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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

Mamá se quiere morir y no hay manera (16 page)

—No. Al abono de contrabarrera. A tu lado.

—Bueno.

Poco entusiasmo. Traje gris marengo. Camisa crema. Corbata azul con lunares blancos. Nudo apretado y cuello de cisne en su caída. A Sevilla.

—Nos vamos a los toros, Mamá.

—Si muero en tu ausencia, lo haré perdonándote.

—Lo mismo digo.

—Tú no estás agonizando.

—Por si acaso, Mamá.

* * *

Poco ambiente. Todo el mundo está en la Feria. Marsa sin hambre.

—Nunca me han brindado un toro, mi amor.

—Seguro que se ha olvidado de la promesa. Los toreros se olvidan pronto de sus caprichitos.

—No soy un caprichito, y me molesta tu tono.

—¿Has hablado con Farolitos últimamente?

—Hoy por la mañana.

—¿Para qué, si puede saberse?

—Para decirle dónde voy a estar en la plaza.

—¿Has llamado tú?

—Me ha llamado él.

—¿Y habéis quedado en algo más?

—Ignoraba que fueras de la Gestapo.

—No es por nada...

—He quedado que tomaríamos después una copa. Los tres.

—No estoy seguro de que me apetezca.

—Recuerda que me debes una.

—Ya me la has cobrado.

—No, mi amor. Y si no te apetece, mejor para mí. Le he dicho que si sale por la Puerta del Príncipe, me acuesto con él.

—No va a salir.

—Estás advertido.

—Eres una fresca.

—Y tú un golfo putero.

—Si repites con Farolitos me planto.

—Ya veremos. No seas celoso, mi amor. La vida es así.

—Reconoce que lo tuyo no es normal.

—Lo reconozco.

Y se ha quedado tan tranquila.

* * *

De berenjena y oro lleva el vestido de torear. Por Madrid le dicen «traje de luces», pero eso no tiene sentido. El Charro ha venido de grana y oro, y Gitanillo de Roda de tabaco y plata, con un vestido muy churrigueresco, hortera al cuadrado.

No alcanzo a comprender lo que Marsa siente por ese Farolitos, que parece un junco hambriento, una espiga de casi nada, un sucedáneo de aire. Paquete sí tiene, hay que reconocerlo. Marsa está emocionada. Lo del brindis no me importa. Lo que me fastidiaría es el triunfo y la Puerta del Príncipe. Ya me ha adelantado las consecuencias, y uno ha nacido tragón. Se lo he contado a Tomás por el móvil.

—Tomás, que la señora marquesa me ha dicho que si Farolitos sale a hombros por la Puerta del Príncipe, me la pega.

—No se preocupe, señor marqués. Es más difícil salir a hombros por la Puerta del Príncipe que toparse con un Domecq en Vladivostok.

—Eso pienso yo. Y si no es un Domecq, un Osborne, o un González, o un Terry, o un Caballero.

—Eso. Que nuestros señores de por aquí no tienen nada que hacer en Vladivostok.

—Pues no sabes el peso que me has quitado de encima, Tomás. ¿Mi madre?

—Se está confesando con don Crispín. Previamente, me ha ordenado que le compre un ataúd con empaque.

—No compres nada, Tomás. Si acaso, para don Crispín.

—No pensaba hacerlo. Suerte, señor marqués. Que fracase el niñato.

El primer y segundo novillo han pasado a mejor vida sin alharacas. Clarines. Sale el tercero. Farolitos se arrodilla en toriles y extiende el capote sobre el albero. Buen principio. El novillo sale ciego, asustado, sin vocación de arte. Farolitos lo recibe con una larga cambiada, que para mí siempre ha sido una tontería. Eso no es torear. A Marsa se le ha escapado un gritito muy chocante. No torea mal Farolitos, pero es del montón, de escuela taurina. Se lo comento a mi mujer.

—A mí, estos toreros de escuela taurina me aburren.

Marsa no responde. Tercio de banderillas sin novedad. Cambio de tercio. Farolitos se planta ante el presidente y pide la venia. Se la conceden. Viene hacia nuestra altura, y a Marsa se le derrite el braguerío. Más bien, el tanguerío. El chico, bueno es constatarlo, tiene palabra. Se dirige a mi mujer y le suelta el poema completo. Un pelma. «Si yo fuera torero...» Montera al aire y Marsa que la agarra en pleno vuelo.

Silencio en la plaza. Farolitos está en los medios y cita de frente al novillo. El público, expectante, como siempre en Sevilla. Se arranca el novillo.

En el primer pase, Farolitos ha batido el récord olímpico de altura. El novillo le ha levantado por encima de los tres metros. Alarido de terror de Marsa. No ha herido el morlaco a mi rival. En el segundo pase, Farolitos ha batido su propia marca. Cuatro metros de altura. Aplaudo entusiasmado al novillo. Aterrizaje forzoso. Farolitos a la enfermería. No he visto en mi vida a un tipo más torpe. Marsa compungida.

—El brindis, precioso, pero este chico lo que tiene que hacer es paracaidismo.

—Eres muy mala persona, Cristian.

Ha ingresado en la enfermería hecho un pelele. Marsa no sabe qué hacer con la montera, que para colmo, huele a alquilada.

—Vamos a la enfermería, Cristian.

—Lo que tú digas, mi amor.

Caras largas. Un subalterno de plata gastada en su vestido de torear se hace cargo de la prenda occipital. Marsa se interesa por la salud del maestro.

—De maestro, nada, señora. Un insensato. Y no tengo noticias de su estado.

Esperen aquí.

Ha llegado un señor que manda una barbaridad y nos ha recomendado que abandonemos el lugar. Me opongo con contundencia.

—El torero ha brindado el novillo a mi mujer y soy maestrante.

—Usted perdone. Pero el reglamento es el reglamento.

—¿Y usted, quién es?

—El que interpreta el reglamento.

—Y yo, el marqués de Sotoancho. Maestrante.

—Si lo que quieren saber es cómo se encuentra el chico, no tengo inconveniente en informarles. Aterrizaje malo, dolor en las cervicales, limpio de herida pitonera, fuera de peligro y con restos de correntía.

—¿Correntía? ¿Qué es eso?—ha preguntado Marsa.

—Estercolío, señora.

—¿Y qué es el estercolío? —ha insistido mi esposa, harto decepcionada.

—Que sigue cagaíto de miedo. No se preocupen, que está muy bien.

Nunca había visto a Marsa tan hundida. Tomás, que sigue las corridas por la televisión, me ha mandado un mensaje. «Sñor mrques. tdo ok. Vi TV Farolit. Un pringado. Felicids. Tmas.»

—¿Qué lees? —me ha preguntado Marsa.

—Nada, mi amor. Es Tomás. Que Mamá está bien.

Paseo hasta el Alfonso XIII. Marsa no habla. Se siente hundida. Para mí, que experimenta el mismo ridículo que la mujer del capitán del
Titanic.
Con tacto y sensibilidad me he atrevido a hacer un comentario.

—Muy valiente.

—Lo dices para herirme.

—Y muy malo.

Lo peor del mundo, lo más perverso, es una mujer arrinconada por la razón.

—En la cama, buenísimo.

Consternación en mi ánimo. Simultáneamente, alivio. Una mujer como la mía, no admite el fracaso.

—Mi amor, si de verdad lo quieres, adelante.

—Sólo te quiero a ti. Y lo sabes perfectamente.

—Me ha molestado tu referencia a la cama.

—No hagas caso. Nunca podré estar con un aviador tan estrepitoso.

—Ya estuviste.

—Cuando era torero.

—Malísimo, Marsa.

—Un desastre, mi amor.

—Nada de arte.

—Tampoco en la cama. Dio un gatillazo. Como tú, nadie, jaguar mío.

—¿A casa?

—A casa. Cuanto antes.

—¿Todo olvidado?

—Todo. Lo mío y lo tuyo. Te quiero.

—¿No más tonterías?

—Nunca, mi amor.

—Bienvenida de nuevo a mi vida, Marsa.

—Bienhallado, Cristian.

* * *

Noche tranquila. La decepción deprime. Marsa se ha administrado una pildorilla y ronca como un rinoceronte. Como un bellísimo rinoceronte. Hay que comprenderla.

El joven torero que se enamora de ella, la poesía, la Maestranza, el brindis, el vuelo y el morrón. Una extravagancia sentimental. La miro a mi lado y siento deseos de abrazarla, pero es muy orgullosa. Intento averiguar sus sueños, pero no lo consigo.

La reconquista es más valiosa que la conquista. El Cid y yo, primos hermanos.

Duermo.

* * *

Se nos ha venido la mañana encima. Y Marsa no está en su sitio. Quiero decir, que está a mi lado, pero no en su sitio. Cuando una mujer sufre una decepción, pierde el lugar de su vida. Y tarda en recuperarlo. Más aún, cuando Tomás, al traer las bandejas del desayuno, ha depositado sobre la cama el periódico. Dice la portada que Irán está empeñado en fabricar la bomba atómica. Que lo de la nación andaluza es una barbaridad. Que han muerto más personas que el pasado año en Semana Santa.

Que nos vienen lluvias. Y en una llamada a las páginas taurinas, el siguiente titular:

«Fracaso en la novillada. Farolitos anuncia su retirada de los ruedos.»

—Mi amor, Farolitos se retira. Se corta la coleta y la colita.

—No sé a quién te refieres, Cristian.

—A un novillero que te encantaba.

—No me gustan los toros.

—Perdón, me había confundido de persona. ¿Leche?

—Sí, por favor. Y dos de azúcar.

—Así me gusta, amor.

—Y después, déjame. Necesito un par de horas más de sueño.

—¿Zumo de naranja?

—No.

—¿Queso?

—No.

—¿Cruasán o ensaimada?

—Ni uno ni la otra.

—¿Huevos?

—Amor, déjame en paz. Has ganado.

—El amor de verdad nunca triunfa sobre el amor.

—Me siento ridícula, Cristian.

—¿Queso?

—Te he dicho que no.

—¿Cruasán o ensaimada?

—Tu madre.

Y la he dejado dormida.

* * *

Está destrozada. Su gozo en un pozo. Tengo que medir mi ironía para no verme abandonado por un arranque de orgullo colombiano. Cuando se levante, estará mejor. Si algo tiene Marsa es sentido del humor y capacidad para superar las desventuras.

Sólo en el despacho, no he podido contra la tentación. Unos toques de yoyó relajan y amortiguan los desvanecimientos anímicos. No puedo ocultar que he tenido suerte.

De haber triunfado el Farolitos, ahora estaría afeitándome los pitones. Pero la vida es así y hay que aceptarla como viene. He procedido a hacer un molinete doble y el yoyó se ha enredado. Tengo que ponerme como obligación una hora diaria de práctica. Tomás, que me trae el inalámbrico.

—Señor, una llamada extraña. Guarde el yoyó, que no le trae más que disgustos.

—Deja al yoyó en paz. ¿Quién es?

—Una voz femenina. Para mí, que de mujer madura tirando a invernal.

—Gracias, Tomás.

En efecto, una llamada extraña. La voz de mujer madura tirando a invernal, como la ha descrito Tomás con acierto, me ha anunciado que recibiré una nota. Me despiertan curiosidad estos procesos inesperados y misteriosos.

Curiosidad e impaciencia. La vida en el campo pide, de cuando en cuando, una contingencia imprevista.

Marsa duerme y Mamá maquina mientras agoniza. La encuentro mejor que nunca.

Me pide que a su muerte haga donación de su colección de solideos papales a la comunidad de carmelitas descalzas del convento de los Azahares.

—Se los entregaré cuando todavía estés calentita, Mamá.

—Tampoco es eso.

—Pero tienes que indicar a qué Santo Padre pertenece cada uno.

—Eso lo hago en un pispás.

—¿Quieres que les entregue cualquier otra cosa?

—Sí. Mi retrato de Sotomayor. Para que se me venere en esos santos muros.

—Mamá, Sotomayor te pintó vestida de amazona, y eso no pega con un convento de clausura. Además, que tu colección de solideos no da para tanto. La veneración es mucha pretensión.

Nada ha comentado. Ya son las doce y Marsa sigue sin aparecer. Acudo a su lado.

Estatua yacente.

—Son las doce, mi amor.

—Sigo con sueño. No quiero levantarme.

—Hay que superar los contratiempos, Marsa.

—Un poco más, mi vida, un poco más.

A mi mujer los disgustos le dan sueño. Es original en todo. Que se quede en la cama lo que quiera. Cuanto más rumie en soledad su despropósito, mejor se sentirá

cuando se levante.

Un taxi en la puerta de casa. Tomás me trae un sobre.

—He tenido que pagar al taxista. Una señora le ha encargado que le entregue esto.

Una señora bastante fresca.

No se puede ir por la vida mandando sobres en los taxis y exigiendo que los pague el receptor.

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