No somos industriales ni navegantes y la Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos en cambio de nuestras materias primas.
(310)
Desde su sillón de la Academia Francesa hasta los muelles del río de la Plata, navega el poeta Xavier Marmier.
Las grandes potencias europeas han llegado a un acuerdo con Rosas. Ya se ha levantado el bloqueo de Buenos Aires. Marmier cree que camina por la rué Vivienne cuando recorre la calle Perú. En las vidrieras, encuentra sedas de Lyon y el «Journal de Modes», novelas de Dumas y Sandeau y poesías de Musset; pero a la sombra de los portales del Cabildo deambulan negros descalzos, con uniforme de soldados, y resuena en el pavimento el trote de un gaucho.
Alguien explica a Marmier que ningún gaucho desgracia a nadie sin antes besar la hoja del cuchillo y jurar por la Inmaculada; y si el difunto era hombre querido, el degollador lo monta en su caballo y lo ata al recado para que entre jineteando al cementerio. Más allá, en las plazas suburbanas, Marmier descubre las carretas, navíos de la pampa, que de tierra adentro traen cueros y trigo y a la vuelta llevan paños y licores llegados desde El Havre o Liverpool.
El poeta cruza el río. Hace siete años que Montevideo sufre sitio por la espalda, acosada por el ejército gaucho del general Oribe, pero la ciudad sobrevive de cara al río-mar, gracias a los navíos franceses que derraman sobre los muelles mercaderías y dineros. Uno de los periódicos montevideanos se llama «Le Patriote Frangais» y es francesa la mayoría de la población. En el refugio de los enemigos de Rosas, anota Marmier,
los ricos se han vuelto pobres y todos se han vuelto locos.
Una onza de oro paga un galán por prender una camelia a la cabellera de su novia y la dueña de casa ofrece a la visita un ramo de madreselvas ceñido en aro de plata, rubíes y esmeraldas. Para las damas de Montevideo, la guerra entre las vanguardistas y las conservadoras parece más importante que la guerra contra los campesinos uruguayos, guerra de verdad que mata gente. Las vanguardistas llevan el pelo cortísimo y las conservadoras lucen frondoso rulerío.
(196)
Alejandro Dumas se arremanga los puños de fina batista y de un plumazo escribe las épicas páginas de «Montevideo o la nueva Troya».
El novelista, hombre de fantasía y glotonería, ha cotizado en cinco mil francos esta profesional proeza de la imaginación. Llama
montaña
al humilde cerro montevideano y convierte en epopeya griega a la guerra de los mercaderes extranjeros contra la caballería gaucha. Las huestes de Giuseppe Garibaldi, que pelean por Montevideo, no llevan al frente la bandera del Uruguay sino la clásica calavera pirata con las tibias cruzadas sobre fondo negro; pero en la novela que Dumas escribe por encargo no hay más que mártires y titanes en la defensa de la ciudad casi francesa.
(101)
En el puerto de Montevideo ha nacido Isidoro Ducasse. Una doble muralla de fortificaciones separa del campo a la ciudad sitiada. Isidoro crece aturdido por los cañonazos y viendo pasar moribundos que cuelgan de los caballos.
Sus zapatos caminan hacia la mar. Plantado en la arena, cara al viento, él pregunta a la mar adónde se va la música después que sale del violín, y adónde se va el sol cuando llega la noche, y adónde los muertos. Isidoro pregunta a la mar adónde se fue la madre, aquella mujer que él no puede recordar, ni debe nombrar, ni sabe imaginar. Alguien le ha dicho que los demás muertos la echaron del cementerio. Nada contesta la mar, que tanto conversa; y el niño huye barranca arriba y llorando abraza con todas sus fuerzas un árbol enorme, para que no se caiga.
(181)
Tres años largos de guerra india en Yucatán. Más de ciento cincuenta mil muertos, cien mil huidos. La población se ha reducido a la mitad.
Uno de los capitanes de la rebelión, el mestizo José María Barrera, conduce a los indios hasta una gruta en lo más remoto de la selva. Allí el manantial ofrece agua fresca, a la sombra de una altísima caoba. De la caoba ha nacido la pequeña cruz que habla.
Dice la cruz, en lengua maya:
—Ha llegado el tiempo de que se levante Yucatán. Yo a cada hora me estoy cayendo, me están macheteando, me están dando puñaladas, me entran palo. Yo ando por Yucatán para redimir a mis indios amados…
La cruz tiene el tamaño de un dedo. Los indios la visten. Le ponen huipil y falda; la adornan con hilos de colores. Ella juntará a los dispersos.
(273)
—En lugar de pensar en medos, en persas, en egipcios, pensemos en los indios. Más cuenta nos tiene entender a un indio que a Ovidio. Emprenda su escuela con indios, señor rector.
Simón Rodríguez ofrece sus consejos al colegio del pueblo de Latacunga, en Ecuador: que una cátedra de lengua quechua sustituya a la de latín y que se enseñe física en lugar de teología. Que el colegio levante una fábrica de loza y otra de vidrio. Que se implanten maestranzas de albañilería, carpintería y herrería.
Por las costas del Pacífico y las montañas de los Andes, de pueblo en pueblo, peregrina don Simón. Él nunca quiso ser árbol, sino viento. Lleva un cuarto de siglo levantando polvo por los caminos de América. Desde que Sucre lo echó de Chuquisaca, ha fundado muchas escuelas y fábricas de velas y ha publicado un par de libros que nadie leyó. Con sus propias manos compuso los libros, letra a letra, porque no hay tipógrafo que pueda con tantas llaves y cuadros sinópticos. Este viejo vagabundo, calvo y feo y barrigón, curtido por los soles, lleva a cuestas un baúl lleno de manuscritos condenados por la absoluta falta de dinero y de lectores. Ropa no carga. No tiene más que la puesta.
Bolívar le decía
mi maestro, mi Sócrates.
Le decía:
Usted ha moldeado mi corazón para lo grande y lo hermoso.
La gente aprieta los dientes, por no reírse, cuando el loco Rodríguez lanza sus peroratas sobre el trágico destino de estas tierras hispanoamericanas:
—¡Estamos ciegos! ¡Ciegos!
Casi nadie lo escucha, nadie le cree. Lo tienen por judío, porque va regando hijos por donde pasa y no los bautiza con nombres de santos, sino que los llama Choclo, Zapallo, Zanahoria y otras herejías. Ha cambiado tres veces de apellido y dice que nació en Caracas, pero también dice que nació en Filadelfia y en Sanlúcar de Barrameda. Se rumorea que una de sus escuelas, la de Concepción, en Chile, fue arrasada por un terremoto que Dios envió cuando supo que don Simón enseñaba anatomía paseándose en cueros ante los alumnos.
Cada día está más solo don Simón. El más audaz, el más querible de los pensadores de América, cada día más solo. A los ochenta años, escribe:
—Yo quise hacer de la tierra un paraíso para todos. La hice un infierno para
mí.
(298)
¡Vea la Europa cómo inventa, y vea la América cómo imita!
Unos toman por prosperidad el ver sus puertos llenos de barcos… ajenos, y sus casas convertidas en almacenes de efectos… ajenos. Cada día llega una remesa de ropa hecha, y hasta de gorras para los indios. En breve se verán paquetitos dorados, con las armas de la corona, conteniendo greda preparada «por un nuevo proceder» para los muchachos acostumbrados a comer tierra.
¡Las mujeres confesándose en francés! ¡Los misioneros absolviendo pecados en castellano!
La América no debe imitar servilmente, sino ser original.
La sabiduría de la Europa y la prosperidad de los Estados Unidos son, en América, dos enemigos de la libertad de pensar. Nada quieren las nuevas repúblicas admitir, que no traiga el pase… Los estadistas de esas naciones, no consultaron para sus instituciones sino la razón; y ésta la hallaron en su suelo. ¡Imiten la originalidad, ya que tratan de imitar todo!
¿Dónde iremos a buscar modelos? Somos independientes, pero no libres; dueños del suelo, pero no de nosotros mismos.
Abramos la historia: y por lo que aún no está escrito, lea cada uno en su memoria.
(285)
La miseria es no saber pensar ni dar a la memoria más recuerdo que el dolor
, dice Francisco Bilbao, y dice que la explotación del hombre por el hombre no deja al hombre tiempo para ser hombre. La sociedad se divide entre los que todo lo pueden y los que todo lo hacen. Para que resucite Chile,
gigante sepultado bajo el monte
, hay que acabar con un sistema que niega albergue a quien construye palacios y viste de harapos a quien teje las mejores ropas.
No han cumplido treinta años los precursores del socialismo en Chile. Francisco Bilbao y Santiago Arcos, jóvenes de frac, cultivados en París, han traicionado a su clase. En busca de una
sociedad solidaria
, han desatado, a lo largo de este año, varias insurrecciones militares y levantamientos populares en todo el país, contra los pelucones y los frailes y la propiedad privada.
El día de fin de año, se desploma el último bastión revolucionario en la ciudad de La Serena. Muchos
rojos
caen ante los pelotones de fusilamiento. Bilbao, que en otra ocasión escapó disfrazado de mujer, ha huido esta vez por los tejados y se ha marchado al exilio con sotana y misal.
(39)
De los ricos es y ha sido, desde la independencia, el gobierno. Los pobres han sido soldados, milicianos nacionales, han votado como su patrón se los ha mandado, han labrado la tierra, han hecho acequias, han laboreado minas, han acarreado, han cultivado el país, han permanecido ganando real y medio, los han azotado, encepado… Los pobres han gozado de la gloriosa independencia tanto como los caballos que en Chacabuco y Maipú cargaron contra las tropas del rey.
(306)
San Pedro, como patrón,
mandó a buscar chicha y vino,
arrollado con tocino,
patitas p'un salpicón,
un ponche bien cabezón
y un canasto de tortillas,
pa' que tuitas las chiquillas
de la Corte celestial
se pudieran alegrar
y no les diera fatiga.
Se estaba poniendo tarde
cuando dijo san Antonio:
«¡Caracho, por los demonios,
que está la fiesta que arde!
Echaré una cana al aire
como la echan los demás
y con mucha suavidá
a santa Clara un capote,
sin que ninguno lo note,
se lo voy a dar nomás.»
(182)
Hasta los angelitos de los altares lucen cinta colorada en la Argentina. Quien se niega, desafía las furias del dictador. Como muchos enemigos de Rosas, el doctor Federico Mayer Arnold ha sufrido destierro y prisión.
Hace poco, este joven profesor de Buenos Aires publicó un libro en Santiago de Chile. El libro, ornado con citas en francés, inglés y latín, empezaba así: ¡Veintidós años apenas! Tres ciudades me han expulsado de su seno y cuatro cárceles en el suyo me han recibido. ¡Yo he arrojado, empero, libre mi pensamiento al rostro del déspota! Lanzo, de nuevo, al mundo mis ideas, y sin temor espero lo que el Destino me tenga deparado.
Dos meses después, al doblar una esquina, el doctor Federico Mayer Arnold cae bañado en sangre. Pero no por orden del tirano: la suegra de Federico, doña María, mendocina de mal carácter, ha pagado a los cuchilleros. Ella ha mandado que le ultimen al yerno, por no serle grato.
(14)
Ella sabe. Por eso el cuervo la persigue, vuela tras ella cada mañana, camino de misa, y se queda esperándola a la puerta de la iglesia.
Hace rato que cumplió cien años. Dirá el secreto cuando esté por morir. Si no, la castigaría la Divina Providencia.
—De aquí a tres días
—promete.
Y a los tres días:
—El mes que viene.
Y al mes:
—Mañana se verá.
Cuando la acosan, pone ojos de gallina y se hace la aturdida, o se echa a reír moviendo las patitas, como si tener tanta edad fuera una picardía.
Todo el pueblo de La Cruz sabe que ella sabe. Era muy niña cuando ayudó a los jesuitas a enterrar el tesoro en los bosques de Misiones, pero no ha olvidado.
Una vez, aprovechando una ausencia, los vecinos abrieron el viejo arcón donde ella pasa los días sentada. Adentro no había un talego lleno de onzas de oro. En el arcón encontraron los ombligos resecos de sus once hijos.
Y llega la agonía. Todo el pueblo al pie del lecho. Ella abre y cierra su boca de pez, como queriendo decir.
Muere en olor de santidad. El secreto era lo único que había tenido en la vida y se va sin darlo.
(147)
Ya no viste de capitana, ni dispara pistolas, ni monta a caballo. No le caminan las piernas y todo el cuerpo le desborda gorduras; pero ocupa su sillón de inválida como si fuera trono y pela naranjas y guayabas con las manos más bellas del mundo.
Rodeada de cántaros de barro, Manuela Sáenz reina en la penumbra del portal de su casa. Más allá se abre, entre cerros del color de la muerte, la bahía de Paita. Desterrada en este puerto peruano, Manuela vive de preparar dulces y conservas de frutas. Los navíos se detienen a comprar. Gozan de gran fama, en estas costas, sus manjares. Por una cucharita, suspiran los balleneros.