para nada. ¿No sería mejor recibir el sacramento de la confirmación ahora?
Regresamos a exponerle la idea a Don Silvano, que, después de decir
benone
dos o tres veces, nos dice que tendré que incorporarme a la próxima clase de confirmación, que comenzará sus estudios a finales de septiembre y, si todo sale bien, podré acercarme al altar con un grupo de niños de diez años a recibir el sacramento en abril. ¿Abril? En el camino de regreso a casa, vuelvo a preguntar por qué no podemos contentarnos con un matrimonio civil. Fernando se limita a sonreír. Por eso, esta mañana de septiembre, cuando el desconocido me anuncia que nos casamos en octubre, me quedo de piedra. ¿Acaso ha olvidado que tardamos seis semanas en conseguir los papeles del Estado? La Iglesia podría tardar meses o incluso años.
Cuando por fin recupero el habla, le pregunto:
—¿Vas a contarle también a Don Silvano la historia de la Associated Press?
—Claro que no. Tengo una idea mucho más adecuada para él —dice.
Fernando comunica a Don Silvano que quiere casarse el 22 de octubre, porque en esa fecha, en 1630, la Serenissima promulgó un decreto que anunciaba la construcción de una gran basílica junto al Gran Canal, dedicada a la Virgen María en agradecimiento por haber librado a Venecia de la peste. Recibiría el nombre de Santa Maria della Salute, Nuestra Señora de la Salud. Le ha tocado la fibra sensible al viejo sacerdote.
—
Che bell'idea
—dice—. No es frecuente encontrar tanto interés. Que un hombre desee combinar su sagrado matrimonio con la historia sagrada de Venecia es algo que la Curia debe tener en cuenta; además, el certificado de confirmación aparecerá tarde o temprano. Presentaré al obispo mi testimonio personal. ¿Está seguro de que no quiere celebrar la ceremonia el 21 de noviembre, el día de la Festa della Salute?
—No, prefiero el 22 de octubre, que fue la fecha en la que comenzó toda la idea. Fue el comienzo y esto es un comienzo, Padre —dice el desconocido.
—Será el 22 de octubre, entonces —dice el sacerdote.
—Acabas de mentirle a un sacerdote —le digo, mientras me hace cruzar la avenida y subir al
vaporetto
.
Deja escapar un grito prolongado y fuerte y me doy cuenta de que es la primera vez que oigo gritar al desconocido.
—¡No le he mentido! Claro que quiero que nos casemos ese día, que realmente es el día en que el gobierno dio luz verde a Longhena para comenzar la construcción de la Salute. Todo es verdad y ya te lo enseñaré después por escrito en la Lorenzetti. Además, Don Silvano estaba esperando que insistiera; estaba esperando que le proporcionara algo que le permitiera luchar ante el obispo a nuestro favor. Tuve que elegir una fecha y mostrarme agresivo al respecto, porque, si no, no conseguiríamos nunca nada. Yo sé cómo funcionan las cosas aquí.
Furbizia innocente
, astucia inocente, es lo único que hace falta para vivir en Italia —me dice—. A la Iglesia, el Estado y todo lo que hay en medio los puedes mover con un toquecito de egocentrismo o de sentimentalismo. Al final, los italianos tenemos más de Cándido que de Maquiavelo. A pesar de nuestra reputación histórica de fabulistas y libertinos, en realidad somos más bien unos blandos metepatas emocionales que siempre buscamos que nos admiren. Esperamos seguir embaucando a todo el mundo y hasta nos embaucamos entre nosotros, pero sabemos lo que somos. Ahora limitémonos a quedarnos tranquilos y a deleitarnos con la idea de que tenemos una fecha para la boda —dice el desconocido.
Me lleva a cenar a La Vedova, detrás de Cá d'Oro, y Ada, a la que conozco desde mi primer viaje a Venecia, prepara pasta integral con salsa de pato e hígado encebollado. Bebemos un Amarone de Le Ragosa y no paramos de sonreír. Cuando Ada echa a correr la voz de que nos casamos en octubre, todos los comerciantes y los vecinos que entran insisten en otro
brindisi
, otro brindis. Nadie comprende por qué brindamos a la salud de
la grigia
y
el prete
, la de gris y el sacerdote.
Una noche metemos la cena en una cesta y nos vamos en coche hasta los
murazzi
, las grandes murallas de rocas construidas en el siglo XVI por los
lidensi
para proteger el islote de las tempestades del mar. Me sujeto la amplia falda de mi viejo vestido de bailarina y recorremos las piedras muy por encima del agua, en busca de una lisa y plana para servirnos de mesa. Lo preparamos todo y, a la luz de una vela introducida en un farol que es una lata agujereada, con el Adriático rompiendo estruendosamente a nuestro alrededor, comemos codornices rellenas de higos y envueltas en panceta, asadas en ramas de salvia, cogiendo las aves con las manos y devorando la escasa carne dulce hasta el hueso. Tenemos una ensalada de guisantes frescos y lechuga mantecosa y hojitas de menta, aliñada en el jugo de asar las codornices, un poco de buen pan y un Sauvignon frío del Friuli. ¿Será realmente Prufrock el que está sentado a mi lado, chupándose con discreción de los dedos pringosos el jugo de las codornices?