— Hija pilonga as bisto junto tal marabilla
—Alucho en ciento i tantos años no e visto grandeza tamaña
.
Quizás Holguín no sabe que la maravilla es la que él crea, creyendo que copia; ni sabe que su obra seguirá viva cuando las pompas de Potosí se hayan borrado de la faz de la tierra y nadie recuerde a virrey alguno.
(16 y 215)
Diego Quispe Tito, el maestro de Holguín, murió poco después de que se le murieran los ojos. En las primeras nieblas de la ceguera, alcanzó a pintar su propia imagen camino del Paraíso, con la borla imperial de los incas en la frente. Quispe fue el más talentoso de los artistas indios del Cuzco. En sus obras vuelan los papagayos entre los ángeles y se posan sobre san Sebastián acribillado a flechazos. Caras, aves y frutas de aquí asoman, de contrabando, en los paisajes de Europa o del Cielo.
Mientras los españoles queman quenas y ponchos en la Plaza Mayor, los imagineros del Cuzco se las arreglan para pintar fuentes de paltas, ajíes rocotos, chirimoyas, frutillas y membrillos sobre la mesa de la Última Cena, y pintan al Niño Jesús brotando del vientre de la Virgen y a la Virgen durmiendo, en lecho de oro, abrazada a san José.
Alza el pueblo cruces de maíz, o las adorna con guirnaldas de papas; y al pie de los altares hay ofrendas de zapallos y sandías.
(138 y 300)
En las iglesias de estas comarcas suele verse a la Virgen coronada de plumas o protegida por parasoles, como princesa inca, y a Dios Padre en forma de sol, entre monos que sostienen columnas y molduras que ofrecen frutas y peces y aves del trópico.
Un lienzo sin firma muestra a la Virgen María en el cerro de plata de Potosí, entre el sol y la luna. A un costado tiene al papa de Roma y al otro al rey de España. Pero María no está sobre el cerro sino
dentro
de él, es el cerro, un cerro con cara de mujer y manos de ofrenda, María-cerro, María-piedra, fecundada por Dios como fecunda el sol a la tierra.
(137)
En el altiplano andino,
mama
es la Virgen y
mama
son la tierra y el tiempo.
Se enoja la tierra, la madre tierra, la Pachamama, si alguien bebe sin convidarla. Cuando ella tiene mucha sed, rompe la vasija y la derrama.
A ella se ofrece la placenta del recién nacido, enterrándola entre las flores, para que viva el niño; y para que viva el amor, los amantes entierran cabellos anudados.
La diosa tierra recoge en sus brazos a los cansados y a los rotos, que de ella han brotado, y se abre para darles refugio al fin del viaje. Desde abajo de la tierra, los muertos la florecen.
(247)
En el pórtico principal de la catedral de Puno, Simón de Asto tallará en piedra dos sirenas.
Aunque las sirenas simbolizan el pecado, el artista no esculpirá monstruos. El artista creará dos hermosas muchachas indias que alegremente tocarán el charango y amarán sin sombra de culpa. Ellas serán las sirenas andinas, Quesintuu y Umantuu, que en antiguos tiempos brotaron de las aguas del lago Titicaca para hacer el amor con el dios Tunupa, dios aymara del fuego y del rayo, que a su paso dejó una estela de volcanes.
(137)
Según contó Rabelais y repitió Voltaire, es tan frío el frío del Canadá que las palabras se congelan al salir de la boca y quedan suspendidas en el aire. A fines de abril, los primeros soles parten los hielos sobre los ríos y la primavera irrumpe entre crujidos de resurrección. Entonces, recién entonces, se escuchan las frases pronunciadas en invierno.
Los colonos franceses temen al invierno más que a los indios y envidian a los animales que lo atraviesan durmiendo. Ni el oso ni la marmota se enteran de las maldades del frío: se van del mundo por unos meses, mientras el invierno parte los árboles con estrépito de balazos y convierte a los humanos en estatuas de sangre congelada y carne de mármol.
El portugués Pedro da Silva pasaba los inviernos llevando cartas en trineo de perros, sobre los hielos del río San Lorenzo. En verano viajaba en canoa, y a veces, por culpa de los vientos, demoraba un mes entero en ir y venir entre Quebec y Montreal. Pedro llevaba decretos del gobernador, informes de frailes y funcionarios, ofertas de vendedores de pieles, promesas de amigos, secretos de amantes.
El primer cartero del Canadá trabajó durante un cuarto de siglo sin pedirle permiso al invierno. Ahora murió.
(96)
El mapa de Canadá ocupa toda una pared. Entre la costa este y los grandes lagos, unas pocas ciudades, unos cuantos fortines. Más allá, un inmenso espacio de misterio. De otra pared, bajo los caños cruzados de los mosquetes, cuelgan cabelleras de indios enemigos, oscurecidas por el humo del tabaco.
Sentado en la mecedora, Pierre de La Vérendrye muerde la pipa. La Vérendrye no escucha los berridos de su hijo recién nacido. Con ojos entrecerrados mira el mapa y se deja ir por los torrentosos ríos que ningún europeo ha navegado todavía.
Él ha regresado vivo de los campos de batalla de Francia, donde lo habían dado por muerto con un tiro en el pecho y varios tajos de sable. En Canadá no le falta qué comer, gracias al trigo de sus campos y a su pensión de alférez inválido de guerra; pero se aburre y delira.
Sus piernas heridas llegarán más lejos que sus más locos entre-sueños. Las exploraciones de La Vérendrye pondrán este mapa en ridículo. Yendo hacia el oeste, en busca de la mar que conduce a las costas de la China, llegará por el norte hasta lugares donde el caño del mosquete estalla de frío al disparar y por el sur remontará el desconocido río Missouri. Este niño que está llorando a su lado, en la cuna de madera, será el descubridor del invencible muro de las Montañas Rocosas.
Misioneros y mercaderes de pieles seguirán los pasos del explorador. Así ha ocurrido siempre. Así fue con Cartier, Champlain y La Salle.
Europa paga buenos precios por las pieles de castores, nutrias, martas, ciervos, zorros y osos. A cambio de las pieles, los indios reciben armas, para matarse entre sí o para morir en las guerras entre los ingleses y los franceses que disputan sus tierras. Los indios también reciben aguardiente, que convierte en piltrafa al guerrero más robusto, y pestes más arrasadoras que las peores tempestades de nieve.
(176 y 330)
Entre los indios de Canadá no hay ningún panzón ni ningún jorobado, dicen los frailes y los exploradores franceses. Si algún cojo existe, o ciego, o tuerto, es por herida de guerra.
No conocen la propiedad ni la envidia, cuenta Pouchot, y llaman al dinero
serpiente de los franceses
.
Consideran ridículo obedecer a un semejante, dice Lafitau. Eligen jefes que no tienen privilegio alguno; y a quien sale mandón lo destituyen. Las mujeres opinan y deciden a la par de los hombres. Los consejos de ancianos y las asambleas públicas tienen la última palabra; pero ninguna palabra humana resuena más fuerte que la voz de los sueños.
Obedecen a los sueños como los cristianos al mandato divino, observa Brébeuf. Los obedecen cada día, porque a través de los sueños habla el alma cada noche; y cuando llega el fin del invierno, y se rompen los hielos del mundo, celebran una larga fiesta a los sueños consagrada. Entonces los indios se disfrazan y toda locura está permitida.
Comen cuando tienen hambre, anota Cartier. No conocen más reloj que el apetito.
Son libertinos, advierte Le Jeune. Tanto la mujer como el hombre pueden romper su matrimonio cuando quieren. La virginidad no significa nada para ellos. Champlain ha descubierto ancianas que se habían casado veinte veces.
Según Le Jeune, trabajar no les gusta nada pero les encanta, en cambio, inventar mentiras. Ignoran el arte, como no sea el arte de desollar cráneos de enemigos. Son vengativos: por venganza comen piojos y gusanos y todo bicho que guste de la carne humana. Son incapaces, comprueba Biard, de entender ninguna idea abstracta.
Según Brébeuf, los indios no pueden entender la idea del infierno. Jamás habían oído hablar del castigo eterno. Cuando los cristianos los amenazan con el infierno, los salvajes preguntan:
Y en el infierno, ¿estarán mis amigos?
(97)
Ando a veces
sintiendo lástima de mí
mientras el viento me lleva
a través de los cielos.
El arbusto
se ha sentado bajo el árbol
y canta.
(38 y 340)
La horda aventurera abate selvas, abre montañas, desvía ríos; y mientras el fuego revela fulgores en las piedras herrumbrosas, los perseguidores del oro comen sapos y raíces y fundan ciudades bajo el doble signo del hambre y del castigo.
La instalación de la picota señala el nacimiento de cada ciudad en la región brasileña del oro: la picota es el centro de todo, y a su alrededor serán las casas, y las iglesias en las cumbres de los cerros: la picota, con una corona en la alta punta y un par de argollas para atar a los esclavos que merezcan azote.
Alzando la espada ante la picota, el conde de Assumar está dando oficial nacimiento a la población de Sao José del Rei. Cuatro meses le ha llevado el viaje desde Río de Janeiro y en el camino ha comido carne de mono y hormigas asadas.
Esta tierra le da pánico y asco. El conde de Assumar, gobernador de Minas Gerais, cree que el espíritu de rebelión es una segunda naturaleza de esta gente intratable y sin domicilio: aquí los astros inducen al desorden, dice, y el agua exhala motines y la tierra despide vapor de tumultos: son insolentes las nubes, revoltosos los aires, el oro desaforado.
Manda el conde que se corte la cabeza de todo cimarrón, y organiza milicias para perseguir a la negrería sublevada. Los
desrazados
, ni blancos ni negros, miserables hijos del señor y la esclava o mezclas de mil sangres, son los cazadores de esclavos fugitivos. Nacidos para vivir fuera de la ley, son buenos para morir matando. Ellos, los mulatos y mestizos, abundan: no hay aquí mujeres blancas y no hay manera de cumplir la voluntad del rey que desde Lisboa ha ordenado evitar
la descendencia defectuosa e impura
.
(122 y 209)
Hace tres años envió el cielo una advertencia,
espantable fuego, presagio de la calamidad:
el cometa, sol suelto, sol loco, apuntaba al cerro de Potosí con su rabo acusador.
A principios de este año, nació un niño de dos cabezas en el barrio de San Pedro y dudaba el cura entre hacer un bautismo o dos.
Y a pesar del cometa y del monstruo, persistió Potosí en la moda francesa, trajes y costumbres
reprobados de Dios, vergonzosos al sexo, ofensivos a la naturaleza y escandalosos a la decencia civil y política
. La ciudad festejó las carnestolendas como siempre, farras y jaleos
muy contra la honestidad
; y cuando seis hermosas doncellas se lanzaron a bailar desnudas, ahí nomás las fulminó la peste.
Padece Potosí mil lástimas y muertes. Dios se ha ensañado con los indios, que pagan los pecados de la ciudad echando ríos de sangre.
Según don Matías Ciriaco y Selda,
médico científico y muy acreditado
, ha empleado Dios, para vengarse, el mal influjo de Saturno, que altera la sangre y la convierte en orina y cólera.
(16)
Repican las campanas llamando a la fiesta de celebración. El centro minero de Zacatecas ha firmado un tratado de paz con los indios huicholes. Replegados en las montañas de Nayarit, los huicholes habían defendido su independencia durante dos siglos, invulnerables al continuo acoso; y ahora se someten a la corona española. El tratado les garantiza que no serán obligados a servir en las minas.
En las peregrinaciones hacia sus tierras sagradas, los huicholes no tienen más remedio que pasar por la región minera, ansiosa de mano de obra. El Abuelo Fuego los protege del alacrán y de la serpiente, pero poco puede contra los cazadores de indios.
El largo viaje hacia la meseta de Viricota, a través de los cerros desollados y los pedregales de nunca acabar, es un viaje a los orígenes por el camino de los dioses. En Viricota, los huicholes reviven la primera cacería del venado. Allí vuelven al eterno momento en que el Señor de los Venados alzó con sus cuernos al sol recién nacido, aceptó sacrificarse para que la vida humana fuera posible y con su propia sangre fecundó el maíz.
El venado, dios de dioses, habita un cacto, el peyote, muy difícil de encontrar. El peyote, chiquito y feo, se esconde entre las rocas. Cuando lo descubren, los huicholes le arrojan flechas y cuando lo atrapan, llora. Después lo desangran y lo desuellan y le cortan la carne en rodajas. Alrededor de la hoguera, los huicholes comen el cacto sagrado y entonces comienza el trance. Al borde de la locura, en el éxtasis donde todo es siempre y todo es nunca, ellos son dioses mientras la comunión ocurre.
(31)
¿Qué hace esa india huichola que está por parir? Ella recuerda. Recuerda intensamente la noche de amor de donde viene el niño que va a nacer. Piensa en eso con toda la fuerza de su memoria y su alegría. Así el cuerpo se abre, feliz de la felicidad que tuvo, y entonces nace un buen huichol, que será digno de aquel goce que lo hizo.
Un buen huichol cuida su alma, su alumbrosa fuerza de vida, pero bien se sabe que el alma es más pequeña que una hormiga y más suave que un susurro, una cosa de nada, un airecito, y en cualquier descuido se puede perder.
Un muchacho tropieza y rueda sierra abajo y el alma se desprende y cae en la rodada, atada como estaba nomás que por un hilo de seda de araña. Entonces el joven huichol se aturde y se enferma. Balbuciendo llama al guardián de los cantos sagrados, el sacerdote hechicero.