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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

Mil días en Venecia (12 page)

BOOK: Mil días en Venecia
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Calma, tranquilla
—me dice y usa esta advertencia genérica contra todas las conductas que no figuran en esa breve lista. Son poses arcaicas entre personas que, aparentemente, se interesan muy poco las unas por las otras. Aquel dialecto no verbal es su auténtico idioma y yo no sé hablarlo. Estaba ocurriendo exactamente lo que Misha me había dicho.

Misha había nacido y se había criado en Rusia y había emigrado a Italia cuando acababa de terminar la carrera de medicina; trabajó en Roma y en Milán durante casi diez años, antes de establecerse en Estados Unidos. Nos conocimos cuando los dos vivíamos en Nueva York y nos hicimos más amigos cuando él se mudó a Los Ángeles y yo vivía en Sacramento. Siempre tenía muchas cosas que decir. Fue a verme a Saint Louis cuando yo acababa de conocer a Fernando y la primera vez que comimos juntos tuvimos una conversación prolongada y violenta.

—¿Por qué lo haces? ¿Qué pretendes de este hombre? No posee ninguna de las virtudes evidentes que hacen que las mujeres crucen corriendo la tierra para aferrarse a ellas —me dijo con su voz de Rasputín y siguió hablándome de los peligros de la mezcla de culturas, de que tendría que renunciar incluso al placer sencillo de la conversación—. Aunque aprendas realmente a pensar y a hablar en otro idioma, no es lo mismo que conversar con la fluidez de tu lengua materna. Ni comprenderás ni te comprenderán y eso es algo que siempre ha sido fundamental para ti, que eres tan aficionada a las palabras, que dices cosas maravillosas en voz baja y suave. No habrá nadie que te escuche.

Aunque evidentemente se trataba de un monólogo, traté de interrumpir.

—Misha, estoy enamorada por primera vez en mi vida. ¿Es, pues, tan inverosímil que quiera estar con este hombre, ya sea que viva en El Paso o en Venecia? —le pregunté—. No estoy eligiendo una cultura. Estoy eligiendo a un amante, un compañero, un esposo.

Fue implacable.

—Pero ¿quién serás allí? ¿Qué vas a poder hacer? La cultura mediterránea en general y la italiana en particular parten de criterios diferentes en cuanto a impresiones y juicios. Es que ya no tienes diecinueve años y lo mejor que pensarán de ti es que «en otro tiempo habrás sido una belleza». Será importante que puedas convencerlos de que tienes dinero, pero no es así. Ninguna otra cosa importará demasiado. Estás dando un paso excéntrico y la mayoría de ellos se mostrarán cautelosos y se preguntarán: «¿Qué estará buscando aquí?» A ellos ni se les ocurrirá pensar que podrías estar actuando desinteresadamente, porque ellos son manipuladores: cada paso que dan está calculado para provocar una reacción determinada. No quiero decir que esto sea exclusivo de los italianos, pero lo que te digo es que la intensidad de este tipo de postura prolifera tanto allí en la actualidad como en la Edad Media. Por inteligente que seas, para ellos seguirás siendo demasiado ingenua. Tienes demasiado de Pollyanna para su gusto. Que seas una eterna principiante, suponiendo que lo puedan concebir, les parecerá frívolo. Sería mejor que tu Fernando fuera un cabrón rico y anciano con artritis. Entonces podrían entender que te atrajera —me machacó.

—Misha, ¿por qué no te limitas a reconocer mi felicidad y hasta a alegrarte por mí?

—Felicidad, ¿qué es la felicidad? La felicidad es para las piedras, no para las personas. De vez en cuando, nuestra vida se ilumina con algo o con alguien. Es un relámpago y lo llamamos «felicidad». Te comportas de forma espontánea y, sin embargo, te juzgarán justo al revés, porque solo te pueden juzgar según sus criterios, que no incluyen la espontaneidad —concluyó con deliberada parsimonia.

—No me importa lo que opinen los demás —dije.

—A todo el mundo le importa la opinión de los demás —dijo él.

Había intentado hacerle caso en aquel momento, pero sobre todo había escondido su melancolía, como si verla me hubiese hecho sentir estúpida y asustada, pero recuperarla ahora me hace sentir precisamente así.

Con timidez, Fernando empieza a presentarme a algunas personas que encontramos por casualidad en la calle, en el transbordador o el
vaporetto
, en el puesto de periódicos los domingos por la mañana o cuando vamos a beber un Aperol en el Chizzolin o vamos a sentarnos a Tita con nuestros vasos metálicos helados de
gelato di gianduia
. Los fines de semana vamos en coche hacia Alberoni y paramos en Santin a beber el mejor café de la isla y a comer pastelitos calientes rellenos de ron y chocolate y, más de noche, cuando el local está más lleno aún, volvemos a ir por las tartaletas crujientes de requesón y a beber una copa de Prosecco. Sin embargo, este es un sitio en el cual nadie quiere hablar con nadie. O la gente está sola y le agrada estarlo o va a representar un papel, a hablar a la multitud. Y lo mismo que pasa con el bar pasa con la isla. Veo que todos aquellos
lidensi
que él llamaba «sus amigos» eran, en su mayoría, compañeros con los que intercambiaba cinco frases, cuyo afecto se manifestaba en encuentros casuales con conversaciones que empezaban por el tiempo y acababan con besos al aire y la promesa de llamarse. Sin embargo, en el Lido nadie llama a nadie.

Por lo general, todo aquel ambiente acartonado me hace sonreír. Es como un episodio malo de
El barrio del señor Rogers
y me consuelo de los pequeños dolores que a veces me provoca recordando que no he venido a vivir con Fernando por su isla, como no lo he hecho por su casa. Empiezo a componer pequeñas canciones y se las enseño en inglés, para que, por lo menos, podamos burlarnos de la perfecta precisión de cada encuentro. A él le gusta y las alarga con picardía, pero, si me atrevo a protestar por alguna reacción o acontecimiento particularmente desconcertante, le parece una agresión y cambia de bando y se pone a defender su isla con altivez.

—Pero ¿quién te crees que eres para juzgar o tratar de cambiar una cultura?
Quanto pomposa sei
. ¡Qué pedante eres!

Intento explicarle que no pretendo juzgar ni quiero cambiar nada de esta gente ni de su cultura. Simplemente intento no tener que cambiarlo todo acerca de mí misma o de la mía. Él puede parecer una imagen holográfica, un desconocido, que se difumina y reaparece, se difumina y reaparece. ¿Acaso el alejamiento de Fernando de la
bella figura
—él afirma que la detesta— es demasiado reciente? Un paso hacia delante, varios pasos hacia atrás. Incluso ahora, ahora mismo, cuando ya ha recorrido un largo camino, él sigue bailando al son de sus viejas melodías y yo, al de las mías.

Y cuando no está defendiendo el Lido ni ensalzándolo, Fernando me cuenta historias de cómo era: que, hasta principios de la década de 1960, en las aceras del Gran Viale se amontonaban los salones de té pijos, con camareros de chaqué y cuartetos de cuerda en los que se entretenían las
soubrettes
austríacas y francesas, con sombreros con velos, y sus consortes, con sus trajes arrugados de hilo blanco. Yo tendría que haber venido hace cuarenta años. Ahora solo quedan tabernas con hornos para pizza. Lo único exótico que veo en las avenidas son los habitantes de Düsseldorf, que vienen en busca del sol, con pantalones cortos y sandalias de plástico, y la única que lleva sombrero soy yo. Dejando aparte la breve urbanidad de posguerra de las salas de té, en el Lido no había ocurrido gran cosa desde que Byron, con pantalones cortos, acostumbraba arremeter contra sus olas en un semental castaño, zambullirse en la laguna y nadar de espaldas en las aguas azules verdosas del Gran Canal.

Aquellos que disponen de algún lugar adonde correr huyen en barca del Lido todos los días, como si fuera el décimo círculo del infierno, mientras que los que permanecen están condenados a hacer rápidas incursiones de supervivencia a las tiendas y a regresar después tras las persianas para dormir de día y pasar las noches en vela delante del televisor. A pesar de los defectos de esta isla, sigo tratando de encontrarle el lado positivo. En ciertos sentidos, esto me parece sencillo, porque está rodeada por el mar: yo estoy rodeada por el mar y algunas partes de sus playas son como otras habitaciones de mi casa. Dispara el sol por las mañanas y lo atrae otra vez hacia su seno por la noche, pero ni siquiera el mar, con sus enfurruñamientos, su mal genio y su carácter, es capaz de despertar de su letargo a este pequeño feudo arenoso. Sin embargo, está la danza de las mujeres de la playa.

Hasta ahora, había pasado en total menos de cuarenta minutos de mi vida tumbada quieta bajo un sol ardiente; en cambio, aquí vivo en una cultura que impone a todas las féminas la obligación de quemarse la piel. ¡Y yo ni siquiera tenía traje de baño! Cuando la dacha —seguimos llamando así al apartamento— está en orden, me voy a Milán a intercambiar algunos papeles con el consulado estadounidense y a comprarme un Alaia, cortado al bies y de una sola pieza, hermoso. Ya que no puedo ser italiana, al menos lo pareceré. Envuelta en un pareo blanco, protegida del sol por Versace y con la boca rosada perlada para sellar mi disfraz, espero hasta las diez —las mujeres de la playa no madrugan—, cruzo la calle, paso pavoneándome —ahora sí— por el sanctasanctórum del Hotel Excelsior y bajo a la arena, donde aguarda el undécimo círculo del infierno.

Las mujeres se tumban en la playa y fuman delante de sus cabañas durante tres horas por la mañana, duermen dos horas en su casa después de comer, regresan a la playa a tumbarse al sol y a fumar durante tres horas por la tarde, hasta que sus maridos se reúnen con ellas a las seis y media para tomar los
aperitivi
en el bar del hotel. Todavía en la playa, se duchan apretando un cigarrillo entre los labios; se visten apretando un cigarrillo entre los labios y, sin dejar de fumar, salen a cenar. Ellas, con una piel que parece una hoja rojiza arrugada y cargadas con un kilo de oro y joyas, parecen más agotadas que ellos. El traje de baño se va a vivir al último cajón de mi cómoda.

Una vez archivada la vida de playa, pienso en cocinar. En las pocas semanas que han transcurrido, la mayoría de las veces hemos cenado temprano y modestamente, en pequeñas
osterie
de Venecia, cuando voy a buscar a Fernando al banco por la tarde. Algunas veces hemos ido a casa a cambiarnos para marchar después, con una cesta llena de pan y queso y vino y chocolate, a las rocas de la costa para celebrar una merienda campestre a las diez de la noche, pero esta noche Fernando cenará en casa.

Atravieso a pie el Ponte delle Quattro Fontane hacia la Via Sandro Gallo y me dirijo al
quartiere popolare
, el barrio de clase obrera del Lido, donde Fernando dice que conseguiré artículos mejores y más baratos que en las tiendas más próximas. Puede que sea cierto, pero también es verdad que hay largos trechos de avenidas calurosas, lamidas por el sol, entre una tienda y otra. Voy a ver al lechero, al carnicero, al pescadero, al frutero (que no es el mismo que el verdulero ni este es el mismo que vende plantas medicinales). Compro harina, aceite de oliva y panceta en la
gastronomía
. Yo, la ignorante recién llegada, pido
lievito
, levadura, en la panadería. Sorprendida, la panadera me dice que no vende levadura, sino pan. Dice que cuecen el pan en el
forno
, el horno, que está situado en el otro extremo de la isla; que ella solo lo despacha. Le pregunto si sabe dónde puedo encontrar levadura.

—¿Levadura para hacer pasteles? ¿Polvo de hornear? ¿Es eso lo que busca? —me pone a prueba.

—No,
signora
, levadura para hacer pan —le digo.

Mis intenciones la hacen suspirar. Para tranquilizarla compro pan. Paso por alto la
pasticceria
que me ha recomendado el vendedor de vinos, situada apenas un centenar de metros más allá, y me alegro de la proximidad de Maggion. Medio día después, con los músculos tensos por el peso de las bolsas que he transportado cinco kilómetros y he subido tres pisos por las escaleras, estoy bronceada, exultante y lista para comenzar.

Hasta ahora solo he encendido la cocina para hacer café y me doy cuenta de que el quemador que he usado es el único que funciona y que por los demás solo sale aire. La única ventana está cerrada herméticamente y los treinta centímetros cuadrados de suelo apenas permiten un leve balanceo de la cintura para arriba. Hay un solo cuchillo, de esos que se usan para preparar los pomelos, y creo que los míos figuran entre los artículos de los que me deshice en el aeropuerto. Pienso en los centenares de clases de cocina que he dado y en la de bromas que he hecho sobre el tema de una cocina bien equipada. Me escucho a mí misma diciendo a mis alumnos con toda frescura: «El espacio adecuado, buenos utensilios y el equipamiento son fundamentales, pero un cocinero de verdad puede cocinar en una lata con una cuchara de madera». Craso error. Necesito mucho más que una lata y mucho más espacio que este y, ¡caray!, necesito algo más que una cuchara de madera.

De todos modos, preparo una masa para rebozar unas enormes flores de calabaza doradas y un relleno para un pecho de ternera con pistachos, panceta, queso parmesano y salvia. Después de rellenarlo y atarlo con hilo de algodón, estofo la ternera en mantequilla y vino blanco y la dejo reposar y enfriar en sus jugos, dentro de la olla. Haré una sopa fría de tomates amarillos asados, adornada con un par de langostinos asados con anís para empezar, higos blancos con una cuña de Taleggio a punto y merengues de Maggion para acabar. Cenamos lentamente. Fernando muestra curiosidad por cada plato y quiere saber los ingredientes y la forma de cocinarlos. Pregunta cuánto me ha llevado preparar la cena y le digo que tardé tres veces más en hacer las compras que en cocinar.

—No debes pensar que espero que prepares una mesa como esta todas las noches —dice y me pregunto si querrá decir: «No esperarás que coma así todas las noches». No me equivoco, porque continúa—: Prefiero la sencillez. Además —prosigue—, tú tienes muchas cosas que hacer: planificar una boda, supervisar las obras de renovación y aprender un idioma.

Comprendo. Hay un rodeo en el camino hacia su corazón que no pasa en absoluto por su estómago.

—¡Pero soy cocinera! No me puedes pedir que no cocine —gimo.

—No te estoy diciendo que no cocines —me miente como un bellaco—. Lo que te digo es que lo que para ti es la cocina de todos los días para mí es la cocina de un día de fiesta —dice, como si la cocina de fiesta fuera algo blasfemo.

¿Qué tiene de particular que yo quiera cocinar, cocinar de verdad, todos los días? A él le parece más correcto que lo haga una o tal vez dos veces por semana. Las demás noches podríamos comer simplemente
pasta asciutta
o una ensalada y un poco de queso,
prosciutto e melone, mozzarella e pomodoro
. Podríamos salir a comer pizza. Insiste:

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