(67 y 144)
Los verdugos arrojan al aire las cenizas de Canek, para que no vaya a resucitar el día del Juicio Final. Ocho de sus jefes mueren en el garrote vil y a doscientos indios les cortan una oreja. Y para culminación del castigo, doliendo en lo más sagrado, los soldados queman las sementeras de maíz de las comunidades rebeldes.
El maíz está vivo. Sufre si lo queman, se ofende si lo pisan. Quizás el maíz sueña a los indios, como los indios lo sueñan. Él organiza el espacio y el tiempo y la historia de la gente hecha de carne de maíz.
Cuando Canek nació, le cortaron el ombligo sobre una mazorca. En nombre del recién nacido, sembraron los granos manchados de su sangre. De esa milpa se alimentó, y bebió agua serenada, que contiene luz de lucero; y fue creciendo.
(1,67, 144 y 228)
Los baqueanos, que ven como de día en las noches sin luna, eludieron las trampas. Gracias a ellos, los soldados pudieron atravesar el laberinto de las espadas, estacas afiladas que traicionan a quien pisa, y al amanecer se abalanzaron sobre la aldea de negros libres.
Humo de pólvora, humo de incendio, aire espeso y agrio al borde de la playa de Itapoa: al mediodía no queda nada del Buraco de Tatú, refugio de cimarrones que tanto han ofendido, desde hace veinte años, a la cercana ciudad de San Salvador de Bahía.
El virrey ha jurado que limpiará al Brasil de negros cimarrones, pero por todas partes brotan. En vano el capitán Bartolomeu Bueno arrancó en Minas Gerais cuatro mil pares de orejas.
A golpes de culata forman fila los que no cayeron en la defensa del Buraco de Tatú. Los marcan a todos, en el pecho, con la letra
F, de Fúgido
, y los devuelven a sus dueños. El capitán Joaquim da Costa Cardoso, que anda corto de plata, vende niños a precio de ganga.
(264 y 284)
Mucho tendrá que ocultar la Historia, dama de rosados velos, besadora de los que ganan. Se hará la distraída o enfermará de tramposa amnesia; mentirá que han sido mansos y resignados, quizás felices, los esclavos negros del Brasil.
Pero los amos de las plantaciones obligan al cocinero a probar ante sus ojos cada plato. Venenos de larga agonía se deslizan entre las sabrosuras de la mesa. Los esclavos matan; y también se matan o huyen, que son maneras de robar al amo su principal riqueza. O se sublevan creyendo, danzando, cantando, que es la manera de redimirse y resucitar.
El olor de las cañas cortadas emborracha el aire de las plantaciones y arden fuegos en la tierra y en los pechos: el fuego templa las lonjas, repiquetean los tambores. Invocan los tambores a los viejos dioses, que vuelan hasta esta tierra de exilio, respondiendo a las voces de sus hijos perdidos, y se meten en ellos y les hacen el amor y arrancándoles música y aullidos les devuelven, intacta, la vida rota.
En Nigeria o Dahomey, los tambores piden fecundidad para las mujeres y las tierras. Aquí no. Aquí las mujeres paren esclavos y las tierras los aniquilan. Aquí los dioses agrarios dejan paso a los dioses guerreros. Los tambores no piden fecundidad, sino venganza; y Ogum, el dios del hierro, afila puñales y no azadas.
Dicen los que mandan en Bahía
que el negro no va al Cielo, aunque sea rezador, porque tiene el pelo duro y pincha a Nuestro Señor.
Dicen que no duerme: ronca. Que no come: traga. Que no conversa: rezonga. Que no muere: acaba. Dicen que Dios hizo al blanco y al mulato lo pintó. Al negro, dicen, el Diablo lo cagó.
Toda fiesta de negros es sospechosa de homenaje a Satanás, negro atroz, rabo, pezuñas, tridente, pero los que mandan saben que si los esclavos se divierten de vez en cuando, trabajan más, viven más años y tienen más hijos. Así como la capoeira, ritual y mortal manera de pelear cuerpo a cuerpo, simula ser vistoso juego, también el
candomblé
se hace pasar por puro baile y ruido. Nunca faltan, además, Vírgenes o santos para prestar el disfraz: no hay quien prohíba a Ogum cuando se convierte en san Jorge, rubio jinete, y los pícaros dioses negros encuentran escondite hasta en las llagas de Cristo.
En la Semana Santa de los esclavos, es un justiciero negro quien hace estallar al traidor, el Judas blanco, muñeco pintado de cal; y cuando los esclavos sacan en procesión a la Virgen, el negro san Benedicto está en el centro de todos los homenajes. La Iglesia no conoce a este santo. Según los esclavos, san Benedicto fue esclavo como ellos, cocinero de un convento, y los ángeles se ocupaban de revolver la olla mientras él rezaba sus plegarias.
San Antonio es el preferido de los amos. San Antonio ostenta galones militares, cobra sueldo y está especializado en vigilar negros. Cuando un esclavo se escapa, el amo arroja al santo al rincón de los desperdicios. San Antonio queda en penitencia, boca abajo, hasta que los perros atrapen al fugitivo.
(27 y 65)
Desde el reloj de sol del convento de San Francisco, una lúgubre inscripción recuerda a los caminantes la fugacidad de la vida:
Cada hora que pasa te hiere y la última te matará.
Son palabras escritas en latín. Los esclavos negros de Bahía no entienden latín ni saben leer. Del África trajeron dioses alegres y peleones: con ellos están, hacia ellos van. Quien muere, entra. Resuenan los tambores para que el muerto no se pierda y llegue a la región de Oxalá. Allá en la casa del creador de creadores, lo espera su otra cabeza, la cabeza inmortal. Todos tenemos dos cabezas y dos memorias. Una cabeza de barro, que será polvo, y otra por siempre invulnerable a los mordiscos del tiempo y de la pasión. Una memoria que la muerte mata, brújula que acaba con el viaje, y otra memoria, la memoria colectiva, que vivirá mientras viva la aventura humana en el mundo.
Cuando el aire del universo se agitó y respiró por primera vez, y nació el dios de dioses, no había separación entre la tierra y el cielo. Ahora parecen divorciados; pero el cielo y la tierra vuelven a unirse cada vez que alguien muere, cada vez que alguien nace y cada vez que alguien recibe a los dioses en su cuerpo palpitante.
(361)
Hace un cuarto de siglo, Luis da Cunha propuso al rey de Portugal que se trasladara con toda su corte desde Lisboa hasta Río de Janeiro y que en esta ciudad se proclamara Emperador del Oeste. La capital del Imperio debía situarse aquí, en el centro de la abundancia, porque Portugal no podría vivir sin las riquezas del Brasil pero el Brasil, advertía Luis da Cunha, viviría fácilmente sin Portugal.
El trono sigue, por ahora, en Lisboa. Pero el centro de la colonia se desplaza del norte al sur. Bahía, puerto del azúcar, cede paso a Río de Janeiro, puerto del oro y de los diamantes. El Brasil crece hacia el sur y hacia el oeste, embistiendo contra las fronteras españolas.
La nueva capital ocupa el lugar más hermoso del mundo. Aquí parecen los cerros parejas de amantes, hay en el aire aromas que hacen reír y la brisa caliente excita a los pájaros. Las cosas y las gentes están hechas de música y ante los ojos fulgura la mar de tal manera que sería un placer ahogarse.
(48)
Entre las altas rocas rojas que más parecen dragones, ondula la tierra roja lastimada por la mano del hombre: la comarca de los diamantes exhala un polvo de fuego que enrojece las paredes de la ciudad de Tijuco. Al borde corre un arroyo y a lo lejos se extienden las montañas de color mar o ceniza. Del cauce y los recovecos del arroyo, salen los diamantes que atraviesan las montañas, navegan desde Río de Janeiro hasta Lisboa y desde Lisboa hasta Londres, donde son tallados y multiplican su precio varias veces para después dar brillo al mundo entero.
Mucho diamante escapa de contrabando. Yacen sin sepultura, carne de cuervos, los mineros clandestinos que han sido sorprendidos, aunque el cuerpo del delito tenga el tamaño de un ojo de pulga; y al esclavo sospechoso de tragar lo que no debe le aplican violenta purga de ají picante.
Todo diamante pertenece al rey de Portugal y a Joao Fernandes de Oliveira, que aquí reina por contrato con el rey. A su lado, Chica da Silva también se llama Chica que Manda. Ella es mulata, pero usa ropas europeas prohibidas para los de piel oscura y alardea yendo a misa en litera, acompañada por un cortejo de negras ataviadas como princesas; y en el templo ocupa el lugar principal. No hay noble de por aquí que no quiebre el espinazo ante su mano llena de anillos de oro, y no hay quien falte a sus convites en la mansión de la sierra. Allí Chica da Silva ofrece banquetes y funciones de teatro, estreno de
Los encantos de Medea
o cualquier pieza de moda, y después lleva a los invitados a navegar por el lago que Oliveira hizo excavar para ella porque ella quería mar y mar no había. Se llega al muelle por escalinatas doradas y se pasea en gran navío tripulado por diez marineros.
Chica da Silva usa peluca de rulos blancos. Los rulos le cubren la frente y ocultan la marca que a hierro le hicieron cuando era esclava.
(307)
Hace un año, los ingleses entraron a cañonazos por la playa de Cojímar.
Mientras La Habana firmaba la rendición, tras largo asedio, los barcos negreros esperaban en las afueras del puerto. Cuando anclaron en la bahía, los compradores les arrebataron la mercancía. Los mercaderes, es costumbre, siguen a los guerreros. Un solo traficante, John Kennion, vendió mil setecientos esclavos durante la ocupación británica. Él y sus colegas han duplicado la fuerza de trabajo de las plantaciones, tan anticuadas que todavía cultivan toda clase de alimentos y tienen por única máquina el trapiche que gira, moliendo cañas, al ritmo de los bueyes.
Apenas diez meses ha durado el dominio británico sobre Cuba, pero a los españoles les cuesta reconocer a la colonia que recuperan. El sacudón de los ingleses ha despertado a Cuba de su larga siesta agraria. Esta isla se convertirá, en los tiempos que vienen, en una inmensa fábrica de azúcar, trituradora de esclavos y devastadora de todo lo demás. Serán arrasadas las vegas de tabaco, los cultivos de maíz y los huertos vegetales. Serán devastados los bosques y secados los arroyos. Cada esclavo negro será exprimido hasta acabarse en siete años.
(222)
Los dioses mueven la sangre y la savia. En cada hierba de Cuba respira un dios y por eso está vivito, como la gente, el monte. El monte, templo de los dioses africanos, morada de los abuelos africanos, es sagrado y tiene secretos. Si alguien no lo saluda, se pone bravo y niega la salud y la suerte. Hay que regalarlo y saludarlo para recibir las hojas que curan llagas y cierran el paso a la desgracia. Se saluda al monte con las palabras rituales o las palabras que salgan. Cada cual habla con los dioses como siente o puede.
Ningún dios es del todo bueno ni del todo malo. Lo mismo salva que mata. La brisa refresca y el ciclón arrasa, pero los dos son aire.
(56)
—Buenas tardes, madre Ceiba. La bendición.
La imponente ceiba es árbol de misterio. La prefieren los antepasados y los dioses. La respetó el diluvio. Está a salvo del rayo y del huracán.
No se le puede dar la espalda, ni pisarle la sombra sin permiso. Quien descarga el hacha sobre su tronco sagrado, siente el hachazo en el propio cuerpo. Dicen que a veces acepta morir quemada, por ser el fuego su hijo preferido.
Se abre cuando le piden refugio, y para defender al fugitivo se cubre de espinas.
(56)
En la altiva palma vive Shangó, el dios negro que se llama santa Bárbara cuando se disfraza de mujer cristiana. Las hojas del penacho son sus brazos: desde allá arriba dispara este artillero del cielo. Shangó come fuego, viste relámpagos, habla truenos y fulmina la tierra con sus rayos. A los enemigos, los hace ceniza.
Guerrero y fiestero, peleón y calentón, Shangó no se cansa de broncas ni de amores. Los dioses lo odian; las diosas están locas por él. A su hermano Ogum le arrebató la mujer: Oyá, que dice ser la Virgen de la Candelaria, combate al lado de Shangó con dos espadas. A otra de sus mujeres, Oshún, le hace el amor en los ríos, y juntos comen manjares de azúcar y canela.
(28 y 56)
A templo lleno han cantado en Buenos Aires los veinte niños indios del coro de la misión de los jesuitas en San Javier. Han cantado en la catedral y en varias iglesias; y el público supo agradecer esas voces venidas como del alto cielo. También ha hecho milagros la orquesta guaraní de violines y trompas marinas.
Los músicos emprenden el regreso, conducidos por el fraile Hermann Paucke. Dos semanas de viaje los separan de sus casas en el litoral. En los altos del camino, Paucke recoge y dibuja todo lo que ve: plantas, pájaros, costumbres.
En los campos de Areco, Paucke y sus músicos guaraníes asisten al sacrificio de los caballos cimarrones. Los peones llevan a los corrales a estos caballos salvajes, mezclados con los mansos, y allí los enlazan y los van sacando, uno por uno, a campo abierto. Entonces los voltean y les abren el vientre de un tajo. Los cimarrones galopan todavía, pisándose las tripas, hasta rodar en el pasto; y al día siguiente amanecen los huesos blanqueados por los perros.
Los caballos salvajes andan por la pampa en tropillas que más parecen cardúmenes, peces voladores ondulando entre el aire y el pasto, y contagian a los caballos mansos sus costumbres de libertad.
(55)
El rey de España había regalado siete pueblos a su suegro, el rey de Portugal. Los ofrendó vacíos, pero estaban habitados. Esos pueblos eran siete misiones fundadas por los padres jesuitas, para indios guaraníes, al este del alto río Uruguay. Como muchas otras misiones de la región guaraní, habían servido de baluartes de la siempre acosada frontera.
Los guaraníes se negaron a irse. ¿Iban a cambiar de pastura, como rebaño de ovejas, porque el amo decidía? Los jesuitas les habían enseñado a hacer relojes, arados, campanas, clarinetes y libros impresos en su lengua guaraní; pero también les habían enseñado a fabricar cañones para defenderse de los cazadores de esclavos.