Moriré con una afición incurable y carnal por las telas. Presto más atención a los tejidos que a los muebles. Dejando aparte las reliquias y las antigüedades, prefiero cubrir con telas y festones un objeto muy viejo y estropeado que abrirle las puertas al hombre de Ethan Alien. Con todo descaro, me dirijo al mercado del Lido, que se instala los miércoles junto a los canales. Compro un rollo de damasco beis, que, cortado en trozos y sin dobladillo, alegra un sofá de cuero negro. Con un rollo de seda cruda color crema, envuelvo como para regalo las sillas desparejas y creo un bolsillo para cada una y se lo ato a la base con cordones de seda. Sobre la mesa de comedor de vidrio y metal extiendo una colcha de lino blanco y retuerzo los extremos en nudos gruesos en torno a las patas; en el centro, dispongo en fila una colección de candelabros georgianos, lustrados y relucientes, como si fueran joyas.
Encuentro el lugar perfecto para casi todos los viejos cojines que me resistí a dejar abandonados en Saint Louis. Sustituyo todas las bombillas dignas de un quirófano por
bugie
—literalmente significa «mentiras»—, lamparillas de bajo voltaje para dejar encendidas durante la noche y velas con olor a vainilla y a canela. Entre la luz del sol durante el día y la luz de las velas por la noche, la electricidad puede parecer superflua. Yo estoy contenta, mientras que el desconocido hace mohines.
En realidad, Fernando se pone furioso cuando le enseño las paredes recién pintadas del dormitorio. Dice que en Venecia solo se puede pintar en otoño, cuando el aire es relativamente seco, porque, de lo contrario, se llena todo de la temible
muffa
negra, el moho.
«¡Por Dios! Como si hubiera alguna diferencia», pienso, y nos turnamos sobre la escalera con mi secador de pelo.
Se lamenta por las plantas marchitas que he sacado a la terraza con las latas de pintura.
—
Non sono morte, sono solo un po' addormentate
. No están muertas, sino solo dormidas.
—Tú sabes muy bien lo que es eso —murmuro
sotto voce
.
Vuelvo a poner las plantas en el dormitorio y les podo las hojas que crujen, dejando solo los tallos sin savia. Empiezo a comprobar lo conveniente que es hablar un idioma que tu amado no comprende. Atravieso el apartamento pisando con fuerza y voy dejando a mis espaldas una estela de hojas aplastadas. Me pregunto por qué siempre revolotea en el aire, tres o cuatro centímetros por encima del amor, el gusanillo de la venganza.
Una alfombra blanca tejida de Cerdeña oculta las ruinas del cuarto de baño y un espejo ahumado y biselado con marco barroco que le compramos a Gianni Cavalier en Campo Santo Stefano sustituye al enmarcado en plástico rojo que estaba colgado sobre el lavabo. Nos convence para que llevemos dos apliques en forma de azucena con hojas doradas para colgar a los lados del espejo, aunque no hay tomas de corriente.
«Colgadlos de la pared y ponedles velas», nos sugiere y es lo que hacemos.
Liberado de su melancolía, el espacio queda delicado y atractivo. Nos decimos que parece más una casita de campo o un chalé que un apartamento. Empiezo a llamarlo «la dacha» y a Fernando le encanta. Ya parece un lugar agradable para estar, para comer y beber, para conversar, pensar, descansar y hacer el amor. Fernando recorre el espacio tres o cuatro veces todos los días, inspeccionando, tocando y esbozando una sonrisa todavía vacilante de aprobación.
A la trol le pica la curiosidad y una tarde toca el timbre y nos muestra un sobre que se ha guardado como excusa para entrar.
—
Posso dare un'occhiata?
¿Puedo echar un vistazo?
Sus gorjeos complacen a Fernando.
—
Ma qui siamo a Hollywood. Brava, signora, bravissima. Auguri, tanti auguri
. Esto parece Hollywood. Qué bonito, señora, la felicito. Muchas felicidades —dice y baja rápidamente las escaleras.
Todo el búnker lo sabrá antes de medianoche. Gracias a la trol, empiezo a darme cuenta de que Fernando necesita aprobación, confirmación, para poder aceptar lo que hago. Si le gusta a la gente, le gusta a él. Siete años después, tres casas después y en el momento en que escribo estas líneas, él todavía espera una muestra de admiración o tal vez dos antes de relajarse y aprobar.
Una vez repuesto, Fernando empieza a convocar a los vecinos y los colegas para que pasen a echar un vistazo al apartamento. No invita a nadie a tomar asiento ni a beber una copa de vino. Cada uno sabe que su misión es hacer un reconocimiento e informar al resto de la isla. Formo parte del mobiliario, como si fuera una silla del salón «tapizada» por Norma Kamali, y nadie se dirige a mí directamente. Hablando al aire, veinte centímetros por encima de mi cabeza, puede que uno de ellos suelte algún comentario ceremonioso, como:
«Signora, le piace Venezia?
¿A la señora le agrada Venecia?», y, a continuación, en una especie de minué mecánico, se dé la vuelta rápidamente y salga por la puerta. Me enteré de que esta es una forma de vida social veneciana y que algunas de estas «visitas» hablarán durante años con afecto de lo bien que se lo pasaron en nuestra casa. Nada parece real todavía y empiezo a preguntarme si llegará a serlo alguna vez. Es más, empiezo a preguntarme si recordaré lo que es real, si volverá a salir a la superficie. Juego a las visitas, como cuando los niños eran pequeños y yo jugaba a las muñecas; pero no, es distinto, porque entonces era mucho mayor.
Aunque está en su propio terreno y sigue haciendo lo mismo que ha hecho siempre, también Fernando se encuentra al otro lado del espejo. Va y viene por las mismas avenidas, dice
buona sera
a las mismas personas, compra sus cigarrillos en el mismo estanco, bebe el mismo
aperitivo
en el mismo bar donde lo bebe desde hace treinta años y, sin embargo, ya nada es igual. Fernando tiene su propio desconocido.
—Tú también estás dentro de otra vida —le digo.
Él dice que no, que esto no es otra vida, sino la primera.
—Al menos es la primera vida en la que soy algo más que un observador —dice.
Mi desconocido tiene algo de agridulce, además de un reciente temblor de ira reprimido durante mucho tiempo. Pienso en lo sola que me sentiría si me limitase a ir dando botes, a esperar, mientras la vida me empuja por ahí. Creo en las Parcas, en una especie de predestinación básica, pero combinada con una estrategia curada en casa. Recuerdo que, cuando era aún muy joven, sentía alivio al leer a Tolstói, que prometía que «la vida se forjará a sí misma». Aunque yo no estaba convencida del todo, me alegró mucho pensar que la vida pudiera hacer parte de su propio trabajo para que yo pudiera descansar de vez en cuando; pero dormir como había dormido Fernando era una pena.
Es sábado por la noche y, sin rumbo fijo, flotamos. Estamos sobre la cubierta de un
vaporetto
y saco el Prosecco de mi bolso. Después de estar como una hora en el congelador, el vino está tan frío que hace daño y sus burbujas ácidas anestesian la lengua. Él se muestra tímido y espera que nadie lo confunda con un turista, pero bebe el vino a grandes sorbos.
—
Hai sempre avuto una borsa così ben fornita?
¿Siempre has llevado tantas cosas en el bolso? —pregunta.
Le explico que mi bolso ha ido evolucionando desde la época en la que me servía para llevar pañales; al menos procuro explicárselo. Ya nos hemos acostumbrado a hablar un híbrido de los dos idiomas, una especie de esperanto de andar por casa. Algunas veces él me hace una pregunta en inglés y yo le respondo en italiano. Cada uno procura que el otro se sienta cómodo. El barco cabecea a través del agua negra, a través del aire húmedo y sedoso, cargado con una luz rosada que cambia al ámbar antes de volverse dorada.
Desembarcamos en las Zattere, cambiamos de barco y regresamos a San Zaccaria. Son casi las nueve. Curiosamente, hay muy pocos extranjeros y la Piazza dormita bajo el aire sofocante. Nuestros pasos resuenan mientras, desde los cafés, los violines envían a Vivaldi y a Frescobaldi de un lado al otro de aquel espacio despoblado. No hay nadie bailando, de modo que bailamos nosotros. Bailamos aunque no haya música, hasta que unos alemanes bulliciosos que van a cenar se ponen a bailar con nosotros.
—
Sei radiosa
—dice Fernando—. Eres radiante. Venecia te sienta muy bien. Eso no suele ocurrir, ni siquiera a los venecianos, y, en cuanto a los extranjeros, por lo general la ciudad los pasa por alto, los oscurece. Los extranjeros son casi invisibles en Venecia, pero tú no eres invisible —dice con suavidad y casi como si a él le resultara más fácil que lo fuese.
Decidimos ir a cenar a Il Mascaron, en Santa Maria Formosa, un lugar que siempre había sido mi favorito durante mis viajes anteriores a Venecia. Me encanta subir hasta la tabla de madera vieja que es su bar, repleto de damajuanas de Refosco, de Prosecco y de Torbolino. Gigi nos sirve unos vasos de Tokay, efervescente y coronado de blanco después de su paso rápido y tenso por la espita. Le indicamos lo que queremos como
antipasto
de las fuentes blancas ovaladas que contienen
baccalà mantecato, castraure, sarde in saor, fagioli bianche con cipolle, mousse
de bacalao, alcachofas del tamaño de una uña, sardinas en salsa agria, alubias con cebolla. Tradicional, fuerte, sensual. La Venecia canónica desde los dientes de un tenedor.
Cuando regresamos al barco, el aire está empapado de un azul cada vez más oscuro. Con un escalofrío, me doy cuenta de que este es mi barrio. Me siento mareada, tengo ganas de llorar y, sin embargo, como si siempre hubiera sido mío, como si todo esto siempre hubiera sido mío, me siento cómoda dentro de esta felicidad, confío en esta felicidad; sin embargo, Don Impulsivo, siempre temperamental, interrumpe la paz.
Cuando le pregunto por algún
palazzo
, por algún artista o por alguna época, me responde con indiferencia o no responde; no se presta a hacer de guía.
—Venecia no es exótica para los venecianos —dice—. Además, no sé todas las respuestas. Hay partes de la ciudad en las que no he estado nunca. Quiero que primero me conozcas a mí, que te sientas cómoda conmigo, y después nos ocuparemos de ayudarte a sentirte cómoda con ella —responde, como un amante celoso—. En realidad, aquí no estás de vacaciones.
«¡Vacaciones! —quiero gritar—. ¿Tiene idea de cómo me he pasado las últimas semanas?»
Quiero gritar más fuerte y me miro las manos bicentenarias. Solo sería capaz de gritar estas palabras en inglés y ya sé que se refugiaría como una flecha detrás de la incomprensión, por más que entendiera cada puñetera sílaba.
—No encuentro nada en mi propia casa. Busco unas tijeras y no están —dice, con esos ojos de pájaro moribundo que ya me resultan familiares.
—Yo ni siquiera tengo una casa —le recuerdo, pronunciando las palabras con toda la perversidad que me atrevo a usar. Estoy en plena racha y no me importa si no me entiende. Le voy a decir cómo me siento y se lo voy a decir en mi propio idioma—. No tengo equilibrio, no tengo trabajo. ¿Y qué me dices de los amigos? ¿Qué me dices de alguien, quien sea, que me mire a los ojos y me dé la bienvenida? ¿Qué me dices de un vaso limpio? —le digo, furiosa.
Seguimos andando un poco más, hasta que él se detiene y, envuelto en la luna y con los atisbos de una sonrisa, como si acabáramos de turnarnos para leernos en voz alta unos cuentos infantiles, dice:
—Dime qué puedo hacer para que te sientas cómoda.
Ahora es mi turno de no responder. La venganza revolotea cerca.
Aquel momento exuberante
justo antes de la madurez
Lentamente, muy poco a poco, empiezo a sentirme cómoda, como en mi casa. Algunas veces salgo de la escena por un momento, para asegurarme de que no haya una sensación desagradable de farsa con respecto a nosotros. ¿Acaso somos personas usadas haciéndonos pasar por nuevas? No. Cada vez que nos tomo el pulso con rigor, la respuesta es negativa. No somos viejos. Nos encontramos en aquel momento exuberante justo antes de la madurez, en el punto en que el amor queda suspendido en una nota dulce y sostenida de éxtasis. A la luz de las velas con olor a canela y con una ternura cada vez más prolongada, dos desconocidos convivimos bien en la pequeña dacha. Como pareja, damos una sensación que tiene algo de riesgo, de aventura, como las burbujas ácidas e intensas de un buen Prosecco. Aunque nos desconcertemos el uno al otro, nos volvamos locos a gritos, hay un timbre metálico brillante en nosotros, como la resonancia de algo dorado y algo plateado que gira rápidamente sobre las piedras húmedas. Da la impresión de que vivimos en vísperas del embeleso.
Al desconocido le gusta que le cuente historias. Una noche, tendido en el sofá con la cabeza en mi regazo, me dice:
—Háblame de la primera vez que viste Venecia.
—Ya conoces la historia —rezongo.
—No conozco toda la historia. Cuéntamelo todo. Estabas con un hombre, ¿no es cierto? —se sienta y me mira.
—No estaba con un hombre y, si lo estaba, ¿qué problema hay? —lo hostigo un poco.
Pero él habla en serio, con suavidad.
—Por favor, solo cuéntame la historia.
—De acuerdo, pero cierra los ojos y escucha de verdad, porque es una historia preciosa. Procura no quedarte dormido —le digo—. Ya sabes que estaba en Roma y que no quería irme de Roma para venir a Venecia, pero me habían encargado escribir sobre Venecia y por eso tenía que venir. ¿Te acuerdas de todo esto? —le pregunto, para situar el acontecimiento, como una buena
racounteuse
.
—Sí y recuerdo que llegaste en tren y que desembarcaste en San Zaccaria para poder oír a la Marangona.
—Que no llegó a sonar —lo interrumpo.
—Que no llegó a sonar, pero ¿por qué no caminaste por la Piazza entonces? ¿Cómo pudiste estar allí, a la entrada, y darte la vuelta?
Formula su pregunta y se vuelve a sentar para poder descifrar mi rostro. Enciende un cigarrillo con la llama de la vela, atraviesa el salón y abre las puertas que dan a la terracita. Sale al exterior, se apoya en la barandilla, mirando hacia mí, y espera.
—No lo sé, Fernando. No estaba preparada. No estaba lista para lo que me hacía sentir Venecia desde el momento mismo en que salí por las puertas de la estación de tren. Era como si Venecia fuera más que un lugar, como si fuera una persona, alguien conocido, pero al que no conocía en absoluto, alguien que me pilló desprevenida. Yo ya estaba bastante harta: había estado en muchos sitios y había visto tantas cosas que, simplemente, no estaba preparada para tantas emociones súbitas en aquel momento.