Soldados portugueses y españoles arrearon a los indios y los indios regresaron, deslizándose en la noche, hacia sus siete pueblos. Y nuevamente los indios fueron arreados y nuevamente regresaron, pero volvieron hechos viento tronador, tormenta de relámpagos incendiando fortines; y todo el mundo supo que los frailes estaban de su lado.
La voluntad del rey es voluntad de Dios
, decían los superiores de la Orden de Loyola,
voluntad impenetrable que nos pone a prueba: Cuando Abraham obedeció la voz divina, y alzó la espada sobre el cuello de su propio hijo Isaac, Dios supo enviar a un ángel para parar el golpe en el momento preciso
. Pero los sacerdotes jesuitas se negaban a inmolar a los indios y de nada sirvieron las amenazas del arzobispo de Buenos Aires, que anunció la excomunión de indios y de curas. En vano los jerarcas de la Iglesia mandaron quemar la pólvora y romper los cañones y las lanzas que en las misiones habían parado, mil veces, las arremetidas portuguesas contra la frontera española.
Larga fue la guerra de los siete pueblos contra las dos coronas. En la batalla del cerro de Caybaté, cayeron mil quinientos indios.
Las siete misiones fueron arrasadas, pero el rey de Portugal nunca pudo disfrutar la ofrenda que el rey de España le había hecho.
Los reyes no perdonaron la ofensa. Tres años después de la batalla de Caybaté, el rey de Portugal expulsó a los jesuitas de todos sus dominios. Y ahora lo imita el rey de España.
(76 y 189)
Las instrucciones llegan en sobres lacrados desde Madrid. Virreyes y gobernadores las ejecutan de inmediato, en toda América. Por la noche, de sorpresa, atrapan a los padres jesuitas y los embarcan sin demora hacia la lejana Italia. Más de dos mil sacerdotes marchan al destierro.
El rey de España castiga a los hijos de Loyola, que tan hijos de América se han vuelto, por culpables de reiterada desobediencia y por sospechosos del proyecto de un reino indio independiente.
Nadie los llora tanto como los guaraníes. Las numerosas misiones de los jesuitas en la región guaraní anunciaban la prometida tierra sin mal y sin muerte; y los indios llamaban karaí a los sacerdotes, que era nombre reservado a sus profetas.
Desde los restos de la misión de San Luis Gonzaga, los indios hacen llegar una carta al gobernador de Buenos Aires.
No somos esclavos
, dicen.
No nos gusta la costumbre de ustedes de cada cual para sí en vez de ayudarse mutuamente
.
Pronto ocurre el desbande. Desaparecen los bienes comunes y el sistema comunitario de producción y de vida. Se venden al mejor postor las mejores estancias misioneras. Caen las iglesias y las fábricas y las escuelas; las malezas invaden los yerbales y los campos de trigo. Las hojas de los libros sirven de cartuchos para pólvora. Los indios huyen a la selva o se hacen vagabundos y putas y borrachos. Nacer indio vuelve a ser insulto o delito.
(189)
En las imprentas de las misiones paraguayas se habían hecho algunos de los libros mejor editados en la América colonial. Eran libros religiosos, publicados en lengua guaraní, con letras y grabados que los indios tallaban en madera.
En las misiones se hablaba en guaraní y se leía en guaraní. A partir de la expulsión de los jesuitas, se impone a los indios la lengua castellana obligatoria y única.
Nadie se resigna a quedar mudo y sin memoria. Nadie hace caso.
Hace diez años, se gastaron las campanas de Londres celebrando las victorias del imperio británico en el mundo. La ciudad de Quebec había caído, tras intenso bombardeo, y Francia había perdido sus dominios en Canadá. El joven general James Wolfe, que mandaba el ejército inglés, había anunciado que aplastaría la plaga canadiense; pero murió sin verlo. Según las malas lenguas, Wolfe se medía al despertarse y cada día se encontraba más alto, hasta que una bala le interrumpió el crecimiento.
Ahora Frances Brooke publica en Londres una novela, «La historia de Emily Montague», que muestra a los oficiales de Wolfe conquistando corazones en la tierra conquistada a cañonazos. La autora, una inglesa gordita y simpática, vive y escribe en Canadá. A través de doscientas veintiocho cartas, cuenta sus impresiones y sus experiencias en la nueva colonia británica y entreteje unos cuantos romances entre galanes de uniforme y suspirosas jovencitas de la alta sociedad de Quebec. Las bien educadas pasiones conducen al matrimonio, previo paso por la casa de la modista, los salones de baile y los picnics en las islas. Las grandiosas cataratas y los lagos sublimes proporcionan la escenografía adecuada.
(50, 52 y 176)
Los indios conservan la mayor parte de sus antiguas supersticiones. Yo subrayaría su fe en los sueños, locura de la que no pueden curarse a pesar de las repetidas decepciones… Un salvaje nos estaba contando un sueño profético, que según él anunciaba la muerte de un oficial inglés, y yo no pude contener una sonrisa. «Ustedes, los europeos», me dijo, «son la gente menos razonable del mundo. Se burlan de nuestra fe en los sueños y sin embargo esperan que nosotros creamos cosas que son mil veces más increíbles».
(50)
A la hora en que se hincan las familias para rezar el rosario, el trisagio, la novena y las plegarias por los difuntos, se escucha el trote de la carroza del virrey marchando rumbo al teatro. Un rumor de escándalo le hace eco tras las entreabiertas celosías. Cesan los rezos, se desatan los chismes: el áspero virrey de Lima, malauva, malaleche, malasombra, ha perdido la cabeza por una cómica de los suburbios.
Noche tras noche, don Manuel de Amat y Junyent asiste a cuanta zarzuela, sainete, auto sacramental o paso de comedia tenga a Micaela Villegas meneando caderas y taconeando sobre las tablas. De la trama, ni se entera. Cuando Micaela, canela, canela fina, canela en rama, empieza a cantar arrumacos, al viejo virrey se le salta la peluca: aplaude a rabiar y acribilla el piso con el bastón. Ella le contesta revoleando ojos, sonriendo bajo el lunar imprescindible y ofreciendo los senos en reverencias de mucha lentejuela.
El virrey había sido hombre de cuartel, no de saraos. Solterón de ceño adusto, con cinco cicatrices ganadas en las guerras del norte del África, llegó a Lima para limpiar de cuatreros los caminos y expulsar a los zánganos sin oficio ni beneficio. Bajo este cielo de plomo, más techo que cielo, tuvo ganas de suicidarse; y ahorcando gente venció la tentación.
Ocho años después de su llegada, el virrey ha aprendido a robar, a comer ají rocoto y picante de cuy y a estudiar escotes con los prismáticos. La nave que lo había traído desde Valparaíso, lucía una mujer desnuda por mascarón de proa.
(26 y 245)
Como todas las limeñas, Micaela Villegas abre el escote pero esconde los pies, protegidos por minúsculos zapatos de satén blanco. Como todas, disfruta luciendo rubíes y zafiros hasta en el vientre, aunque fueran, como eran, de utilería.
Hija de mestizo provinciano y pobre, Micaela recorría las tiendas de esta ciudad por el puro placer de mirar o palpar sedas de Lyon y paños de Flandes, y se mordía los labios cuando descubría un collar de oro y brillantes en el pescuezo de un gatito de dueña linajuda.
Micaela se abrió paso en la farándula y consiguió ser, mientras durara cada función, reina, ninfa, maja o diosa. Ahora es, además, Primera Cortesana todo a lo largo del día y de la noche. La rodea una nube de esclavos negros, sus alhajas están fuera de duda y los condes le besan la mano.
Las damas de Lima se vengan llamándola Perricholi. Así la bautizó el virrey, por decirle
perra chola
con su boca sin dientes. Cuentan que así la maldijo, a modo de conjuro, mientras la subía por la escalerita hacia su alto lecho, porque ella le despertó peligrosos pánicos y quemazones y mojadumbres y sequedades que lo devolvieron, temblando, a sus años remotos.
(93, 245 y 304)
Con la lechera, a las siete, nace el bullicio de Lima. En olor de santidad llega, detrás, la vendedora de tisanas.
A las ocho pasa el vendedor de cuajadas.
A las nueve, otra voz ofrece confites de canela.
A las diez, los tamales buscan bocas que alegrar.
Las once son horas de melones y confites de coco y maíz tostado.
Al mediodía, pasean por las calles los plátanos y las granadillas, las piñas, las lechosas chirimoyas de terciopelo verde, las paltas prometiendo suave pulpa.
A la una llegan los pasteles de miel caliente.
A las dos, la picaronera anuncia picarones, buñuelos que invitan al atraganto, y tras ella avanzan las humitas, rociadas de canela, que no hay lengua que olvide.
A las tres aparece el vendedor de anticuchos, corazones destrozados, seguido por los pregoneros de la miel y el azúcar.
A las cuatro, la picantera vende especias y fuegos.
Marca las cinco el cebiche, pez crudo penetrado de limón.
A las seis, nueces.
A las siete, mazamorras puestas a punto por la intemperie en los tejados.
A las ocho, los helados de muchos sabores y colores abren de par en par, ráfaga fresca, las puertas de la noche.
(93 y 245)
Grandes cajas llegan a palacio desde los desiertos incandescentes del Perú. El monarca español lee el informe del funcionario que las envía: ésta es la tumba completa de un rey mochica, muy anterior a los incas; los herederos de los mochicas y de los chimús viven ahora en espantosa penuria y son cada vez menos; sus valles están en manos de
un puñado de malos españoles
.
Se abren las cajas. Un rey de hace mil setecientos años aparece a los pies de Carlos III. Tiene dientes, uñas y pelo invictos todavía, y carne de pergamino pegada a los huesos, y resplandece de oro y plumería su majestuosa vestidura. El cetro, un dios del maíz con guirnaldas de plantas, acompaña al remoto visitante; y también han viajado a Madrid las vasijas que estaban enterradas con él.
El rey de España contempla, atónito, las cerámicas que rodeaban al colega difunto. Yacía el rey de los mochicas con el placer alrededor: las cerámicas representan parejas de amantes que se abrazan y se entran de mil maneras, ignorantes del pecado original, gozando sin saber que por culpa de ese acto de desobediencia hemos sido condenados a vivir en la tierra.
(355)
Se agrietan en Europa los venerables muros de catedrales y palacios. La burguesía embiste, armada de máquinas de vapor y volúmenes de la Enciclopedia y otros imparables arietes de la revolución industrial.
De París brotan las desafiantes ideas que, volando sobre el populacho necio, dan su sello al siglo. Tiempos del
furor de aprender y la fiebre de inteligencia
: el Siglo de las Luces levanta a la razón humana, razón de la minoría que piensa, contra los dogmas de la Iglesia y los privilegios de la nobleza. La condenación, la persecución y el destierro no hacen más que estimular a los sabios hijos de los filósofos ingleses y del fecundo Descartes,
el que empezó por dudar de todo
.
Ningún tema resulta ajeno a los filósofos de la Ilustración, desde la ley de gravedad hasta el celibato eclesiástico. La institución de la esclavitud merece sus continuos ataques. La esclavitud contradice a la naturaleza, sostiene Denis Diderot, director de la
Enciclopedia, Diccionario Razonado de las Ciencias, de las Artes y de los Oficios
; un hombre no puede ser propiedad de su amo por la misma razón que un niño no puede ser propiedad de su padre, ni una mujer de su marido, ni un sirviente de su patrón, ni un súbdito de su rey, y quien crea lo contrario está confundiendo personas con cosas. Helvetius ha dicho que
no llega a Europa barrica de azúcar que no esté teñida de sangre humana
; y Cándido, el personaje de Voltaire, ha encontrado en Surinam a un esclavo sin una mano, que se la comió el molino de cañas, y sin una pierna, que se la cortaron por fugarse:
—A este precio comen ustedes azúcar en Europa.
Si admitimos que los negros son seres humanos, admitimos cuán poco cristianos somos, dice Montesquieu. Toda religión que bendiga la esclavitud merece que la prohíban, afirma el abate Raynal. A Juan Jacobo Rousseau, la esclavitud lo avergüenza de ser hombre.
(95 y 98)
Más que un crimen, la esclavitud es un error económico, dicen los fisiócratas.
En la última entrega de
las Efemérides del Ciudadano
, Pierre Dupont de Nemours explica que la esclavitud perpetúa los métodos arcaicos de cultivo y frena el desarrollo de las colonias francesas en las Antillas y en tierra firme de América. A pesar de la incesante reposición de la mano de obra gastada, la esclavitud implica un desperdicio y un deterioro del capital invertido. Dupont de Nemours propone que se reconozcan como elementos de cálculo las pérdidas que provocan la temprana mortalidad de los esclavos, los incendios de los cimarrones y los gastos de la continua guerra contra ellos, la pésima preparación de las cosechas y las herramientas que se estropean por ignorancia o mala voluntad. La mala voluntad y la pereza, dice, son armas que el esclavo emplea para recuperar una parte de su persona robada por el amo; y la ineptitud responde a la absoluta falta de estímulo para el desarrollo de la inteligencia. Es la esclavitud, no la naturaleza, la que hace al esclavo.
Sólo la mano de obra libre resulta eficazmente productiva, según los filósofos economistas de la escuela fisiocrática. Ellos creen que la propiedad es sagrada, pero únicamente en libertad puede realizarse a plenitud la producción de valor.
Su Majestad ha considerado que una tal gracia tendería a destruir la diferencia que la naturaleza ha interpuesto entre blancos y negros, y que el prejuicio político se ha cuidado de mantener como una distancia que jamás podrán salvar las gentes de color y sus descendientes; en fin, que interesa al buen orden no debilitar el estado de humillación congénito a la especie, en cualquier grado en que ella se perpetúe; prejuicio tanto más útil cuanto está en el corazón mismo de los esclavos y contribuye de principal manera al propio reposo de las colonias…