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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

Mil días en Venecia (21 page)

BOOK: Mil días en Venecia
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Hace un tiempo magnífico en la terraza del hotel, pero nos invitan al interior, a una sala blanca y sencilla sin ventanas, donde no hay flores ni música, para una comida que nadie come, salvo Cesana y los monjes vestidos de plateado. Pienso en Hemingway y en el Aga Kan.

Es una antigua tradición veneciana que los novios, el sacerdote y, en ocasiones, el cortejo nupcial vayan a pie desde la iglesia hasta la recepción y después regresen a la casa de la novia y que, en el camino, pasen junto a aquellas personas y lugares que han sido y seguirán siendo parte de su vida y que el sacerdote los presente oficialmente a su ciudad como marido y mujer. Como vivimos en la playa y no en la ciudad, decidimos ir desde el Bauer por la Salizzada San Moisè hasta la Piazza San Marco y, finalmente, salir a la Riva Schiavoni y regresar a casa en barco.

Empiezo a despedirme de todos a la entrada del Bauer, pero enseguida advierto que nadie se marcha. Nuestros invitados, los dos pajes, Emma del brazo de los dos monjes, Don Silvano, Cesana y hasta Gorgoni, el conserje del Bauer, nos acompañarán en formación el día de nuestra boda. Creo que hacemos un desfile espléndido. Cuando pasamos por el Ala Napoleonica, la orquesta del Florian deja una canción a medias y se pone a tocar
Lili Marlene
y, cuando todos llegamos delante de la cafetería, han empezado con el
Walzer dell'Imperatore
. Son las cinco de la tarde y todas las mesas de la terraza están ocupadas. La gente se pone de pie, saca fotos y grita:

—Bailad, tenéis que bailar.

Entonces nos ponemos a bailar y toda Venecia debe de estar aquí, en esta gran multitud que nos rodea, y me gustaría que pudiéramos bailar todos juntos. Mi esposo me abraza y pienso: «No, el mundo tendría que acabar así».

Cuando nos alejamos, una mujer nos cierra el paso y, en italiano, pero con fuerte acento francés, dice:

—Gracias por darme la Venecia que esperaba encontrar.

Antes de que pueda responderle, ha desaparecido.

Como nos hemos quedado hasta demasiado tarde en nuestra propia boda, al llegar a casa solo disponemos de algunos minutos para prepararnos para ir a Santa Lucia a coger el tren de las ocho cuarenta a París. Me quito del pelo las pinzas cubiertas de rosas y las meto dentro de la
Larousse
, donde siguen estando. Vaqueros, un jersey de cachemira negro corto y una chaqueta de cuero negro para mí. Fernando conserva la camisa del esmoquin, pero se pone vaqueros y su vieja cazadora. Cojo mi ramo y volvemos a ir al agua. Francesco ha ido a la estación a despedirnos y a darme nuestro regalo de bodas. Subimos al tren en una confusión de humo y lluvia y veo a la misma francesa que nos habló en la
piazza
que pasa corriendo. Nos saluda con la mano y sonríe. Fernando dice que espera que los pajes, Emma y los monjes no hayan decidido seguirnos a París. Encontramos nuestro compartimiento, acomodamos con esfuerzo nuestros bolsos y cerramos la puerta a nuestras espaldas cuando el tren empieza a alejarse —triquitraque— hacia Francia.

—¡Estamos casados! —gritamos.

También estamos agotados. Me quedo con mi
bustier
blanco de encaje y subo a la cama, mientras Fernando enciende una vela. Dos minutos después de instalarse allí arriba conmigo, dice:

—Tengo hambre. Tengo tanta hambre que no voy a poder dormir. Tendré que vestirme para ir al coche comedor.

—Mejor aún —le digo—: Mira en el bolso de mano.

Francesco había hecho un paquete con dos docenas de emparedados pequeñitos —contienen lonchas finas de jamón cocido en panecillos blandos ovalados untados con mantequilla dulce—, una bolsa grande de patatas fritas onduladas y media Sachertorte. Había metido una botella de Piper Heidsick en una bolsa al vacío con cuatro bolsas de hielo. Vasos y servilletas. Cuando me preguntó qué quería como regalo de bodas, le había dicho que quería exactamente aquella cena y que, si podía llevárnosla a la estación cuando fuera a despedirnos, sería el regalo perfecto. Fernando abre el bolso y dice:

—Te amo.

Lo desplegamos todo sobre la litera inferior; comemos y bebemos y volvemos a subir a la superior. Por fin sé de qué manera tendría que acabar el mundo.

C
APÍTULO
14

Solo quería darte una sorpresa

No estamos despiertos del todo cuando el tren entra en la Gare de Lyon. Me pongo los vaqueros y un sombrero sobre los rizos del día anterior, cojo mi ramo y sigo a Fernando por la estación. Tomamos tazones de
café au lait
y
croissants
tibios: cada uno son miles de migas mantecosas que me llenan la boca. No sé cuántos como, porque he decidido dejar de contarlos después del tercero. Estamos a punto de salir corriendo a la luz dominical parisiense, cuando escuchamos:


Les fleurs, les fleurs, madame
.

Había dejado mi ramo en el bar y ¿quién podía estar allí para encontrarlo y correr tras de mí sino la misma francesa?

Seguro que ella también vive en el barrio latino, donde nos alojamos en el Hotel des Deux Mondes, porque la vemos cada dos por tres. Está por la mañana en el Café de Flore, dando de comer trocitos de un
jambon-beurre
al cachorro esponjoso que lleva de la correa, y sonríe y saluda con la cabeza, pero nada más. A las cinco ya está sentada en la terraza de Les Deux Magots con una copa de vino tinto y un platito de aceitunas Picholine, calentándose gracias a las estufas eléctricas colocadas en los toldos. Nosotros también nos sentamos en la terraza, a beber Ricard y a ver anochecer. Da la impresión de que todo lo que ella quiere que comprendamos estuviese incluido en esos gestos con la cabeza y las sonrisas y que no necesitase saber más de nosotros de lo que ya sabe. Nos gusta tenerla cerca y parece que a ella le gusta tenernos cerca y por eso hay tanta benevolencia.

No planificamos los días. Nos ponemos a caminar hasta que vemos algo que nos gustaría ver más de cerca y después seguimos caminando hasta que queremos sentarnos o volver a la cama o ir temprano a comer a Toutone para poder ir tarde a comer a Bofinger o quedarnos sin comer nada, para poder ir a las ocho a Balzac a comer ostras y después a Le Petit Zinc a comer mejillones a medianoche. Atravesamos de un lado a otro toda la extensión de París una y otra vez, como si fuera una zona minúscula. Me llama un poco la atención que nos tropecemos con nuestra francesa en el Museé d'Orsáy, pero, cuando nos encontramos a su lado en la exposición sobre Egipto en el Louvre, nuestros encuentros empiezan a darme escalofríos. Cuando la vemos tomando el té en Ladurée, en la Rue Royale, cuando entramos a tomar el nuestro, no sabría decir quién sigue a quién. ¿Será la guardiana parisiense de los recién casados, que nos han asignado para nuestra luna de miel? ¿Será por eso que estaba en la Piazza cuando bailamos el vals, el día de nuestra boda? Me gustaría que alguno de nosotros dijera algo sobre esta serie de encuentros fortuitos y casualidades, pero nadie dice nada. Cuando pasa un día sin verla, empiezo a echarla de menos.

—¿Cómo puedes echar de menos a alguien que no conoces? —pregunta Fernando.

Cuando pasan dos o tres días más sin verla, sé que la hemos perdido para siempre o puede que solo fuera producto de la imaginación de alguna druida aficionada a las novias maduras, a los valses y a las aceitunas diminutas.

Ha pasado mucho tiempo desde que llegamos a París, un mes de días y noches de embeleso. Como casi ha llegado el momento de regresar a Venecia, me pregunto cómo nos sentiremos.

—Fernando, ¿qué te parece que ocurrirá cuando regresemos a casa?

—No será muy diferente —me dice—. Nosotros somos nuestra propia felicidad. La fiesta somos nosotros y, dondequiera que vayamos, la vida no será demasiado distinta, Cambiará el telón de fondo, cambiará la gente, pero nosotros siempre estaremos allí.

Sus ojos miran al frente, pero me echan una mirada furtiva para observar mi reacción ante aquella generalización. ¿Estará tratando de decirme algo sin volver a decírmelo? ¿Qué me tiene reservado detrás de tanto garbo? Decidimos regresar a Venecia en avión, en lugar de coger el tren, y en el aeropuerto vemos a la misma francesa haciendo cola para volar a Londres. Con los ojos le doy las gracias por hacernos de amable carabina en estos primeros días de matrimonio y ella, con los suyos, me dice que ha sido un placer. No puedo evitar preguntarme por su siguiente misión y por la feliz pareja a la que reconfortará con su sonrisa divina y también me pregunto si encontrará Picholine de verdad en Londres.

Es 21 de noviembre y nos estamos despertando: es la primera mañana después de regresar de París. No olvido que es la Festa di Santa Maria della Salute, la festividad que conmemora el día en que el dux Nicolò Contarini declaró ante los venecianos que, después de causar estragos durante doce años, la Peste Negra había desaparecido, gracias a un milagro de la Virgen. Quiero ir a misa para ofrecerle a ella y a los demás el agradecimiento de una nueva veneciana, no solo por los milagros del pasado, sino también por su complicidad involuntaria para convencer a Don Silvano de que nos casara el mes anterior. Le pregunto a Fernando si él quiere ir también, pero me dice que con regresar al banco ya cumplirá suficientes rituales. Le digo que iré por mi cuenta y que nos encontraremos en casa para cenar.

Este día, todos los años, entre seis y ocho góndolas actúan como
traghetti
, «transbordadores», para transportar a los celebrantes de un lado a otro del canal, de Santa Maria del Giglio a la Salute. Llego a las cuatro y hago cola para el
traghetto
en medio del gentío silencioso, casi ordenado, que sobrecarga el embarcadero. Son casi todas mujeres, que suben al
traghetto
de a doce o de a quince por vez, tambaleándose y apoyándose las unas en las otras; sin disculparse, se cogen con toda tranquilidad del brazo para mantener el equilibrio. Cuando me toca el turno, descubro que el gondolero que ayuda a subir a los pasajeros hasta la cubierta de la embarcación es el mismo de mi boda; me levanta en un amplio arco desde el embarcadero y, cuando me deposita encima del barco, me dice:


Auguri e bentornata
. Felicitaciones y bienvenida de vuelta.

Al final resulta que Venecia es un pañuelo y también es mi pañuelo. Las señoras mayores del
traghetto
sonríen ante esta exclamación de
allegria
y, cuando ocupo mi lugar en el barco, me cojo del brazo yo también, como si siempre lo hiciera. Hay una afinidad allí, sobre las aguas negras que ondulan, en el barco negro que se balancea.

Desembarcamos delante de la basílica y me quedo un rato mirándola, iluminada por la estela de luz amarilla pulverulenta que el sol acaba de dejar atrás. Elevada sobre la cima del semicírculo que se forma entre San Marco y el Redentore que está en la Giudecca, la gran iglesia de Longhena descansa sobre un millón de pilotes de madera que se hunden en el fondo lodoso de la laguna. Redonda, inmensa y sombría, demasiado grande para su trono, parece una reina espléndida y robusta sentada en un jardín delicado. ¿Cómo se le pudo ocurrir a un hombre soñar con este templo, suponer que podía construirlo y a continuación levantarlo? Recorro el estrecho puente de pontones que solo se instala este día, todos los años. Los venecianos superan las plataformas que se mueven y se balancean y traen regalos de agradecimiento a esta Virgen que salvó a sus ancestros de la peste hace casi quinientos años. En otra época, las ofrendas consistían en hogazas de pan o pasteles rellenos de fruta, mermelada o pescado salado, o tal vez un saco de grandes alubias rojas. Ahora los peregrinos traen velas —cada uno lleva la suya como si fuese una plegaria— y las llamas de los fieles iluminan las piedras frías de la vieja casa de la Virgen. Cerca de los escalones de la basílica, compro una vela: un velón tan gordo que casi no me cabe en la mano. Sin preguntarme, una mujer me lo enciende con la llama de la suya, sonríe y se pierde en la multitud.

Generaciones de mujeres caminan juntas, a veces tres o cuatro conjuntos de vidas unidas; llevan el parentesco labrado en la carne por el mismo artista. Una anciana avanza con su hija, su nieta y su biznieta y reconozco la cara de la pequeña en la de la bisabuela. Las piernas de la anciana, como palillos envueltos en medias blancas, asoman frágiles y vacilantes bajo un hermoso abrigo rojo de lana. ¿Cómo será su historia? Lleva una boina bien encasquetada sobre el cabello liso y canoso. Su hija tiene el cabello liso y plateado también y la hija de ésta tiene el cabello liso y rubio. Alguna de ellas ha encasquetado una boina en la cabeza rubia de la niña y las cuatro son hermosas.

«Esto es lo que siempre he querido —pienso mientras las observo—: He querido formar parte, importar, apreciar y ser apreciada. He querido que la vida fuese así de romántica, de simple y de segura. ¿Alguna vez lo es? ¿Alguien puede sentirse seguro alguna vez? Me gustaría que mi hija estuviese caminando ahora sobre este puente. Me gustaría esperarla. Me gustaría escuchar su voz, escuchar nuestras voces juntas en el azul oscuro de este crepúsculo, mientras vamos a visitar a la Virgen. Quisiera decirle a mi hija que se sienta segura.»

El interior de la basílica es una inmensa cueva helada, forrada de terciopelo rojo. El aire es azul por el frío mortal, un frío como el frío más antiguo, cinco siglos de frío atrapados en el mármol blanco. No hay espacio para moverse, estamos todos apretujados y echamos humo al respirar. Hay obispos y sacerdotes en todos los altares, bendiciendo a los fieles con los hisopos de agua bendita levantados por encima de sus cabezas. Trato de acercarme a un altarcito lateral, donde un sacerdote jovencito rocía profusamente a la congregación. Es posible que para él, igual que para mí, sea la primera fiesta de la Salud y pienso que su bendición será la más apropiada. Con los pies envueltos en calcetines de lana, las piernas metidas en gruesas botas de ante que me llegan a la rodilla, un chal largo encima de un abrigo largo encima de un vestido largo y el sombrero de cosaco de la segunda guerra mundial de Fernando, con las orejeras bajas, parezco la Madre Rusia, pero, de todos modos, tengo frío. Me pregunto cómo será ser veneciano, sentirte parte de este rito, saber que tu sangre y tus huesos descienden de la sangre y los huesos de los que han vivido y muerto aquí durante tanto tiempo.

«¡Qué poco sé de mí misma!», pienso mientras bajo los escalones y llego hasta el
traghetto
.

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