Al caer la noche, Manuela se divierte arrojando desperdicios a los perros vagabundos, que ella ha bautizado con los nombres de los generales que fueron desleales a Bolívar. Mientras Santander, Páez, Córdoba, Lamar y Santa Cruz disputan los huesos, ella enciende su cara de luna, cubre con el abanico su boca sin dientes y se echa a reír. Ríe con todo el cuerpo y los muchos encajes volanderos.
Desde el pueblo de Amotape viene, a veces, un viejo amigo. El andariego Simón Rodríguez se sienta en una mecedora, junto a Manuela, y los dos fuman y charlan y callan. Las personas que más quiso Bolívar, el maestro y la amante, cambian de tema si el nombre del héroe se cuela en la conversación.
Cuando don Simón se marcha, Manuela pide que le alcancen el cofre de plata. Lo abre con la llave escondida en el pecho y acaricia las muchas cartas que Bolívar había escrito
a la única mujer
, gastados papeles que todavía dicen:
Quiero verte y reverte y tocarte y sentirte y saborearte…
Entonces pide el espejo y se cepilla largamente el pelo, por si él viene a visitarla en sueños.
(295, 298 y 343)
Don Simón, tan luego vio entrar al cura de Amotape, se incorporó en la cámara, se sentó, hizo que el cura se acomodara en la única silla que había y comenzó a hablarle algo así como una disertación materialista. El cura quedó estupefacto, y apenas tenía ánimo para pronunciar algunas palabras tratando de interrumpirlo…
(298)
A falta de editor, el poeta paga de su bolsillo la edición de
Hojas de hierba
. Waldo Emerson, teólogo de la Democracia, bendice el libro, pero la prensa lo ataca por prosaico y obsceno.
En la grandiosa elegía de Walt Whitman, rugen las multitudes y las máquinas. El poeta abraza a Dios y a los pecadores y abraza a los indios y a los pioneros que los aniquilan, abraza al esclavo y al amo, a la víctima y al verdugo. Todo crimen se redime en el éxtasis del nuevo mundo, América musculosa y avasallante, sin deuda alguna que pagar al pasado, vientos del progreso que hacen al hombre camarada del hombre y le desencadenan la virilidad y la belleza.
(358)
El barbudo navegante es un escritor sin lectores. Hace cuatro años publicó la historia del capitán que persigue a la ballena blanca por los mares del universo, arpón de sangre en busca del Mal, y nadie le ha prestado mayor atención.
En estos tiempos de euforia, en estas tierras norteamericanas en plena expansión, desentona la voz de Herman Melville. Sus libros desconfían de la
Civilización, que atribuye al salvaje el papel del Demonio y lo obliga a desempeñarlo —como el capitán Ahab hace con Moby Dick en la inmensidad del océano. Sus libros rechazan la Verdad única y obligatoria que unos hombres, creyéndose elegidos, imponen a los demás. Sus libros dudan del Vicio y de la Virtud, sombras de la misma nada, y enseñan que el sol es la única lámpara digna de confianza.
(211 y 328)
La tierra no es hermana del hombre blanco, sino su enemiga. Cuando la ha conquistado, sigue su camino. Pero todas las cosas están conectadas. Lo que acontece a la tierra, acontece a los hijos de la tierra…
El estrépito de las ciudades me insulta los oídos…
El aire es algo precioso para el hombre de piel roja. Porque todos compartimos el mismo aliento: los animales, los árboles, las personas. Al cabo de varios días, el moribundo no siente el hedor de su cuerpo…
Poco importa dónde pasaremos el resto de nuestros días. No son muchos. Unas pocas horas más, unos pocos inviernos. Los blancos también pasarán. Quizás antes que otras tribus. Continúen ustedes contaminando su cama y una noche morirán sofocados por sus propios desperdicios.
(229)
¿Acaso alguien escucha al viejo jefe Seattle? Los indios están condenados, como los búfalos y los alces. Quien no muere de tiro, muere de hambre o pena. Desde la reservación donde languidece, el viejo jefe Seattle habla en soledad sobre usurpaciones y exterminios y dice quién sabe qué cosas acerca de la memoria de su pueblo circulando por la savia de los árboles.
Zumba el Colt. Como el sol, los pioneros blancos marchan hacia el oeste. Una luz de diamante los guía desde las montañas. La tierra prometida rejuvenece a quien le clava el arado para fecundarla. En un santiamén brotan calles y casas en la soledad habitada por cactus, indios y serpientes. El clima, dicen, es tan pero tan sano, que para inaugurar los cementerios no hay más remedio que bajar a alguien de un balazo.
El capitalismo adolescente, embestidor y glotón, transfigura lo que toca. Existe el bosque para que el hacha lo derribe y el desierto para que lo atraviese el tren; el río vale la pena si contiene oro y la montaña si alberga carbón o hierro. Nadie camina. Todos corren, urgentes, urgidos, tras la errante sombra de la riqueza y el poder. Existe el espacio para que lo derrote el tiempo, y el tiempo para que el progreso lo sacrifique en sus altares.
(218)
El hijo de Tennessee fusila en caliente y entierra sin epitafio. Tiene ojos de ceniza. No ríe ni bebe. Come por cumplir. No se le ha visto mujer, desde que murió su novia sordomuda; y Dios es su único amigo digno de confianza. Se hace llamar el Predestinado. Viste de negro. Detesta que lo toquen.
William Walker, caballero del Sur, se proclama presidente de Nicaragua. Las alfombras rojas cubren la Plaza Mayor de Granada. Relumbran las trompetas al sol. La banda toca marchas militares norteamericanas, mientras Walker se hinca y jura con una mano sobre la Biblia. Veintiún cañonazos lo saludan. Pronuncia su discurso en inglés y después alza un vaso de agua y brinda por el presidente de los Estados
Unidos, su compatriota y estimado colega. El embajador norteamericano, John Wheeler, compara a Walker con Cristóbal Colón.
Walker llegó a Nicaragua el año pasado, a la cabeza de la Falange de los Inmortales.
Ordenaré la muerte de todo aquel que se oponga a la marcha imperial de mis fuerzas.
Como cuchillo en la carne entraron los filibusteros reclutados en los muelles de San Francisco y Nueva Orleans.
El nuevo presidente de Nicaragua restablece la esclavitud, abolida en Centroamérica hace más de treinta años, y reimplanta el tráfico negrero, el régimen de servidumbre y el trabajo forzado. Decreta que el inglés es el idioma oficial de Nicaragua y ofrece tierras y brazos a los norteamericanos blancos que quieran venir.
(154, 253 y 314)
Five or none.
Nicaragua era poco. William Walker quería conquistar toda Centroamérica.
Los cinco jirones de la patria de Morazán, unidos contra el pirata, le trituran la tropa. Muchos norteamericanos mata la guerra popular; y más mata el cólera morbus, que arruga y agrisa y fulmina.
El mesías de la esclavitud, batido en derrota, atraviesa el lago de Nicaragua. Lo persiguen bandadas de patos y enjambres de moscas contagiadoras de la peste.
Antes de volverse a los Estados Unidos, Walker decide castigar a la ciudad de Granada. Que nada de ella quede vivo. Ni sus gentes, ni sus casas de tejas de barro, ni sus calles de naranjos en la arena.
Se alzan al cielo las llamaradas.
Al pie de los muelles en ruinas, hay una lanza clavada. Como bandera triste cuelga de la lanza un retazo de cuero. En letras grabadas al rojo, se lee, en inglés:
Aquí fue Granada.
(154 y 314)
Los enemigos de la civilización americana —porque tales son los enemigos de la esclavitud— parecen ser más listos que los amigos.
El Sur debe hacer algo por la memoria de los valientes que descansan bajo la tierra de Nicaragua. En defensa de la esclavitud aquellos hombres abandonaron sus hogares, arrostraron con calma y constancia los peligros de un clima tropical y por último dieron la vida… Si todavía hay vigor en el Sur —¿y quién lo duda?— para seguir luchando contra los soldados antiesclavistas, que sacuda la modorra que lo embarga y se prepare de nuevo para el conflicto.
El verdadero campo para ejercer la esclavitud es la América tropical; allí está el natural asiento de su imperio y allí puede desarrollarse con sólo hacer el esfuerzo…
(356)
Aquí, en el valle donde nace el río, entre las altas rocas de Arizona, está el árbol que cobijó a Gerónimo hace treinta años. Él acababa de brotar del vientre de la madre y fue envuelto en la manta. Colgaron la manta de una rama. El viento mecía al niño mientras una vieja voz suplicaba al árbol:
—Que viva y crezca para verte dar frutos muchas veces.
Este árbol está en el centro del mundo. Parado a su sombra, Gerónimo jamás confundirá el norte con el sur ni el mal con el bien.
Alrededor se abre el vasto país de los apaches. En estas hoscas tierras viven desde que el primero de ellos, el hijo de la tormenta, vistió las plumas del águila que había vencido a los enemigos de la luz. Aquí jamás han faltado animales que cazar, ni hierbas para curar a los enfermos, ni cavernas rocosas donde yacer después de la muerte.
Unos raros hombres han llegado de a caballo, cargando largas cuerdas y muchos bastones. Tienen la piel como desangrada y hablan un idioma jamás escuchado. Clavan en la tierra señales de colores y hacen preguntas a una medalla blanca que les contesta moviendo una aguja.
Gerónimo no sabe que estos hombres han venido a medir las tierras apaches para venderlas.
Los apaches habían ido sin armas al mercado de Kaskiyeh, tierras del sur entre Sonora y Casas Grandes, a cambiar por víveres las pieles de búfalo y de ciervo. Los soldados mexicanos les arrasaron el campamento y se llevaron los caballos. Entre los muertos, yacen la madre y la mujer de Gerónimo, y sus tres hijos.
Gerónimo no dice nada mientras sus compañeros se reúnen y tristemente votan: están cercados, desarmados, sólo pueden irse.
Sentado junto al río, inmóvil, ve marchar a los suyos tras los pasos del jefe Mangas Coloradas. Aquí quedan los muertos. Por fin, Gerónimo parte también, con la cabeza vuelta hacia atrás. Sigue a su gente
a la distancia justa para oír el suave roce de los pies de los apaches en retirada.
Durante el largo viaje hacia el norte, no abre la boca. Al llegar a su tierra, quema su casa de pieles y la casa de su madre y todas sus cosas y las cosas de su mujer y de su madre y quema los juguetes de sus hijos. Después, de espaldas a la fogata, echa hacia atrás la cabeza y canta una canción de guerra.
(24)
Su cuerpo dolorido estaba queriendo mezclarse con la tierra americana. Aimé Bonpland supo que en ella acabaría, para continuar en ella, desde aquel lejano día en que desembarcó junto a Humboldt en las costas del Caribe.
Bonpland muere de su muerte, en rancho de barro y paja, serenamente, sabiendo que no mueren las estrellas ni dejarán de nacer las hormigas y las gentes, y que nuevos tréboles habrá, y nuevas naranjas o soles en las ramas; y que los potrillos, recién alzados sobre sus patas de zancudos, estirarán el pescuezo buscando teta. El viejo dice adiós al mundo como un niño se despide del día a la hora de dormir.
Después, un borracho apuñala el cadáver; pero la siniestra imbecilidad humana es un detalle que carece de importancia.
Mi padre no me puso con los ricos, no me puso con los generales ni con los que tienen dinero, ni con los que dicen tenerlo
—había anunciado en Yucatán la Madre de las Cruces, la que brotó de la caoba junto al manantial; y cuando los soldados voltearon la caoba a golpes de hacha y quemaron la crucecita vestida por los indios, ya ella había tenido hijas. De cruz en cruz ha sobrevivido la palabra:
—Con los pobres me puso mi padre, porque yo soy pobre.
En torno a la cruz, a las cruces, ha crecido Chan Santa Cruz, el gran santuario de los mayas rebeldes en la selva de Yucatán.
Los soldados de la expedición del coronel Acereto penetran sin resistencia. No encuentran ni un indio y quedan con la boca abierta: los mayas han alzado una inmensa iglesia de macizas paredes y alta bóveda, la Casa de Dios, la Casa del Dios-Tigre, y en la torre se balancean las campanas arrancadas de Bacalar.
En la ciudad sagrada, vacía de gente, todo da miedo. Hay poca agua en las cantimploras, pero el coronel Acereto prohíbe beber de los pozos. Hace seis años, otros soldados bebieron y vomitaron y murieron mientras los indios preguntaban, desde la floresta, si estaba fresca el agua.
Los soldados esperan y desesperan y van pasando los días. Mientras tanto, desde cien aldeas y mil milpas acuden los indios. Traen un fusil o un machete y un saquito de harina de maíz. Concentran fuerzas en la espesura; y cuando el coronel Acereto decide retirarse, le barren la tropa de un soplido.
La orquesta, que ha sido capturada intacta, enseñará música a los niños y tocará polcas en la iglesia, donde vive y habla la cruz, rodeada de dioses mayas. Allí, en la iglesia, el pueblo comulga con tortillas de maíz y miel y una vez por año elige a los intérpretes de la cruz y a los jefes de la guerra, que lucen arete de oro pero cultivan el maíz como cualquiera.
(273 y 274)
A trece muertos por kilómetro de vía se ha construido en Cuba el ferrocarril que lleva azúcar desde los campos de Güines hasta el puerto de La Habana, muertos africanos, irlandeses, canarios y chinos de Macao, esclavos o miserables jornaleros traídos desde lejos por los traficantes —y el auge del azúcar exige más y más.