(139)
Los frailes han negado el oficio de difuntos a la diva de la Comedia del Cabo, mademoiselle Morange, cuya irreparable pérdida se llora en seis teatros y en más de seis alcobas de Haití. No merece responso ningún comediante, por ser el teatro ocupación infame, de condenación eterna; pero uno de los actores, campana en mano y crucifijo al pecho, negra sotana y tonsura reluciente, marcha cantando salmos en latín, a la cabeza del cortejo de la virtuosa difunta.
Antes de llegar al cementerio, ya la policía está corriendo al barítono y a sus cómplices, que se desvanecen en un santiamén. El gentío los ampara y los esconde. ¿Quién no siente simpatía por estos faranduleros que soplan cultas brisas de locura entre los insufribles sopores de Haití?
En los escenarios de esta colonia, la más rica de Francia, se aplauden obras recién estrenadas en París, y los teatros son como los de allá, o parecerlo quisieran. Aquí, el público se sienta según el color de la piel: al centro, el marfil; a la derecha, el cobre; y el ébano, escasos negros libres, a la izquierda.
Las gentes de fortuna asisten a los espectáculos navegando en oleajes de abanicos, pero el calor desata inundaciones bajo las empolvadas pelucas. Cada dama blanca parece una joyería: oros, perlas y diamantes dan marco de gran relumbre a los húmedos pechos, que saltan desde la seda exigiendo obediencia y deseo.
Los más poderosos colonos de Haití viven cuidándose del sol y de los cuernos. No salen de casa antes del crepúsculo, cuando el sol castiga menos, y sólo entonces se arriesgan a asomarse en sillas de manos o carrozas de muchos caballos; y es fama que las damas aman mucho y mucho enviudan.
(115 y 136)
Desde que supo caminar, huyó. Le ataron a los tobillos una pesadísima cadena, y encadenada creció; pero mil veces saltó la empalizada y mil veces la atraparon los perros en las montañas de Haití.
Con hierro caliente le marcaron la flor de lis en la mejilla. Le pusieron collar de hierro y argollas de hierro y la encerraron en el trapiche, y ella hundió los dedos entre los rodillos trituradores de caña y después, a mordiscos, se arrancó los vendajes. Para que a hierro muera volvieron a atarla, y ahora agoniza cantando maldiciones.
Zabeth, esta mujer de hierro, pertenece a la señora Galbaud du Fort, que vive en Nantes.
(90)
Está la iglesia de este pueblo hecha una lástima. El cura, recién llegado de España, resuelve que Dios no puede seguir viviendo en casa tan lúgubre y rotosa y pone manos a la obra: para levantar paredes sólidas, manda a los indios que traigan piedras desde unas ruinas de los tiempos de la idolatría.
No hay amenaza ni castigo que los haga obedecer. Los indios se niegan a mover esas piedras del lugar donde los abuelos de los abuelos adoraban a los dioses. Esas piedras no prometen nada, pero salvan del olvido.
(135 y 322)
Los indios están obligados a escupir cada vez que nombran a cualquiera de sus dioses.
Están obligados a bailar danzas nuevas, el Baile de la Conquista y el Baile de Moros y Cristianos, que celebran la invasión de América y la humillación de los infieles.
Están obligados a cubrir sus cuerpos, porque la lucha contra la idolatría es también una lucha contra la desnudez, la peligrosa desnudez que produce en quien la contempla, según el arzobispo de Guatemala,
mucha lesión en el cerebro
.
Están obligados a repetir de memoria el Alabado, el Avemaría y el Padrenuestro.
¿Se han hecho cristianos los indios de Guatemala?
El fraile doctrinero de San Andrés Itzapan no está muy seguro. Dice que ha explicado el misterio de la Santísima Trinidad doblando un paño y mostrándolo a los indios:
Mirad: un solo paño en tres dobleces. Así también Dios es uno en tres
. Y dice que los indios quedaron convencidos de que Dios es de paño.
Los indios pasean a la Virgen en andas de plumas, y llamándola Abuela de la Luz le piden cada noche que mañana traiga el sol; pero con mayor devoción veneran a la serpiente que ella aplasta bajo el pie. Ofrecen incienso a la serpiente, viejo dios que da buen maíz y buen venado y ayuda a matar enemigos. Más que a san Jorge celebran al dragón, cubriéndolo de flores; y las flores al pie del jinete Santiago rinden homenaje al caballo, no al apóstol. Se reconocen en Jesús, que fue condenado sin pruebas, como ellos; pero no adoran la cruz por ser símbolo de su inmolación, sino porque la cruz tiene la forma del fecundo encuentro entre la lluvia y la tierra.
(322)
Los indios no cumplen los ritos de pascuas si no coinciden con días de lluvia, cosecha o siembra. El arzobispo de Guatemala, Pedro Cortés Larraz, dicta un nuevo decreto amenazando a quienes olvidan, así, la salvación del alma.
Tampoco acuden los indios a misa. No responden al pregón ni a la campana; hay que buscarlos a caballo por pueblos y milpas y arrastrarlos por la fuerza. Se castiga la falta con ocho azotes, pero la misa ofende a los dioses mayas y eso puede más que el miedo al cuero. Cincuenta veces por año, la misa interrumpe el trabajo agrario, cotidiana ceremonia de comunión con la tierra. Acompañar paso a paso los ciclos de muerte y resurrección del maíz es, para los indios, una manera de rezar; y la tierra, templo inmenso, les da testimonio, día tras día, del milagro de la vida que renace. Para ellos toda tierra es iglesia y todo bosque, santuario.
Por huir del castigo en la picota de la plaza, algunos indios llegan al confesionario, donde aprenden a pecar, y se hincan ante el altar, donde comulgan comiendo al dios del maíz. Pero sólo llevan a sus hijos a la pila del bautismo después de haberlos ofrecido, monte adentro, a los antiguos dioses. Ante ellos celebran alegrías de resurrección. Todo el que nace, nace de nuevo.
El fraile entra en Huehuetenango atravesando neblinas de incienso. Él cree que los infieles están rindiendo homenaje, así, al Dios verdadero. Pero las madres cubren con mantas a los recién nacidos, para que no los enferme el cura con su mirada. El incienso no se alza por gratitud ni bienvenida, sino por exorcismo. Arde la resina del copal y ondula el humo suplicando a los antiguos dioses mayas que cesen las pestes que han traído los cristianos.
El copal, que sangra incienso, es árbol sagrado. Sagrada es la ceiba, que por las noches se vuelve mujer, y el cedro, y todos los árboles que saben escuchar las penas humanas.
(322)
Una embestida de balazos abre paso a los ochocientos soldados venidos de Holanda. La aldea cimarrona de Gado-Saby cruje y cae. Tras las cortinas de humo y fuego, los rastros de sangre se pierden al borde de la selva.
El coronel suizo Fourgeaud, veterano de las guerras de Europa, decide acampar entre las ruinas. En la anochecida, suenan voces misteriosas desde la espesura y silban tiros que obligan a los soldados a echar cuerpo a tierra.
La tropa pasa la noche cercada por disparos, insultos y canciones de desafío y victoria. Los cimarrones, invisibles, ríen a carcajadas cuando el coronel Fourgeaud, desde el suelo, promete libertad y comida a cambio de la rendición.
—
¡Muerto de hambre!
—le gritan las mil voces de la fronda—.
¡Espantapájaros!
Las voces llaman
esclavos blancos
a los soldados holandeses y anuncian que muy pronto el jefe Bonny mandará en toda esta tierra de Surinam.
Cuando el amanecer rompe el cerco, el coronel Fourgeaud descubre que sus hombres no han sido heridos por balas sino por piedritas y botones y monedas. También descubre que los cimarrones han pasado toda la noche acarreando selva adentro sacos de arroz, yuca y ñame, mientras el tiroteo de proyectiles y palabras inmovilizaba a los holandeses.
Bonny ha sido el autor de la maniobra. Bonny, caudillo de los cimarrones, no lleva en el cuerpo la marca de hierro. Su madre, esclava, huyó del lecho del amo y lo parió libre en la selva.
(264)
El capitán Peleg Clarke lleva largo tiempo regateando en la costa del África.
El barco apesta. El capitán ordena a sus marineros que suban a cubierta a los esclavos ya comprados, para bañarlos; pero no bien les quitan las cadenas, los negros saltan a la mar. Nadando hacia su tierra, los devora la corriente.
La pérdida de la mercadería lastima el honor del capitán Clarke, veterano pastor de estos rebaños, y lesiona el prestigio de los negreros de Rhode Island. Los astilleros norteamericanos se jactan de construir los barcos más seguros para el tráfico de Guinea. Sus prisiones flotantes están tan pero tan bien hechas que sólo registran una rebelión de esclavos cada cuatro años y medio, promedio cuatro veces menor que el de los franceses y dos veces menor que el de las empresas especializadas de Inglaterra.
Mucho tienen que agradecer a sus negreros las trece colonias que pronto serán Estados Unidos de América. El ron, buena medicina para el alma y para el cuerpo, se transforma en esclavos en la costa africana. Después esos negros se convierten en melaza en las islas antillanas de Jamaica y Barbados. Desde allí viaja la melaza hacia el norte y se transfigura en ron en las destilerías de Massachusetts. Y entonces nuevamente el ron atraviesa la mar hacia el África. Cada viaje se completa con ventas de tabaco, tablones, ferretería, harina y carne salada y con compras de especias en las islas. Los negros que sobran van a parar a las plantaciones de Carolina del Sur, Georgia y Virginia.
Así, el tráfico de esclavos da de ganar a los navegantes, a los comerciantes, a los prestamistas y a los dueños de astilleros, destilerías, aserraderos, saladeros, molinos, plantaciones y empresas de seguros.
(77 y 193)
Se llama
Sentido común
. El panfleto se publicó a principios de año y ha circulado por las colonias norteamericanas como agua o pan. El autor, Tom Paine, inglés venido a estas tierras hace un par de años, exhorta a declarar la independencia de una buena vez:
El derecho al propio gobierno es nuestro derecho natural. ¿Por qué dudamos?
La monarquía, dice Paine,
es una forma ridícula de gobierno
. En el mejor de los casos, Paine considera al gobierno un mal necesario; en el peor, un mal intolerable. Y la monarquía es el peor de los casos. Cualquier hombre honrado, dice,
vale más que todos los rufianes coronados que hayan existido
, y llama a Jorge III
Real Bestia de la Gran Bretaña
.
En todo el mundo, dice, la libertad es objeto de feroces cacerías. En Europa la miran como a una extraña, Asia y África la han expulsado hace tiempo y los ingleses ya le han advertido que debe irse. Paine exhorta a los colonos de América a que conviertan este suelo en refugio de hombres libres:
¡Recibid a los fugitivos y preparad a tiempo un asilo para la condición humana!
(243)
Inglaterra nunca ha prestado demasiada atención a sus trece colonias en la costa atlántica norteamericana. No tienen oro, ni plata, ni azúcar; nunca le fueron imprescindibles, nunca les impidió crecer. Ellas han caminado solas: así ha sido desde el lejano tiempo en que los peregrinos pisaron por primera vez las tierras pedregosas que llamaron Nueva Inglaterra —y era tan duro el suelo que dicen que hubo que sembrar las semillas a tiros. Ahora, en pleno desarrollo, las trece colonias inglesas necesitan correr.
Las trece colonias tienen hambre de Oeste. Muchos pioneros sueñan con lanzarse más allá de las montañas, llevando por equipaje un rifle, un hacha y un puñado de maíz; pero la corona británica ha señalado la frontera en las crestas de los Apalaches y ha reservado a los indios las tierras de más allá. Las trece colonias tienen hambre de mundo. Ya andan sus navíos por todos los mares; pero la corona británica las obliga a comprar lo que ella quiere y a vender donde ella decide.
De un tirón, rompen las ligaduras. Las trece colonias se niegan a seguir tributando obediencia y dinero al rey de una isla tan lejana. Alzan bandera propia, deciden llamarse Estados Unidos de América, reniegan del té y proclaman que el ron, producto nacional, es bebida patriótica.
Todos los hombres nacen iguales
, dice la declaración de independencia. Los esclavos, medio millón de esclavos negros, ni se enteran.
(130 y 224)
El redactor de la declaración de independencia, certificado de nacimiento de los Estados Unidos, es hombre de mil talentos y curiosidades.
Incansable lector de termómetros, barómetros y libros, Thomas Jefferson pregunta y descubre, persiguiendo la revelación de la naturaleza y queriendo abrazar todas las dimensiones del pensamiento humano. Está reuniendo una fabulosa biblioteca y un universo de piedras, fósiles y plantas; y sabe todo lo que saberse pueda sobre la filosofía neoplatónica, la gramática latina, la estructura de la lengua griega y la organización de la sociedad a través de la historia. Conoce a fondo su tierra de Virginia, cada hijo y abuelo de cada familia, cada brizna de hierba; y está al día con las novedades de la técnica en el mundo. Disfruta ensayando máquinas de vapor, nuevos modelos de arados y métodos originales para producir manteca y queso. Él ha imaginado su mansión de Monticello y la ha diseñado y construido sin error.
Los puritanos contaban la población por
almas
. Jefferson la cuenta por
individuos de la especie humana
. Dentro de la especie, los negros son casi iguales. Los negros tienen aceptable memoria y ninguna imaginación y su pobre inteligencia jamás podría entender a Euclides. Aristócrata de Virginia, Jefferson predica la democracia, una democracia de propietarios, y la libertad de pensamiento y fe; pero defiende la jerarquía del sexo y de los colores. Sus planes de educación no alcanzan a las mujeres, ni a los indios, ni a los negros. Jefferson condena la esclavitud y es, y seguirá siendo, amo de esclavos. Más lo atraen las mulatas que las blancas, pero tiene pánico a la pérdida de la pureza racial y cree que la mezcla de sangres es la peor de las tentaciones que acechan al colono blanco.