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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

Mil días en Venecia (7 page)

Cuando nacieron mis hijos y puede que incluso antes, comencé a comprender por qué me había contado con tanta franqueza lo que jamás había podido contar a nadie en el medio siglo que había transcurrido desde que ocurrió. Evidentemente, sabían lo sucedido, pero nadie lo había escuchado jamás de sus labios. Había sufrido la herida más espantosa que se puede infligir a un ser humano y que me lo contara fue un legado: me brindó una perspectiva que siempre me serviría, un prisma a través del cual observar mis propias heridas para dedicar la energía justa a sopesarlas y solucionarlas.

Fueron muy pocos los días que pasé con mi abuela. Solía desear ser mayor que todos sus hijos, mayor incluso que ella, para poder cuidarla, pero murió sola, en la temprana penumbra de una tarde de diciembre. Nevaba y los jirones de mi ilusión sobre la familia murieron con ella. Todavía me ronda el dolor de la soledad infantil, pero la vida era redonda y dulce en aquellos instantes fugaces en los que mi abuela me cogía de la mano, cada vez que la tenía lo bastante cerca para poder oler su perfume. Y lo sigue siendo.

En aquellas noches solitarias junto al fuego, hallé hilos muy finos, un patrón, mi propia historia. Inauguré el tipo de recuerdo que parece un anhelo nostálgico de algo perdido o de algo que no existió jamás. Creo que la mayoría de nosotros poseemos este hábito potencialmente destructivo de tomar notas mentales, que se van acumulando, se distorsionan y después se fragmentan y se difunden hasta por los territorios más remotos de la razón y la conciencia. Lo que hacemos es acumular el dolor, juntarlo como si fuera vidrio rubí. Lo desplegamos y lo amontonamos; después lo apilamos hasta hacer una montaña, para poder subirnos a él, esperando compasión y salvación, exigiéndolas.

—Fíjate, ¿lo ves? ¿Has visto lo grande que es mi dolor?

Nos fijamos en las pilas de los demás y las comparamos y gritamos:

—Mi dolor es más grande que el tuyo.

Todo es, en cierto modo, como la tendencia medieval a construir torres. Cada familia demostraba su poder según la altura de su propia torre personal. Una capa más de piedra, una capa más de dolor y cada una era un indicador más de poder.

Siempre me había esforzado por seguir desmontando mi pila, por solucionar y rechazar el revoltijo todo lo posible, y en aquel momento, más que nunca, me obligué a mirar atrás con claridad a lo que estaba acabado y a lo que nunca se llegaría a concretar. Estaba decidida a irme con Fernando y sabía que, para que tuviéramos oportunidad de llevar esta historia más allá de aquel comienzo, yo tendría que ir ligera de equipaje. Estaba convencida de que con las pilas del desconocido tendríamos trabajo suficiente para los dos.

Salvo con mis hijos, no conversé mucho con nadie durante los últimos meses que pasé en Saint Louis. Quería seguir mis propios consejos. Solo hice dos excepciones. Vino a verme Misha, mi amigo de Los Ángeles, que se mostró en desacuerdo con mis intenciones de casarme con Fernando, atribuyéndolas a la crisis de los cuarenta. Milena no opinaba lo mismo. Mi mejor amiga, una florentina que llevaba más de treinta de sus cincuenta y seis años viviendo en California, solía ser austera y hablaba sobre todo con los ojos. Tratar de entenderla por teléfono era una locura, así que, si quería saber lo que pensaba sobre la noticia, tendría que mirarla a la cara. Fui a verla a Sacramento y solo entonces, sentada delante de aquellos ojos oscuros y perspicaces, sentí su aceptación.

—Cógelo con las dos manos y aférrate a este amor. Cuando el amor llega, llega una sola vez.

Cuando le hablé de los pronósticos pesimistas de Misha, Milena lo calificó de profeta de poca monta, cuyos oráculos podrían incluso llegar a ser verdad y, con la mirada vuelta a lo lejos, la barbilla levantada y frunciendo la boca, apartó el pesimismo de Misha con su hermosa mano morena.

—Si esto es amor, si existe siquiera la posibilidad de que esto sea amor de verdad, ¿qué te importa? ¿Qué te costará vivirlo? ¿Mucho? ¿Todo? Ahora que se te ha presentado, ¿te atreves a imaginarte que te apartas de él por algo o por alguien?

Encendió un cigarrillo y le dio una calada fuerte. Ya había acabado de hablar.

—¿Alguna vez te ha ocurrido a ti? —le pregunté.

El cigarrillo se había convertido prácticamente en una colilla cuando respondió.

—Sí, creo que me ocurrió una vez, pero tuve miedo de que los sentimientos cambiaran, tuve miedo de algún tipo de traición, así que me alejé. Lo traicioné antes de que me traicionara a mí y tal vez pensé que vivir con tanta intensidad me asfixiaría, conque elegí un tipo de compromiso agradable y seguro, una emoción inferior a la pasión y superior a la tolerancia. ¿Acaso no es eso lo que elegimos la mayoría de nosotros? —preguntó.

—La intensidad me parece hermosa. Nunca me he sentido más serena que desde que conozco a Fernando —le dije y ella se echó a reír.

—Tú estarías serena hasta en el infierno. Te pondrías a cocinar y a hornear y a redecorar. Tú eres tu propia serenidad, que no procede de Fernando ni desaparecerá a causa de él —dijo.

A Milena le diagnosticaron un cáncer el otoño siguiente y murió la noche de Navidad de 1998.

Demasiado rápido, demasiado despacio, llega junio y, la noche antes de mi partida, viene Erich a quedarse conmigo. La casa está vacía como un granero. En el suelo de mi dormitorio, nos hacemos dos camastros con las mantas que dejaron los de la mudanza, las cubrimos con sábanas limpias que nos ha prestado Sophie, nos acabamos lo que queda del Grand Marnier y nos pasamos la noche conversando; nos agrada cómo resuenan nuestras voces en la casa vacía. A la mañana, no nos cuesta demasiado despedirnos, después de decidir que él irá a Venecia a pasar el mes de agosto. El chófer que me llevará al aeropuerto, Erich y dos vecinos suben mi equipaje a la furgoneta. Parece que mi nuevo minimalismo ha aumentado de peso.

Tardo media hora en entrar en la terminal empujando mi carrito y en llegar hasta el mostrador de Alitalia, pero cobran tanto por exceso de peso que me arrepiento de no haber seguido el buen consejo de Fernando de llevarme solo lo
indispensabile
. No me queda más remedio que abrir las maletas y montar una subasta delante mismo del mostrador de facturación.

Los encargados de los billetes abren cremalleras y hebillas, mientras yo extraigo los tesoros e inauguro el procedimiento:

—¿Alguien quiere este juego de chocolate de Limoges? Y aquí tengo una maleta llena de sombreros: sombreros de invierno, sombreros de paja, con velos, plumas, flores… ¿Alguien quiere sombreros?

No tardan en reunirse viajeros y transeúntes; algunos se limitan a mirar boquiabiertos y otros me quitan, felices e incrédulos, las cosas de las manos. Cuando estoy ofreciendo una caja de Cabernet Chateau Montelena, cosecha 1985, y un baúl lleno de zapatos, se acerca el capitán de mi vuelo con aire despreocupado y su equipaje a rastras. Nos reconocemos mutuamente de otras vidas: la suya como cliente ocasional de la cafetería y la mía como «la chef». Se detiene. Le recito una versión abreviada de mi historia y, tras una breve conversación con un agente, me hace señas de que lo siga y se agacha para susurrarme:

—Ya está todo resuelto.

Un auxiliar me conduce a la sala de espera de primera clase; otro me acerca una bandeja con una botella de Schramsberg Blanc de Noirs y una copa de champán; otro la descorcha, sirve el vino y me entrega la copa, cogiéndola por el pie. ¡Qué maravilla! Cada veinte segundos bebo un sorbo, jugueteo con mis relucientes sandalias Casedei nuevas, me suelto el pelo y me lo vuelvo a recoger. Trato de no olvidarme de respirar. Una mujer de unos cincuenta años, con sombrero de
cowboy
, botas de piel de caimán y pantalones pirata, descarta los otros seis sofás de cuero vacíos y se sienta a mi lado.

—¿Es usted una mujer en plena transformación?

No estoy segura de haber comprendido bien, de modo que me limito a seguir sacándole brillo a mis sandalias y la recibo con una sonrisa.

Repite la pregunta y ya no me queda más remedio que dar crédito a mis oídos, de modo que le respondo:

—La verdad es que creo que todas lo somos. Espero que todas lo seamos. ¿Acaso no es la vida, en sí misma, una transformación?

Me mira con lástima cobarde, inclinando la cabeza, y, cuando se dispone a iluminar mi inocencia, un auxiliar me rescata y me escolta hasta el ático del 747, lejos del asiento de clase turista que me correspondía originalmente.

La tripulación me da de comer y me mima y los cuatro empresarios milaneses que comparten conmigo la cabina me prestan mucha atención. Cuando todo el mundo se ha instalado y ha consumido sus chocolates y su coñac, el capitán conecta su micrófono y nos desea dulces sueños y añade que, en honor de la estadounidense que va a Venecia a casarse, se tomará la libertad de cantar una vieja canción de Roberto Carlos. A nueve mil metros de altura, con voz ronca y sensual, canta suavemente: «
Veloce come il vento voglio correre da te, per venire da te, per vivere con te
. Veloz como el viento, quiero correr hacia ti, para estar contigo, para vivir contigo».

Cuando sale el sol aún estoy despierta. Inunda la pequeña cabina la luz nueva de junio y desayuno como si fuera una mañana cualquiera. El cantante disfrazado de capitán anuncia que vamos a aterrizar en Milán. Me estremezco en mi asiento y las emociones se alborotan y chocan; se produce una caída libre glacial de una vida a la siguiente. Me aferro a los brazos del asiento como si ellos y el latido rápido y fuerte de mi corazón pudieran hacer que aquel aparato inmenso descienda más rápido aún o que se quede inmóvil. Tal vez sea un último intento de controlar. Ya había aterrizado en Italia muchas veces, como viajera, como turista, con billete de ida y vuelta. El tiempo solo me alcanza para secarme la cara, soltarme el pelo y volvérmelo a recoger. Tocamos tierra con un golpe de lo más suave.

C
APÍTULO
5

Aquí podría haber vivido Savonarola

Un golpe. El primer carro lleno de maletas atraviesa las puertas de vaivén del lugar donde se recoge el equipaje y entra en el espantoso amarillo y negro del aeropuerto de Malpensa. Gracias al buen capitán, han llegado conmigo todas mis cosas, salvo las que ya había regalado. Un golpe. Un policía de frontera que va conduciendo cosas deja colgando de su cinturón su arma automática para empujar un carro tras otro hacia la zona de llegadas, mientras lo miro.


Buona permanenza, signora
—dice el policía en voz baja y casi sin mover la boca—. Que tenga una buena estancia, señora. Espero que sea un auténtico caballero.

—¿Cómo sabe que me espera un hombre? —le pregunto.

—C
'è sempre un uomo
—responde, haciendo el saludo—. Siempre hay un hombre.

Me cuelgo dos bolsos de mano de los hombros firmes y salgo, detrás de mis maletas, hacia la multitud de los que esperan. Escucho su voz antes de verlo.


Ma, tu sei tutta nuda
—dice desde detrás de una gavilla de margaritas amarillas, del mismo amarillo que la camiseta Izod que lleva suelta encima de los pantalones
sport
escoceses de color verde.

Como una anchoa en tecnicolor, tan delgado que casi parece menudo, está de pie entre todos los que aguardan detrás de los cordones. Ojos color arándano en una piel bronceada por el sol, tan diferente de su cara invernal.

«Me voy a casar con este desconocido de la camiseta Izod amarilla —digo para mis adentros—. Me voy a casar con un hombre al que nunca he conocido en verano.»

Es la primera vez que me acerco a él mientras está quieto. Todo a su alrededor es sepia; solo Fernando tiene color. Incluso ahora, cada vez que me encuentro con él, que me reúno con él en un restaurante, bajo la torre del reloj a mediodía, en el puesto de la vendedora de patatas en el mercado, en nuestro propio comedor cuando está lleno de amigos, vuelvo a aquella escena y, por un instante, una vez más, solo él está en color.

—¡Si vas toda desnuda! —vuelve a decir y me aplasta contra las margaritas que sigue apretando contra su pecho con una mano. Llevo las piernas desnudas, desde las sandalias nuevas hasta una falda corta azul marino y una camiseta blanca. Él tampoco me ha visto nunca con ropa de verano. Nos quedamos petrificados, inmóviles durante mucho rato en aquel primer abrazo. Nos da vergüenza, pero una vergüenza agradable.

Colocamos la mayoría de los bolsos y las maletas en el maletero del coche y el asiento posterior, ordenadamente como las sardinas en una lata. Pone el resto sobre el techo y lo sujeta con una cuerda plástica.


Pronta?
—pregunta—. ¿Estás lista?

Como una risueña transfiguración de Bonnie y Clyde marchándonos a robar el romanticismo de nuestra vida, aceleramos hacia el noroeste a ciento treinta kilómetros por hora. El aire acondicionado nos arroja fuertes ráfagas de aire helado y llevamos las ventanillas abiertas, para que entre el aire caliente y húmedo del exterior. Él necesita las dos cosas.

Elvis nos abre su corazón. Fernando conoce todas las palabras, pero solo fonéticamente.

—¿Qué quiere decir? —pregunta.

—No puedo dejar de amarte. Es inútil intentarlo.

Traduzco letras a las que nunca había prestado atención; son palabras que él escucha desde siempre.

—Te echo de menos desde los catorce años —dice—. Al menos fue entonces cuando empecé a darme cuenta de que te echaba de menos, pero pudo haber sido incluso antes. ¿Por qué has tardado tanto en venir conmigo?

Todo esto me produce una sensación de puesta en escena. ¿Lo sentirá de verdad? ¿Es posible que todo esto sea tan bueno? Y yo, que considero modernista a Shostakóvich, canto a grito pelado «No puedo dejar de amarte» en la vasta llanura padana que se extiende, plana y sin árboles, sobre el feo cinturón industrial italiano. Puede que esta sea la cita que siempre he querido tener.

Dos horas y media después, cogemos la salida hacia Mestre, el puerto que escupe aire negro y almacena petróleo para todo el norte de Italia. ¿Será verdad que Venecia convive con este horror? Casi enseguida está el Ponte della Libertà, el puente de la Libertad, de ocho kilómetros de largo y menos de cinco metros de altura sobre las aguas, que une Venecia con tierra firme. Casi hemos llegado. Es mediodía, el sol está en su cenit y la laguna es un inmenso espejo roto que brilla y enceguece. Comemos gruesos platos trincheros de pan crujiente con lonchas onduladas de mortadela —es la comida que sirven en el barcito del aparcamiento— mientras esperamos el transbordador que nos conducirá al Lido.

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