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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

Mil días en Venecia (13 page)

BOOK: Mil días en Venecia
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—La cocina es tan pequeña y no está preparada para cocinar de verdad —dice.

«En realidad, es él el que no está preparado para comer de verdad», pienso yo. Que hornee pan lo aterra más a él que a la panadera.

—Nadie hornea pan, ni prepara postres ni hace la pasta en casa —dice—. Hasta las abuelas y las tías solteras hacen cola en las tiendas, en lugar de cocinar y hornear.

«Somos una "cultura moderna"», me dice una y otra vez.

«En el Lido, esto significa que las mujeres se han liberado de la cocina para pasar al
salotto
a ver la televisión y jugar a la canasta», pienso.

—Contamos con algunos de los mejores
artigiani
de toda Italia para hacer estas cosas, para no tener que hacerlas nosotros —dice.

«Ahora me va a decir qué días pasa por el búnker el camión de bofrost, el proveedor de productos ultracongelados para la comida de las señoras de la playa, el abastecedor de comidas perfectamente rectangulares», me estremezco, pero no propone la solución bofrost.

A través de estas conversaciones, sé que sus intenciones son buenas, que solo quiere ayudarme a adaptarme a las nuevas realidades. Ya no vienen a comer todas las noches cuarenta comensales hambrientos como cuando estaba en la cafetería; no vienen los hijos ni una familia numerosa a sentarse a nuestra mesa. Y Fernando ya me ha dicho que aquí los amigos y los vecinos comen cada cual en su casa. Me siento como una gallinita roja menopáusica. Todo esto pasará en cuanto haya pasado la boda, el apartamento haya quedado bien restaurado y baje la temperatura. El desconocido tendrá hambre y en algún lugar reuniré a unos cuantos interesados en venir a cenar de vez en cuando. Conseguiré un trabajo en un restaurante o abriré uno propio. Si hubiese tenido mis cuchillos, los habría arrojado al suelo. Para sacarme de mi enfado silencioso, Fernando anuncia con aspereza:

—Mañana por la noche cocino yo para ti.

«No veo la hora», pienso con amargura.

Más tarde, en la cama, tramo la mejor manera de presentarle al desconocido mi personalidad culinaria.

Había pasado casi veinte años trabajando con la comida, soñando con ella, escribiendo sobre ella, dando clases a otros sobre la manera de trabajar con ella, persiguiéndola por continentes remotos, pagando el alquiler de una vida bien vivida con las prebendas, a menudo considerables, de una carrera basada en ella, una carrera que él considera que ha sido un
jobette
, un
hobby
remunerado muy agradable. Había sido la artífice de confianza de los sueños gastronómicos entusiastas de otros y también de los míos. En más de una ocasión habría apostado la granja (y no la habría perdido), basándome en lo que sabía e intuía con respecto a la alimentación. Ya lo iré diciendo tranquilamente y con el tiempo. Incluso le enseñaré mi maletín destartalado, lleno de testimonios impresos, en el cual, a lo largo de los años, he ido almacenando trozos de revistas y de periódicos. Sin embargo, cuando lo hago, lo único que al desconocido se le ocurre decir es: «Ahora que te has quedado sin idioma piensas que la manera de comunicarte es a través de la comida». Paparruchadas.

Para mí, la comida va mucho más allá de las metáforas del amor, el sentimiento y la «comunicación». No demuestro afecto con la comida. Es menos noble que eso: cocino porque me encanta cocinar, porque me encanta comer y, si tengo cerca a alguien a quien también le gusta comer, mucho mejor. La verdad es que siempre he cocinado para muchos, aunque no hubiera muchos comensales: para las multitudes que siempre —aún hoy— deseo encontrar. Dicen mis hijos que una vez preparé una sopa de calabaza, que cociné lo que sobró después de ahuecar varias calabazas para hacer lámparas hasta darles la suavidad del caramelo, que mezclé la pulpa con coñac y nata líquida y unas peladuras de nuez moscada. Quedaron muchísimos litros, dicen. Después de cenar eso durante una semana, me vieron añadir a lo que quedaba trozos de emmental, pimienta blanca recién molida y yemas de huevo. Dicen que incorporé las claras batidas hasta que estuvieron bien firmes y que volqué todo aquello en moldes untados con mantequilla y cubiertos de pan rallado; dicen que eran tres moldes muy grandes.
Voilà
, un pastel sabroso. Recuerdo que era riquísimo, incluso la segunda y la tercera noche. Lisa dirá que fue entonces cuando la piel se le empezó a poner anaranjada. Al final, eché lo que quedaba del pastel en un bol con un poco de requesón y unas cuantas cucharadas de parmesano rallado e hice ñoquis: ñoquis de calabaza con mantequilla a la salvia y semillas de calabaza tostadas y así acaba su historia, aunque yo recuerdo una noche más del gran episodio de la calabaza. Estoy segura de que comimos aquellos ñoquis, al menos una vez, gratinados con nata y cucharaditas de gorgonzola. Unas sobras pueden dar para mucho. Tal vez sea ingenua, pero todo esto me sienta bien, contribuye a la domesticación. Es lo más antiguo que sé de mí misma; en realidad, es lo primero. Salvo la soledad.

La noche siguiente, el desconocido está de pie delante de la cocina, como el duque de Montefeltro, con unos calzoncillos de seda color púrpura. Saca una balanza y pesa ciento veinticinco gramos de pasta para cada uno. ¡Me voy a casar con un J. Alfred Prufrock veneciano que pesa lo que va a cenar en gramos! Echa puré de tomates en un cacillo delgado y destartalado, en lugar de usar una de mis pequeñas maravillas de cobre. Añade sal y grandes pellizcos de hierbas secas que guardaba en una lata, encima de la cocina.


Aglio, peperoncino e prezzemolo
. Ajo, guindilla y perejil —dice, como si lo creyera.

La pasta sabe bien y se lo digo, pero me quedo con hambre.

Tres horas después, tengo el estómago vacío, de modo que, cuando Fernando se queda dormido, me levanto de la cama sigilosamente y cocino casi medio kilo de espaguetis anchos y gruesos y los empapo en mantequilla perfumada con unas cuantas gotas de un vinagre balsámico de veinticinco años que he transportado, mimado como un huevo de Fabergé, de Spilamberto a Saint Louis y de allí a Venecia. Rallo sobre la pasta una cuña de parmesano hasta que se me cansa la mano y a continuación adorno la masa suave y humeante con abundante pimienta molida. Levanto las persianas del comedor para dejar entrar la luz de la luna y la brisa de medianoche, enciendo una vela y me sirvo vino. Me sirvo y me vuelvo a servir y devoro la pasta, la absorbo, la huelo, la saboreo, la mastico, siento su consuelo que estalla una y otra vez. Revolotea la venganza y la enrosco con rebeldía, dando vueltas y más vueltas con el tenedor, precisamente como Fernando me ha dicho que no se hace. Por fin, Lúculo ha cenado con Lúculo.

Me quedo allí sentada, agotada; he saciado un apetito y surge el siguiente. Que Fernando coma a lo Prufrock hasta el final de los tiempos, si le apetece, pero yo voy a cocinar y voy a comer como hago yo. ¿Cómo fue que me llamó?
Pomposa
. ¡A ver quién es el pedante! Me he quedado quieta y he escuchado más «sugerencias», consejos y, directamente, instrucciones durante este último mes que en toda mi vida. No le gusta mi ropa, no le gusta mi
modo d'essere
, mi forma de ser, no le gusta cómo cocino. Tengo la piel demasiado blanca, la boca demasiado grande. Tal vez se enamoró de mi perfil y no de mí. Siento como si hubiese bebido la pócima del frasquito equivocado. Fernando me está menospreciando, me está borrando y yo se lo he consentido.

Sin dejar de sonreír, he tratado de respetar el viejo pacto que he hecho conmigo misma sobre comprender su necesidad de llevar las riendas, pero jamás me he comprometido a aceptar ni siquiera la forma más suave de tiranía. Sé que está convencido de que me está ayudando. Tal vez incluso se ve a sí mismo como mi Svengali, una especie de salvador. ¿A mí me ha parecido bien porque temo que el desacuerdo lo aleje? ¿Estaré tratando de colorear con demasiada perfección el espacio «nuevo, limpio y recién desenvuelto» de esta nueva vida? ¿Estaré tratando de compensar por lo que sigo considerando fracasos sentimentales para que no me abandone él también? Amar a Fernando y que él me ame tiene mucho de maravilloso, pero me echo de menos a mí. Yo me quería mucho más como mujer que como angelito fulminante totalmente entregado. No me quedaré en esta isla ni en esta casa rindiendo pleitesía al inconsciente local. Culinaria o como sea, me digo a mí misma, mientras me doy palmaditas en la barriga, feliz y ampulosa. Prefiero conectarme con los fugitivos que atraviesan las aguas para ir a Venecia todas las mañanas que quedarme dando cabezadas con los anacoretas. Hago desaparecer todo rastro de mis pecados y vuelvo a meterme en la cama con disimulo. El desconocido no me escucha llorar.

C
APÍTULO
9

¿Has entendido que estos son los tomates
más bellos del mundo?

A la mañana siguiente, estoy decidida a despertar a la voluptuosa dormida que hay en mí. Después de mandar al banco al desconocido con el maletín vacío que insiste en llevar a todas partes, recorro aprisa el apartamento rascando la cera de las velas y sacudiendo las almohadas, realizo una
toilette
breve, hago una visita a Maggion y otra al mar y después prácticamente corro los ochocientos metros que me separan del embarcadero para pillar el
vaporetto
de las nueve en punto. Voy al mercado.

El Rialto, literalmente «ribera alta», es, según algunos, el lugar donde creció el primer asentamiento de Venecia. Desde tiempos remotos, venían aquí a ejercer su oficio los comerciantes de todo el mundo y aún sigue siendo el corazón vulgar del comercio veneciano. El símbolo sentimental del Rialto es un puente en punta que extiende sobre el canal sus columnatas y sus arcos tan conocidos que son el punto de referencia de todos los peregrinos. Y abriéndose camino hacia él a través de la insolación estival o del humo frío de la niebla de febrero, en la proa de una barca y con los ojos clavados en el pasado, uno encuentra al viejo Shylock, con su capa y sus plumas y sumido en sus pensamientos.

En mis visitas anteriores a Venecia, siempre había encontrado tiempo para pasear por los mercados del Rialto, porque me parece precioso, aunque no sea tan espléndido como otros
mercati
de Italia. Sin embargo, ahora es el mío y quiero familiarizarme con él. Lo primero que hay que descubrir es cómo acceder al mercado desde los barrios pobres, en lugar de hacerlo desde el puente y su paseo de platerías y joyerías, los quioscos llenos de máscaras baratas y camisetas más baratas aún y los carros que atraen a los turistas con manzanas enceradas y fresas chilenas y rajas de coco en bandejas de plástico. Un poco más allá, los carros llenos de frutas y verduras anuncian las auténticas seducciones del mercado y, oculto tras ellos, se alza un edificio espléndido del siglo XVI: el tribunal de Venecia.

Recuerdo haber visto a los
pretori
, los jueces, cuando, con sus togas al viento, se liberan de sus escaños para tomar un café rápido o un Campari y avanzan poco a poco entre los montones de berenjenas y coles, esquivando ristras de ajos y de guindillas, para volver a instalarse detrás de las puertas macizas del tribunal y reanudar la causa de la justicia veneciana. Una vez vi a un sacerdote y a un juez, con las faldas hinchadas a sus espaldas, inclinados sobre un carro de verduras: la Iglesia y el Estado,
tête-à-tête
, seleccionando judías verdes. Sin embargo, ni siquiera escenas tan folclóricas como esta consiguen hacerme subir y bajar por el carnaval cotidiano del puente. Hago la prueba de desembarcar del
vaporetto
una parada antes del Rialto, en San Silvestro. Paso bajo un túnel y salgo a la
ruga
, y así llego directamente al resplandor del mercado.

Escucho y percibo la fuerza escalofriante de la kasba, otra llamada de lo salvaje. Camino aprisa, más aprisa aún, giro a la izquierda después de una quesería y de la mujer que vende pasta y finalmente me detengo delante de una mesa puesta con tanta suntuosidad como si esperara a Caravaggio. Me muevo lentamente, tocando cuando me atrevo, tratando de sonreír de vez en cuando, sin saber dónde ni cómo comenzar. Me dirijo a la
pescheria
, el mercado del pescado, un lugar ruidoso y lleno de los olores punzantes y mareantes de la sal marina y la sangre de pescado, donde todas las criaturas de ojos como joyas que se retuercen, se deslizan, se escabullen, nadan, se arrastran, respiran y se pueden sacar del Adriático relucen sobre gruesas placas de mármol. Entro a mirar en las
macellerie
, donde los carniceros cortan filetes casi transparentes tras sus macabras cortinas de conejos, silvestres y de granja, colgados de las patas traseras, a los que les dejan mechones de pelo en las patas para demostrar que no son felinos.

Puede que la más veneciana de todas las
botteghe
del Rialto sea la Drogheria Mascari, una tienda que sigue vendiendo especias. Treinta gramos de clavos, un puñado de
pepe di Giamaica
, bayas de pimienta de Jamaica, nueces moscadas grandes como albaricoques, ramas de canela de treinta centímetros de largo con un perfume picante y dulce, miel de castaño del Friuli, tés, cafés, chocolates, frutas acarameladas o cubiertas de licores. Anhelaba sacar billetes y monedas del bolsito negro que llevaba colgado sobre mi pecho y poner el dinero en las manos ásperas y duras de los comerciantes. Era más horrible cuando no tenía dinero para comprar aquellas cosas, pero este es otro tipo de hambre. Lo quiero todo, pero, por ahora, estoy yo sola con un apetito barroco. Compro melocotones, sonrosados de puro maduros, pequeños ramos de lechugas blancas con vetas granate y un melón con tanto olor a almizcle que está a punto de salirle moho.

Las compradoras son casi todas mujeres, amas de casa de todas las edades, todas las proporciones físicas y con un tono de voz que, casi universalmente, se eleva por encima del grito. Empujan
carrelli
, carros de la compra, forrados de grandes bolsas de plástico, y uno se convence enseguida, sin ninguna duda, de que le conviene mantenerse lejos de ellos. Hay grupos de ancianos que, entre otras cosas, se dedican al comercio sereno de las hojas verdes de la oruga y el diente de león y otros ramos de hierbas silvestres, atados con hilo de algodón. Los campesinos son vendedores magníficos, bruscos, dulces, socarrones. Son artistas que provocan con un dialecto evasivo y el suyo me resulta un idioma completamente distinto que debo aprender.
«Ciapa sti pomi, che xe cosìbei
.
»
¿Qué dirá? ¿Me está ofreciendo un trozo de manzana?
«Tasta, tasta bea mora; i costa solo che do schei
.
»
Prueba, prueba, morena guapa, y es muy barato.

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