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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

Mil días en Venecia (14 page)

BOOK: Mil días en Venecia
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No pasan tantas mañanas antes de que intercambiemos sonrisas, antes de que pueda pedirles a uno u otro que me traigan un poco de menta o de mejorana al día siguiente, que me guarden un cuarto de kilo de moras. Están Michele, con su pelusa de rizos rubios y el rostro colorado que contrasta con sus gruesas cadenas de oro, y Luciano, arquitecto de la mesa de Caravaggio, y la pelirroja de largas uñas resquebrajadas y la gorra de lana verde, que se pone tanto en verano como en invierno. Todos integran una sociedad de seductores y pertenecen a una compañía teatral de primera. Uno extiende una sola vaina de guisante que parece de seda o un higo púrpura grueso, cuyos jugos melosos fluyen de su piel rota por el calor; otro abre de un golpe una pequeña sandía redonda llamada
anguria
y ofrece una rodaja de su carne roja y fresca clavada en la punta de un cuchillo. Para eclipsar al vendedor de sandías, otro hombre corta la piel verde pálida de un melón cantalupo y extiende una cuña de color rosado salmón encima de una bolsa de papel de estraza. Y otro grita: «La pulpa de este melocotón es tan blanca como su piel».

Una mañana, mientras espero que el
macellaio
me dé dos chuletas de ternera, oigo que una mujer dice:


Puoi darmi un orecchio?
¿Me puedes dar una oreja?

«Qué bonito —pienso—. Quiere conversar con el carnicero. Tal vez quiera que le guarde sobras para sus gatos o que le consiga un capón gordo para el sábado próximo.»

Sebastiano abandona su tarima cubierta de aserrín y su tajo de madera frotado con aceite de limón, desaparece en el sanctasanctórum de su cámara frigorífica y regresa con un gran volante sonrosado de carne traslúcida en la mano.


Questo può andar bene, signora?
¿Le gusta esta, señora?

Ella aprueba con la boca fruncida y los ojos entrecerrados. Adjudicado. Una oreja de cerdo.


Per insaporire i fagioli
. Así las alubias quedan más sabrosas —se justifica ella, sin dirigirse a nadie en particular.

Tal vez mi puesto favorito del mercado sea el de la huevera, que siempre dispone su mesa en distinta posición; llego a la conclusión de que cambia según la dirección del viento, para proteger a sus gallinas. La suya es una actuación fascinante. Todas las mañanas trae de su granja, en la isla de Sant'Erasmo, cinco o seis gallinas viejas dentro de un saco de harina de algodón. Al llegar al mercado, acurruca bajo su mesa el saco en el que aletean las gallinas, se agacha y empieza a hacerles gorgoritos en dialecto:


Dai, dai me putei, faseme dei bei vovi
. Vamos, bebés míos, hacedme unos huevos hermosos.

De vez en cuando abre el saco y hace una búsqueda rápida. Sobre la mesa hay una pila de periódicos viejos rasgados en trocitos cuadrados y una cesta de junco con un asa arqueada, en la que coloca cada nuevo huevo con la suavidad, cabe imaginar, de una
Madonna
de Bellini. Los días que trae dos o incluso tres sacos de gallinas, la cesta está casi siempre llena. Otras mañanas tiene solo unos pocos. A medida que los vende, envuelve cada huevo en periódico y retuerce los extremos de modo que el paquetito parece un regalo rústico para una fiesta infantil. Cuando uno quiere seis huevos, espera a que ella prepare los seis regalitos. Cuando la vieja cesta de junco está vacía y se presenta un cliente, ella le pide que tenga paciencia, que espere tan solo un momento, mientras se agacha hacia su nidada, susurrando para animarlas. Húmedos presenta ella entonces, triunfal como una comadrona, los tesoros tibios de cáscara color crema.

Una anciana llamada Lidia lleva fruta para vender. Siempre va envuelta en varias capas de chales y jerséis —aquel vestuario para todas las estaciones parecía sofocar su cuerpo enjuto en verano y dejarla temblando de frío en invierno— y tiene manzanas y peras en otoño, melocotones, ciruelas, albaricoques, cerezas e higos en verano y, en el ínterin, Lidia ofrece sus productos secados al sol. Me encantaba ir a verla en pleno invierno adriático, cuando, envuelto en la clandestinidad de las nieblas, el mercado parecía un reino diminuto en el cielo. Entonces ella solía alimentar un pequeño fuego en un viejo cubo para el carbón; lo mantenía lo bastante cerca como para calentarse las piernas y los pies y de vez en cuando acercaba las manos a las brasas para restablecer la circulación. Lidia enterraba manzanas en lo más profundo de las pilas de brasas y justo cuando la carne caliente despedía perfumes de solaz a través de la niebla con un tenedor largo extraía una, ennegrecida, reventada y blanda como un budín. Con mucho cuidado le desprendía la corteza cenicienta y comía la carne pálida y con olor a vino con una cucharilla de mango de madera. Un buen día le hablo de una mujer que conozco del mercado de Palmanova, en el Friuli, y le digo que ella también asa manzanas en el fuego con el que se calienta los pies, envolviendo cada belleza roja en una hoja de col rizada. Cuando las manzanas se ablandan, desecha la hoja carbonizada que protege la fruta de las cenizas y se las come entre traguitos elegantes de su petaca de ron. Para Lidia, aquel estímulo de la hoja de col es una farsa y, en cuanto a acompañarlo con el ron, «solo los friulanos —dice— podrían soportar un mejunje tan brutal». Aquella esteta rústica con camiseta de piel de castor pregunta quién sino ellos podrían tolerar el hedor de la col quemada.


I friulani sono praticamente slavi, sai
. En realidad, los friulanos son casi eslavos —me confía.

Las horas que he pasado bajo la custodia de aquella sociedad persisten, cristalinas, y seguirán haciéndolo durante el resto de mis días. Ellos me enseñaron sobre comida, cocina y paciencia. Me hablaron de la luna y del mar y también de la guerra, el hambre y el derroche. Me cantaron sus canciones y me contaron sus historias y, con el tiempo, llegaron a convertirse en la familia que elegí y yo, en su hija dilecta. Siento el contacto áspero de sus manos nudosas y sus besos húmedos, de aliento ácido, y veo el color lagañoso de sus ojos viejos que iban cambiando según cambiaba el mar. Son las criadas y los mayordomos venecianos de abajo, satisfechos con la parte que les toca en esta vida, descendientes de aquellas venecianas que jamás se pusieron perlas en el pelo y de aquellos venecianos que jamás llevaron pantalones bombachos de satén ni bebieron sorbitos de té chino en el Florian. Estos son los otros venecianos, los que recorrían las lagunas desde las granjas de sus islas para ir al mercado, día tras día, deteniéndose tan solo para pescar para la cena o para orar en alguna iglesia rural, y no han paseado ni una sola vez por la Piazza San Marco.

Un día que pasé junto a la mesa de Michele, lo vi con la cabeza gacha mientras trenzaba los tallos secos de unas cebollitas plateadas. Sin levantar la vista, soltó las manos y me alargó una rama de tomates, cada uno de ellos tan pequeño como un capullo de rosa bien apretado. Arranqué uno, me lo metí en la boca, lo di vueltas y lo mordí lentamente. Tenía el sabor y el perfume de un tomate de un kilo calentado al sol y destilado, suspendido dentro de la frutita color rubí.


Hai capito?
¿Has entendido? —preguntó Michele, sin levantar la cabeza.

Era la forma abreviada de decir «¿Has entendido que estos son los tomates más bellos del mundo?» Él sabía perfectamente que yo lo había entendido.

Y como si el mercado no fuera suficiente regalo, en una
ruga
tranquila que sale justo del centro del mercado estaba la Cantina do Mori. Me encantaba quedarme en aquella habitación estrecha, iluminada con faroles, y observar la marcha curiosa que comenzaba por la mañana, mucho más temprano de lo que yo llegaría a ver jamás, aunque las repeticiones eran incesantes: los pescaderos con sus delantales de plástico, los carniceros con sus batas ensangrentadas, los lechugueros y los hortelanos, casi todos los hombres que desfilaban por el mercado atravesaban la puerta, cada media hora, aproximadamente, y se acercaban sigilosamente a aquella barra del siglo XV, como venían haciendo desde hace más de quinientos años los comerciantes, los caballeros y los bandoleros. A continuación y moviendo apenas la cabeza, los ojos o los dedos, cada cual pide lo suyo. Beben de un trago —puede que dos, si al mismo tiempo están hablando— el Prosecco, el Refosco o el Incrocio Manzoni, apoyan de golpe el vaso vacío y las monedas justas y salen por la puerta de atrás para volver al trabajo. Muchas veces he sido la única mujer, aparte de las turistas o, excepcionalmente, la presencia de alguna de las vendedoras. A todos nos atendía un soñador amable llamado Roberto Biscotin, que lleva allí cuarenta años cocinando, sirviendo bebidas y sonriendo con su sonrisa de Jimmy Stewart. En su escenario siempre se representan escenas muy distintas.

Los turistas japoneses piden Sassacaia y pagan treinta mil liras por cada vaso, los alemanes beben cerveza, los estadounidenses leen sus guías en voz alta, los ingleses se afligen por la falta de sillas y mesas, a los franceses nunca les gusta el vino y los australianos siempre parecen achispados. Todos ellos sirven de papel pintado para los lugareños.

Alrededor del mediodía, el mercado se calma, los compradores se marchan a sus casas y los trabajadores se concentran en su apetito. Roberto tiene preparados
panini
trufados,
tramezzini
de jamón asado o trucha ahumada, trozos de queso oloroso, grandes fuentes de alcachofas, cebollitas en vinagre envueltas en anchoas y toneles y botellas de vinos locales y no tan locales.

Durante mi primer invierno y después de que le hubiera dado pruebas de mi lealtad durante varios meses seguidos, Roberto empezó a ofrecerse a guardarme en la cocina el abrigo y la bolsa de red con lo que había comprado en el mercado para que estuviera más cómoda. Yo solía comer y beber según el clima y mis apetitos y recuerdo las comidas que hacía allí de pie como algunas de las más satisfactorias de mi vida. Poco a poco fui aprendiendo a conocer a los demás parroquianos y a intervenir en las chanzas que enlazaban un día con el siguiente: quién había tenido fiebre, quién tenía cálculos biliares, el estado de la Harley de Roberto, la manera de guisar en la chimenea las habas tiernas, dónde encontrar una partida secreta de boletos comestibles en los bosques de Treviso, por qué había venido a vivir a Italia, por qué el italiano está destinado a ser infiel. La vergüenza que sentían al principio va disminuyendo, aunque lentamente. Cuando dejan de tratarme de forma ceremoniosa y empiezan a darme abrazos y tres besos y a despedirse con un «
Ci vediamo domani
. Hasta mañana», me doy cuenta de que mi casa ha adquirido una habitación más.

Durante aquellos primeros meses, ellos hablan casi siempre en dialecto y yo casi siempre en italiano, es decir, cuando no vuelvo al inglés o a una especie de esperanto. En Do Mori, componen mi círculo social un carnicero y un pescadero, un quesero, un campesino que vende alcachofas, un paisajista local, un fotógrafo que hace retratos, unos cuantos ferroviarios retirados, dos zapateros y un par de docenas más de personas con las que me relaciono, durante alrededor de una hora todos los días, por afinidad. Nos reunimos allí, porque es un lugar en el cual los demás notarían —incluso llegarían a lamentar— si alguno de nosotros faltase. El mercado y su pequeña cantina son mi refugio contra ese malestar que me ronda todavía, un bálsamo contra la pena serena que llega, de vez en cuando, cuando uno dispone de mucho tiempo que matar en una ciudad en la que aún no se siente como en su casa.

Do Mori cierra por unas cuantas horas a la una y media de la tarde y suelo ser la última en marcharme. No me gusta empujar las puertas de vaivén y salir al silencio de la
ruga
. Se han desmontado las mesas, se han barrido de las aceras la parte superior de las zanahorias, el suelo del mercado de pescado se ha lavado y ha quedado reluciente; lo único que rompe el silencio son unos cuantos gruñidos de los gatos locales que se disputan un regalo del carnicero y el clic clic de mis tacones a medida que me alejo. Entonces comienza para mí la segunda parte del día.

Solo están abiertos las
trattorie
y los restaurantes y todo el que no come fuera está en su casa, en la mesa o en la cama, hasta las cuatro, por lo menos. A menudo sacio mi apetito con los
antipasti
de Roberto y no voy a ningún otro sitio a comer de verdad. Lo que deseo es deambular por algún barrio remoto.

Es posible que nadie llegue nunca a conocer Venecia tanto como la recuerda de algún episodio de un sueño cualquiera. Venecia se compone de todas nuestras fantasías. El agua, la luz, el color, el perfume, la huida, el disfraz y el libertinaje van hilados o cosidos con hilos de oro en las faldas que ella arrastra sobre sus piedras de día y que extiende sobre su laguna en la oscuridad de sus noches, que nunca son del todo negras. Yo iba donde Venecia me llevaba. Aprendo dónde hay bancos que permanecen en la sombra, dónde espera el
espresso
con hielo más fuerte, cuándo sale la hornada de la tarde en cada
panificio
, qué iglesias están siempre abiertas y qué campanas se pueden hacer sonar para despertar de su
pisolino
, su siesta, a un sacristán que llega arrastrando los pies. Uno de ellos, que lleva sus grandes llaves de hierro ensartadas en un trozo de cinta verde, me conduce con una vela a ver un Jacopo Bellini que cuelga de unos cordones ámbar deshilachados en el claroscuro de una pequeña habitación privada de su iglesia. Los ojos del anciano son zafiros sin pulir y, en la bruma de mil años de incienso quemado, me cuenta historias de Canaletto, de Guardi, de Tiziano y de Tiepolo. Me habla de ellos como si fueran sus confidentes, los compañeros con los que cena los jueves por la noche. Dice que la vida es la búsqueda de la belleza y que el arte hace desaparecer la soledad.

«La suya y la mía», pienso.

No estoy sola. Soy una trotamundos con un casquete azul de fieltro que ha venido a Venecia a bordar sus fantasías.

Sin embargo, como me conozco, sé que bordar fantasías no será suficiente para mantenerme erguida. Me muero por cocinar. Ya que no puedo cocinar para mi propia mesa, cocinaré para otros, pero ¿para quiénes? Pienso en la trol y su pandilla, pero no. Me decido por los empleados del banco. Una tarta de chocolate blanco y frambuesas un día; otro día, una hecha con unas ciruelas amarillas pequeñitas llamadas
susine
. Me arriesgo con el pan, tibio aún y relleno de avellanas enteras, con su propio bote de
mascarpone
al coñac para acompañar. Meto todo en una cesta y la dejo en el mostrador de recepción, como si fueran expósitos. Hay once personas que trabajan allí con Fernando y algunas de ellas se la pasan pidiendo bandejas de pastelitos y copas de
gelato
y botellas de Prosecco que les envían desde la Pasticceria Rosasalva, así que se me ocurre que estas exquisiteces serán de su agrado, pero en realidad los confunden, los molestan y, antes de que Fernando me lo tenga que pedir, interrumpo las visitas de Caperucita Roja y vuelvo a mi bordado.

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