Hace diez años, llegó a Cuba el primer cargamento de esclavos mayas de Yucatán. Ciento cuarenta indios, prisioneros de guerra, fueron vendidos a veinticinco pesos por cabeza; los niños, gratis. Después el presidente mexicano Santa Anna otorgó el monopolio del tráfico al coronel Manuel María Jiménez y el precio subió a ciento sesenta pesos por hombre, ciento veinte por mujer y ochenta por niño. La guerra maya ha continuado y con ella los préstamos cubanos en dinero y fusiles: el gobierno de Yucatán cobra un impuesto por esclavo vendido y así paga con indios la guerra contra los indios.
El poeta español José Zorrilla ha comprado, en el puerto de Campeche, una partida de indios para vender en Cuba. Estaba todo listo para el embarque cuando la fiebre amarilla mató en La Habana a su socio capitalista, Cipriano de las Cagigas, y ahora el autor de
Don Juan Tenorio
se consuela escribiendo versos en un cafetal.
(222 y 273)
Pronto la ciudad de La Habana celebrará sus juegos florales. Los intelectuales del Ateneo proponen un gran tema central: ellos quieren que el certamen literario se consagre a pedir a España sesenta mil esclavos nuevos. Los poetas respaldarían, así, el proyecto de importación de negros, que cuenta ya con el apoyo del «Diario de la Marina» y la bendición legal del fiscal de la Audiencia.
Faltan brazos para el azúcar. Son escasos y caros los negros que entran, de contrabando, por las playas de Mariel, Cojímar y Batabanó. Tres dueños de ingenios han redactado el proyecto porque
Cuba yace exhausta y desolada
y suplican a las autoridades españolas
recojan sus lastimeros ayes y la provean de negros
, esclavos mansos y leales a quienes
Cuba debe su prosperidad económica
. Será fácil, aseguran, traerlos desde el África:
Ellos correrán gozosos hacia los buques españoles, cuando los vean llegar.
(222 y 240)
Las rejas de La Habana lucen volutas de hierro y las columnas, caracoles de yeso; las mamparas, encajes de madera; los vitrales, colas de pavo real. Luce arabescos el lenguaje de los doctores y los frailes. Los poetas persiguen rimas jamás usadas y los prosistas adjetivos de mucho retumbe. Los oradores persiguen el punto, el punto saltarín y fugitivo: el punto asoma detrás del adverbio o el paréntesis y el orador le arroja palabras y palabras; se estira el discurso queriendo alcanzarlo, pero el punto huye siempre más allá, y así continúa la persecución al infinito.
Los libros de contabilidad hablan, en cambio, el áspero lenguaje de la realidad. En los ingenios de azúcar de toda Cuba, se registra el nacimiento o la compra de cada esclavo negro como el ingreso de un bien mueble, y se le calcula un ritmo de depreciación del tres por ciento anual. La enfermedad de un hombre equivale al desperfecto de una válvula y el fin de una vida es como la pérdida de una cabeza de ganado:
Las reses matadas son toros. Se malogró una puerca de la ceiba. Ha muerto el negro Domingo Mondongo.
(222)
Cerca de la ciudad de Washington ocurre la primera batalla de la guerra civil. Numeroso público había acudido, en carruajes o a lomo de caballo, a presenciar el espectáculo. No bien empieza a correr la sangre, huye el gentío en estampida, aullando de pánico, desbocando caballos; y pronto las calles de la capital se llenan de mutilados y moribundos.
Dos países opuestos habían compartido hasta ahora el mapa, la bandera y el nombre de los Estados Unidos. Un diario del sur informó en la sección
Noticias del extranjero
que Abraham Lincoln había ganado las elecciones. Al mes, los estados sureños formaron país aparte y se desencadenó la guerra.
Lincoln, el nuevo presidente, encarna los ideales del norte. En su campaña ha anunciado que no se puede seguir siendo mitad libre y mitad esclavo y ha prometido granjas en lugar de latifundios y más altas tarifas contra la competencia de la industria europea.
Norte y sur: dos espacios, dos tiempos. Al norte, fábricas que ya producen más que los campos, incesantes inventores creando el telégrafo eléctrico y la máquina de coser y la cosechadora, nuevas ciudades brotando por todas partes, un millón de habitantes en Nueva York y muelles donde ya no caben los barcos repletos de europeos desesperados en busca de patria nueva. Al sur, el abolengo y la nostalgia, los campos de tabaco, las vastas plantaciones de algodón: cuatro millones de esclavos negros produciendo materia prima para las hilanderías inglesas de Lancashire y Manchester, caballeros batiéndose a duelo por el honor mancillado de la hermana o el buen nombre de la familia y damas paseándose en calesa por los campos en flor y desmayándose en las verandas de los palacios a la hora del crepúsculo.
(70)
Echado contra un muro, las piernas cruzadas en el suelo, un joven soldado mira sin ver. La barba, de varios meses, aplasta el cuello abierto de la guerrera. Una mano del soldado acaricia la cabeza de un perro que duerme sobre sus rodillas.
John Geyser, recluta de Pennsylvania, se dibuja y dibuja a sus compañeros mientras la guerra mata. Por un instante los detiene el lápiz en el camino hacia la fosa excavada entre cañonazos: los soldados cargan el rifle, o lo limpian, o comen la ración de galleta y tocino, o tristemente miran: tristemente miran sin ver o quizás viendo más allá de lo que miran.
(69)
es el nuevo nombre de México según la prensa de París. El ejército de Napoleón III embiste y conquista la capital y las principales ciudades.
En Roma, el papa salta de alegría. El gobierno de Benito Juárez, desalojado por los invasores, era culpable de blasfemia contra Dios y sus propiedades en México. Juárez había dejado desnuda a la Iglesia, despojándola de sus sagrados diezmos, de sus latifundios vastos como el cielo y del amoroso abrigo del Estado.
Los conservadores se suman a los conquistadores. Veinte mil soldados mexicanos ayudan a los treinta mil soldados de Francia, que vienen de asaltar Crimea, Argelia y Senegal. Napoleón III se apodera de México invocando el espíritu latino, la cultura latina y la raza latina, y exigiendo de paso el pago de un inmenso y fantasmal empréstito.
De la nueva colonia se hará cargo Maximiliano de Austria, uno de los muchos príncipes sin trabajo en Europa, acompañado por su mujer despampanante.
(15)
Napoleón III se romperá la crisma en el asunto de México, si es que no le ahorcan antes
—anuncia un profeta sabio y pobretón, que vive de prestado en Londres.
Mientras corrige y pule los borradores de una obra que va a cambiar el mundo, Karl Marx no pierde detalle de cuanto en el mundo sucede. En cartas y artículos llama imperial Lazarillo de Tormes al tercer Napoleón y a la invasión de México infame empresa. Denuncia también a Inglaterra y a España, que quisieran repartirse con Francia el territorio de México como botín de guerra, y a todas las naciones ladronas de naciones, acostumbradas a enviar al matadero a miles y miles de hombres para que los usureros y los traficantes amplíen el campo de sus negocios.
Marx ya no cree que la expansión imperial de los países más desarrollados sea una victoria del progreso sobre el atraso. Hace quince años, en cambio, no había discrepado con Engels cuando Engels aplaudió la Invasión de México por los Estados Unidos, creyendo que así se harían proletarios los campesinos mexicanos y caerían del pedestal los obispos y los señores feudales.
(129 y 201)
Una marea de indios sublevados ha devuelto el poder a Belzu. Manuel Isidoro Belzu,
el tata Belzu,
vengador del pobrerío, verdugo de doctores, regresa a La Paz en oleaje de multitudes.
Mientras gobernó, hace unos años, la capital de Bolivia estuvo donde él estaba, en el anca de su caballo; y los dueños del país, que desataron contra él más de cuarenta golpes militares, no consiguieron voltearlo. Lo odiaban los mercaderes extranjeros, porque Belzu les prohibió la entrada y amparó a los artesanos de Cochabamba ante la invasión de ponchos fabricados en Inglaterra. Le tuvieron terror los leguleyos de Chuquisaca, por cuyas venas corre tinta o agua; y también conspiraron contra él los señores de las minas, que jamás pudieron dictarle un decreto.
Belzu, enjuto y bello, ha vuelto. Entra en palacio de a caballo, a paso suave, como navegando.
(172)
Ha sonado ya la hora de pedir a la aristocracia sus títulos y a la propiedad privada sus fundamentos… La propiedad privada es la fuente principal de la mayor parte de los delitos y crímenes en Bolivia, es la causa de la lucha permanente entre los bolivianos, es el principio dominante de aquel egoísmo eternamente condenado por la moral universal. ¡No más propiedad, no más propietarios, no más herencias! ¡Abajo aristócratas! ¡La tierra sea para todos! ¡Basta de explotación del hombre por el hombre!
(213)
Mariano Melgarejo, el más feroz enemigo de Belzu, es un hércules capaz de cargar un caballo al hombro. Nació en Tarata, alta tierra de altas hierbas, de padre que ama y huye. Nació un domingo de Pascua:
—Dios me ha escogido para nacer mientras Él resucitaba.
Antes de aprender a caminar, supo galopar los caballos que asomaban la cabeza en el verdor; y antes que la teta materna conoció la chicha que hace rodar o volar, la mejor chicha de Bolivia, leche de Tarata, maíz mascado y escupido por las viejas de más picara saliva. No sabía ni firmar cuando ya no había quien lo parara en las cargas guerreras a todo miedo, cuerpo a cuerpo, la casaca en jirones, alzando y partiendo gente a golpes de puño, lanza o sable.
A muchos ha desgraciado. Ha matado en día claro y en noche sin luna, eterno sublevado, buscabronca, y dos veces ha sido condenado a muerte. Entre farras y jaleos, ha conocido el destierro y el poder. Anteanoche dormía en el trono y anoche en las arrugas de los cerros. Ayer entró en esta ciudad de La Paz a la cabeza de su ejército, montado sobre un cañón enorme, el poncho rojo flameando como bandera; y hoy atraviesa la plaza sombrío y solo.
(85)
Es la hora de Belzu. Melgarejo, el vencido, viene a rendirse. Melgarejo atraviesa la plaza, atraviesa el griterío:
—¡Viva Belzu!
En el vasto salón del primer piso, Belzu aguarda. Melgarejo entra al palacio. Sin levantar la mirada, la barba negra aplastada contra su pecho de toro, sube las escaleras. La multitud vocifera en la plaza:
—¡Viva Belzu! ¡Tata Belzu!
Melgarejo camina hacia Belzu. El presidente se levanta, abre los brazos:
—Te perdono.
A través de las ventanas abiertas, truenan las voces:
—¡Tata Belzu!
Melgarejo se deja abrazar y dispara. Suena el balazo, suena el cuerpo contra el piso.
El vencedor sale al balcón. Muestra el cadáver, lo ofrece:
—¡Belzu ha muerto! ¿Quién vive?
(85)
Los soldados del norte, en pleno avance arrollador, esperan la orden para el asalto final. En eso, una nube de polvo se alza y crece desde las líneas enemigas. Del hambriento y despedazado ejército de los grises, se desprende un jinete. Trae un trapo blanco atado a un palo.
En las últimas batallas, los soldados del sur llevaban sus nombres escritos en la espalda, para que los reconocieran entre los muertos. El sur, arrasado, había perdido la guerra, y la continuaba por obstinado sentido del honor.
Ahora el general vencido, Robert Lee, entrega con mano enguantada su espada guarnecida de rubíes. El general vencedor, Ulysses Grant, sin sable ni insignias, desabrochada la guerrera, fuma o masca un cigarro.
La guerra ha terminado, la esclavitud ha terminado. Con la esclavitud han caído los muros que impedían el pleno desarrollo de la industria y la expansión del mercado nacional en los Estados Unidos. Seiscientos mil jóvenes han muerto en batalla. Entre ellos, la mitad de los negros que han vestido el uniforme azul en los batallones del norte.
(70)
Abe viene desde Kentucky. Allá el padre alzó el hacha y descargó el martillo y la cabaña tuvo paredes y techo y lechos de hojarasca. Cada día el hacha cortaba leña para el fuego y un día el hacha arrancó del bosque la madera necesaria para que la madre de Abe fuera enterrada bajo la nieve. Abe era muy niño mientras el martillo golpeaba esos clavos de madera. La madre nunca más haría pan blanco los sábados, ni parpadearían nunca más aquellos ojos siempre perplejos, de modo que el hacha trajo madera para construir una balsa y el padre se llevó a los hijos hacia Indiana por el río.
Viene desde Indiana. Allá Abe dibujó con un tizón sus primeras letras y fue el mejor leñador del distrito.
Viene desde Illinois. En Illinois amó a una mujer llamada Ann y casó con otra llamada Mary, que hablaba francés y había inaugurado la moda del miriñaque en la ciudad de Springfield. Mary decidió que Abe sería presidente de los Estados Unidos. Mientras ella paría hijos varones, él escribía discursos y algún poema a la memoria, triste isla, mágica isla bañada en luz líquida.
Viene desde el Capitolio, en Washington. Asomado a la ventana, veía el mercado de esclavos, una suerte de establo donde estaban los negros encerrados como caballos.
Viene desde la Casa Blanca. Llegó a la Casa Blanca prometiendo reforma agraria y protección para la industria y proclamando que quien priva a otro de su libertad no es digno de disfrutarla. Entró en la Casa Blanca jurando que gobernaría de tal manera que todavía tendría un amigo dentro de sí cuando ya no tuviera amigos. Gobernó en guerra y en guerra cumplió todas sus promesas. Al amanecer se lo veía en zapatillas, parado en la puerta de la Casa Blanca, esperando el periódico.