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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

Mamá se quiere morir y no hay manera (5 page)

Marsa que me visita.

—Mi amor, ¿sigues enfadado conmigo?

—Estoy iniciando el proceso de amnistía.

—¿Reconoces que lo del y oyó es de niñas?

—A lo más que puedo llegar es a reconocer que no es, en efecto, un entretenimiento de hombres maduros.

Se ha acercado hasta mi sitio, y me ha besado apasionadamente.

—Menos mal, mi amor. Porque si esta noche no me querías, tenía pensado largarme a Sevilla.

—¿A Sevilla? ¿A qué?

—A echar un quiqui.

Las mujeres no paran de sorprenderme. Me lo ha dicho a la cara y sin la menor contrariedad. Me ha dejado ver que de no comportarme con ella como hasta ahora, como un hombre, ella es muy capaz de encontrar un repuesto. Me he visto obligado a poner los puntos sobre las íes.

—¿A qué? No he oído bien.

—A echar un quiqui, mi amor.

Puestos los puntos sobre las íes, he considerado que lo más conveniente era adoptar un aire de desparpajo, de chacota, de camaradería.

—Vaya, vaya, vaya.

—Pero no lo voy a hacer, porque mi jaguar se va a portar esta noche como lo que es.

—Sólo si tú me reconoces que no se puede generalizar. Que también hay hombres que juegan al yoyó y no son sospechosos de perder aceite ni salir del armario.

—De acuerdo, mi amor. Conozco a uno que no es sospechoso.

—¿Yo?

—Claro, mi amor.

—¿De verdad hubieras sido capaz de engañarme con otro?

—Engañarte, nunca. Te lo habría dicho.

—¿Puedo saber su nombre?

—Puedes, pero no te lo voy a decir. Se queda en la recámara. Esta noche te espero, amor mío.

* * *

Para mí, que es un torero. En las últimas semanas las conversaciones con Marsa han girado en torno a la Fiesta. Como buena colombiana, su torero es César Rincón, que hay que reconocerlo, es un monstruo. Un torerazo. Pero no van por ahí los tiros.

Ayer, encontré en la mesa de mi mujer un libro de Poesías Taurinas, y marcada con un Post-it de esos de color naranja, una página sospechosa. El poema se titula «Si yo fuera torero», y su autor se llama Alfonso Camín, que no debe de ser andaluz porque lo conocería. Lo leí por curiosidad, me gustó y lo copié, pero no le di importancia al asunto.

Si yo fuera torero, brindaría por ti de esta manera: Por la mujer que quiero; por esa majestad y maravilla de luna, de mujer, de primavera, que abraza con los ojos la mantilla y aroma como un nardo la barrera. Por la que tiembla cuando sale el toro, estruja entre sus manos los claveles, lleva al pecho palomas en azoro y se le anida el corazón de pena; prefiere mi quietud a mis laureles, no escucha los aplausos en la arena; y al acabar la fiesta, cuando pasa primaveral y airosa, entre la gente, lleva desde el tendido hasta su casa, los labios de reír, como una fuente, los ojos de llorar, como una brasa..

Bueno, bueno, bueno. Tengo que averiguarlo. La descripción de Marsa se ajusta a la realidad, si bien es cierto que nunca la he visto llevando a su pecho palomas en azoro, ni el corazón anidado de pena. Pero es un indicio. No soportaría unos cuernos a estas alturas de mi vida. Antes de la cena, como quien no quiere la cosa, voy a tirarle de la lengua.

Me ha citado mi primo Moby, el estafador. Me cae simpático. Se cree que me las mete dobladas, pero yo caigo en sus trampas porque conozco su pésima situación económica. Mi madre no puede soportarlo, y ello ayuda a que crezca mi simpatía por él. Me ha citado en Sevilla para venderme un cuadro de Murillo «con muchísimos colores», según sus palabras. Me pide sesenta mil euros, y es una ganga. Le compré, tres años atrás, un
Paisaje con tren entrando en el túnel
que atribuyó a Velázquez. Se lo regalé a Tomás para su casita del Puerto de Santa María. Me divierte encontrarme con Moby y que me cuente sus cuitas. A las siete hemos quedado en el bar del Alfonso XIII. En principio le cité en Pineda, pero no puede ser. Ha dejado de pagar las cuotas y le han dado de baja como socio. Marsa me acompañará. Así, mientras negocio con mi primo, ella se va a El Corte Inglés de la Plaza del Duque y deja tiritando su Visa oro. Ay, mujeres.

Revuelo en el pasillo. Marsa ingresa agitada.

—Cristian. Tienes que intervenir. Tu madre, sin razón, ha pegado a uno de los niños. A Dicky.

Como un padre firme y resuelto me he incorporado. En pocos minutos me he hecho cargo del suceso.

Los niños estaban jugando en torno a mi madre, y al pasar junto a ella Ricardo, al que llamamos Dicky, y que fue el cuarto en nacer de los quintillizos, Mamá le ha arreado una bofetada.

El niño, dolorido y asustado, se ha puesto a llorar, que es la reacción más lógica del mundo. Un niño no puede concebir que una abuela, por antipática que sea, se dedique a pegarle morrones sin justificación alguna. Cuando le he preguntado a Mamá por los motivos de la agresión, no se ha escudado en justificaciones.

—¡Porque es muy feo, y me da mucho coraje!

De los cinco niños, Ricardo es, en efecto, el menos agraciado físicamente. Se parece a Modesto, el padre de mi difunta primera mujer, Marisol. Modesto era el guarda mayor de La Jaralera, y los genes tiran para todos los lados. En este caso, los genes de Modesto, que no tenía excesiva buena pinta, se han reunido en el pobre Dicky.

Y Mamá odia al niño porque es feo. Pero eso no le da derecho a arrearle bofetadas a discreción y sin motivo. Marsa, mi mujer, que quiere a los niños más que yo, se ha enfrentado a Mamá con una valentía y un aplomo dignos de su casta.

—Eres una bestia parda, Cristina.

Al oírse llamar «bestia parda», mi madre ha intentado incorporarse para darle un guantazo a Marsa, pero ésta la ha detenido durante su incorporación, y de un leve empujón, la ha devuelto al sofá mientras le repetía:

—Una bestia parda, Cristina.

Elena, que se ocupa de los niños, íntima de Marisol y madre postiza de los quintillizos, también ha mostrado su rabia e indignación. Me lo ha dicho, con los labios apretados y los nudillos sin circulación sanguínea.

—Cristian, sujétame, porque soy capaz de matar a tu madre.

No la he sujetado, para ver si toca la flauta por casualidad. Elena, sin ataduras, es una mujer de armas tomar, y se ha acercado hasta el sillón de la agresora, y poniéndole la nariz a menos de un milímetro de la suya, mirándole a los ojos —que se les han puesto bizcos a ambas dos—, ha levantado el dedo índice de la mano derecha y le ha soltado a mi asustada madre:

—Señora marquesa viuda, se lo digo una vez y sólo una vez. Como vuelva usted a pegar a su nieto Dicky o a cualquiera de los otros cuatro, le voy a arrear una leche que le va a arrancar de cuajo la cabeza. No le doy una segunda oportunidad, salvaje.

El ambiente en
Cumbres borrascosas
es una delicia comparado con el aire que se respira en La Jaralera. Y Mamá se ha acobardado. No esperaba una reacción popular tan adversa y violenta. Para mí, que ha actuado creyéndose inmune, como el caricaturista danés de Mahoma, que ya van más de doscientos muertos. Ayer por la tarde, sin ir más lejos, tres de los peones marroquíes que trabajan en Casa se manifestaron contra el caricaturista y les prometí que haría lo posible para castigar al autor. Como están bastante zumbados, se lo creyeron y punto.

Las situaciones de extrema debilidad del enemigo hay que aprovecharlas.

—Mamá, lo siento, pero no tengo otra opción. Tu incalificable proceder te ha granjeado la enemistad de toda nuestra Casa. Mi deber es el de castigarte. Te vas a retirar inmediatamente a tu cuarto, y no saldrás de ahí en tres días. El servicio hará

turno de guardia en la puerta de tu habitación para impedir que la abandones. Te llevarán la comida y la cena, pero en esos tres días, y lo siento mucho, tienes terminantemente prohibido ingerir bebidas alcohólicas. Si te apetecen tus ginebritas, te aguantas. Cuando don Blas de Lezo, después de derrotarle en la batalla de Cartagena de Indias, apresó al almirante inglés Vernon, le proporcionó toda suerte de comodidades en su prisión, pero no botellas de ginebra. Y a María Antonieta, Robespierre no le mandó antes de decapitarla ningún tipo de licor placentero. Tu acción merece el cumplimiento íntegro de tu condena. No cuentes con amnistías sentimentales ni redención de penas por el trabajo. No has trabajado en tu vida. A tu cuarto, Mamá, inmediatamente.

Esta última oración y frase postrera la pronuncié acompañando mi voz con un gesto imperativo de despedida.

Castigar a una mujer de noventa y seis años tiene su gracia y su morbillo. Como una oveja de Islandia —la más obediente de las ovejas del mundo—, Mamá se ha incorporado y tomado el rumbo de su lujosa celda. No pienso perdonarla. Se va a enterar de lo que vale un peine. Muy valiente para pegar a un niño de tres años, pero sumisa y dócil cuando se topa con la Justicia. A mis hijos, sean guapos o feos, no les pone una mano encima nadie, por mucho que sea su abuela. Que se vaya enterando.

Mamá simula que cojea, antigua añagaza que utiliza para despertar la lástima.

—No te hagas la coja, Mamá.

Al alcanzar el umbral del salón, se ha vuelto hacia mí en demanda de amnistía.

Todos, incluidos los niños, expectantes y atentos a mi decisión. Mi postura, firme e inflexible.

—A tu puto cuarto, Mamá.

Y los cinco niños, al unísono, han corrido a abrazarse a mí y me han comido a besos.

TRES

Con el objetivo de no perturbar el buen servicio de Casa, he contratado a tres agentes de seguridad privados, que harán turnos en la puerta de la habitación de la encarcelada. Para facilitar los pequeños problemas que siempre surgen entre detenidos y guardianes, he creído conveniente que sean tres mujeres las celadoras de Mamá. De esta forma, las responsabilidades de cada empleado no padecerán turbación y podrán hacer mudanza, frase ésta que me gusta mucho aunque aquí no pegue ni con cola.

A Sevilla a ver a Moby. Karmel nos llevará en el Bentley de Papá. Una tontería ésta de referirse siempre al Bentley de Papá, cuando es mío desde que murió Papá, pero son cosas del respeto a los ancestros. Marsa se ha acomodado a mi lado, en el asiento trasero.

—¿No me tienes que revelar un nombre, mi amor?

—Todas las mujeres del mundo tenemos nuestro secreto.

—¿Usa montera en lugar de sombrero?

Marsa se ha quedado de piedra. Mi intuición ha actuado con pericia. Me mira entre divertida y asombrada.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Tu repentina afición por los toros.

No es mujer de cobardías.

—Una cosa son los toros y otra los toreros, mi amor.

—Y una cosa son los toreros y otra los brindis de los toreros, mi niña.

—Me pierdo.

—No te pierdes. En tu mesa encontré hace días un libro con una página marcada.

«Si yo fuera torero / brindaría por ti de esta manera...» ¿No lo recuerdas?

—Es un poema precioso. Su autor, Alfonso Camín, era asturiano y se murió a principios de los ochenta.

—No me refiero al autor, sino al espíritu de los versos.

He conseguido turbarla. Me entristece pensar que lo está pasando mal por mi irónico proceder. Llegando a la avenida de La Palmera, he retomado mi tono incisivo.

—¿Es de oro o de plata?

—No es de nada. Pero en la Feria del año pasado me prometió un brindis. No tiene nada de malo.

—Es una bobada que ocultes su identidad. A los toros, vas a ir conmigo.

—Nos conocimos en el bar del Colón. Tú estabas con Antonio Burgos y Curro Romero, y me vino a saludar. Es casi un niño. No puedes preocuparte. Me dijo que era muy guapa y que me brindaría un toro. Me gustó su desparpajo y su falta de timidez. Me habló de un libro de poesías. «Lea un poema que se titula "Si yo fuera torero". Eso es lo que le diré el año que viene, cuando le brinde el novillo.» Me compré el libro y encontré el poema. Lo señalé. Y aquí paz y después gloria. No he vuelto a saber de él. Pero he leído que torea una novillada en la Feria.

—¿Su nombre?

—Rafael Expósito,
Farolitos.

—No he oído nunca hablar de él.

—Debuta este año con picadores.

Manda narices. Mi mujer se deja engatusar por un tal Rafael Expósito que ha elegido el nombre artístico de Farolitos. Y sólo ha hablado una vez con él y no lo ha visto torear nunca.

—Tiene arte, Cristian. Y es muy guapo y simpático.

—Lo segundo y lo tercero me preocupan más que lo primero.

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