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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

Mamá se quiere morir y no hay manera (10 page)

La homilía no me ha parecido muy teológica, y menos aún, mística, pero sí certera.

Terminado el funeral, hemos procedido a enterrar al pobre hombre. Curiosos a manta. En España se gusta mucho de los entierros, y más si se trata del sepelio de un fallecido vinculado a la nobleza. He visto llorar a unos cuantos asistentes que, por su aspecto, no parecen haber tratado a Pochito.

De vuelta a casa, silencio en el coche, sólo roto por la voz de Mamá comentando la sentida homilía del padre Guadalfajara.

—La verdad es que el sermón ha sido muy emocionante y espiritual. Se me ha puesto la carne de gallina en algunos tramos. Este padre Guadalfajara, que es de buenísima familia, es el que nos hace falta en La Jaralera, no el pelmazo de don Crispín, que no sabe nada de nosotros ni de nuestra manera de vivir.

—Lo malo, Mamá, es que el padre Guadalfajara no querría venir a casa. Tiene la suya, los fines de semana se instala en La Malvasía, y dudo que se atreva a soportar tu malísimo carácter.

—Un sacerdote de familia bien es siempre más santo que un cura con complejo social.

—Pero no va a aceptar, Mamá. Hazte a la idea. Tenemos don Crispín para rato.

Me lo he figurado desde que el padre Guadalfajara principió su ardiente homilía.

Que a Mamá se le iban a poner los dientes largos por tener un cura así en Casa. Un cura conde, que no es fácil encontrarlos en el mercado. Pero no puede ser tan tonto como para aceptar la capellanía de La Jaralera.

Al entrar en Casa, hacia la izquierda, rumbo a la dehesilla, se ha levantado un bando de perdices. Una parte del bando se ha dirigido al encinar en vuelo rasante, por el primer andamio del aire. Y he pensado, qué casualidad, que esas perdices están más a salvo que nunca desde la muerte del tío Pochito.

Día de duelos, día de buñuelos. Me ha salido un refrán. Pero en los postres, nos han servido buñuelos rellenos de crema con chocolate caliente. Mi postre preferido. Y para colmo, con poderes afrodisíacos.

Mamá se ha ido a dormir la siesta. Marsa y yo, a la cama. Hay que torear con arte para ensombrecer al fresco del Farolitos.

* * *

Tarde aceptable. No gloriosa. Mal año de muertos. Lucas y tío Pochito en apenas unos días. Se acerca la cuaresma y tengo por costumbre hacer penitencia durante sus cuarenta días. Unos años no pruebo el alcohol, otros me abstengo de las coyundas, y otros no fumo ni un solo cigarrillo. En esta ocasión, no puedo privarme de las copas, por aquello de las inesperadas tormentas familiares. Y menos aún de yacer junto a Marsa, a la que debo arrebatar su mórbida inclinación novilleril. Y el tabaco me calma. Por lo tanto, voy a hacer penitencia estética, apartada de la renuncia de los vicios. Y he decidido —¡oh, suprema mortificación!—, no ponerme en toda la cuaresma mis viejos
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ingleses. Me los hice a medida en Groose & Hamptdon cuando cumplí los treinta, y aún se adaptan a mis piernas como el chorizo a las lentejas. Pero al decírselo a Marsa, ésta se lo ha tomado a broma.

—Eso no es penitencia ni es nada, mi amor. En el tiempo que llevamos juntos, te los he visto puestos sólo en dos ocasiones, y siempre porque te ibas a cazar.

Me irrita que no concedan valor a mis sacrificios. Si de mí dependiera, me pondría los
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todos los días del año excepto los del verano. Son preciosos, cómodos y no producen rozaduras en la zona muslar inmediata a las ingles. Sucede que no puedo ir a los consejos de administración en Sevilla con
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porque no lo interpretarían bien mis compañeros de los consejos, y menos aún, los accionistas. Y si me presento de esa guisa en Jerez o en el Puerto de Santa María, más de uno me haría burlas a mis espaldas.

Este año, lo repito, con los líos que tengo no me parece saludable renunciar al alcohol, al fumeque o a la polvoranza. Al fin y al cabo, estos sacrificios carecen de originalidad, y lo de arrastrar cadenas por las calles vestido de nazareno o darse latigazos en la espalda se me antojan mortificaciones de la clase media, tirando para abajo. Son penitencias habituales.

Pero los rumores corren como conejos y vuelan como los ánsares. Cuando Mamá se ha enterado de mi sacrificada renuncia durante la cuaresma, me ha pedido audiencia privada. Dada la circunstancia de que la cuaresma no ha principiado todavía, me he puesto los
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para recibirla.

A las doce en punto, he ordenado a Tomás que facilite el acceso de Mamá a mi despacho. La he recibido como hacen los Reyes, en pie y afectuosamente. Mi madre me ha mirado con una expresión irónica, nada agradable a la vista de uno.

—Gracias por recibirme, hijo, y hacer un hueco en tu apretadísima agenda para atender a tu pobre madre. Pero quería darte la enhorabuena y mis ánimos sinceros por el enorme y noble sacrificio que vas a hacer. El Señor estuvo cuarenta días de ayuno en las montañas y tú imitas su ejemplo con cuarenta días sin tus
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de Londres. Veo que los llevas puestos y estás en trance de despedirte de su compañía.

No te oculto que la intensidad de tu penitencia se va a comentar con admiración y pasmo en los más altos estamentos de Nuestra Santa Madre Iglesia. Si no me equivoco, creo que la noticia ha impresionado sobremanera a nuestro cardenal-arzobispo.

Mi madre, si quiere ser irónica y lacerante, lo consigue. Me siento hondamente herido por la bajeza de su sarcasmo. Presiento que, como Marsa, tampoco alcanza a valorar la altura de mi temporal desprendimiento. Si a Agustina de Aragón le quitan el cañón durante cuarenta días no habría sabido qué hacer. Lo mismo me sucede a mí con los
knickers.
A don Crispín, nuestro amable capellán, también le ha llegado la novedad. Y tengo que reconocer que tampoco le ha concedido mérito a mi cuaresmal penitencia. Sólo Tomás, siempre Tomás, mi leal mayordomo, me animó a permanecer en mi sitio sin renunciar a mi decisión.

—Lo suyo es de santidad probada, señor marqués.

Este hombre, al que en ocasiones juzgo con cicatería y precipitación, me demuestra su alta sensibilidad. Conoce a la perfección mi vestuario y sabe de mi predilección por los incomparables
knickers.
Lo cierto es que la cosa, el chisme, ha corrido de boca en boca y el personal sonríe a mi paso. El daño que puede hacer una información sesgada es incalculable, y sospecho que es mi propia madre la fuente de las murmuraciones.

—Tomás, mañana se inicia la cuaresma. Guarda los
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donde no los pueda ver. No quiero caer en la tentación. Cuando un cristiano adopta una medida de esta importancia, debe calcular la presión de las tentaciones del Maligno. Es mi deseo, querido Tomás, el de cumplir con todas las consecuencias mi sacrificio penitencial.

—Lo que usted ordene, San Señor Marqués.

Y le he ofrecido a Dios mi sacrificio, mientras oía a lo lejos, en los aledaños del salón, risas y cuchufletas.

SIETE

Miércoles de Ceniza. Cuaresma. Los
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en el armario, escondidos por Tomás.

Me ha preparado para hoy la «teba» verde y unos pantalones de pana beige.

—Ánimo, San Señor Marqués. Cuarenta días pasan pronto.

Extraordinaria la ayuda de Tomás para afirmar mi fortaleza.

Fortaleza que no me abandona en esta temporada aciaga, si bien tengo que reconocer que en dos ocasiones he roto con la tradición familiar entregándome al llanto. Pero lo he hecho en privado. Mamá sólo me dejó llorar el día que se mató

Marisol. Pero en aquella ocasión el cuerpo se me vació por dentro y no me quedó ni la fuente de las lágrimas.

En la Recoleta me topo con María, la doncella y «ponebaños» de mi madre.

—Señor marqués, su madre desearía su presencia en su salón de lectura.

Tiene gracia lo de «salón de lectura». Es el único salón de lectura del mundo que no tiene ni un libro. Lo que hace Mamá en su salón de lectura es ver la televisión. Se ha aficionado últimamente a las telenovelas y no se pierde una. Anteayer, en unos momentos de distensión —nada frecuentes—, me trasladó su enorme preocupación por la situación familiar de Verenice, que siendo hija natural de don Guzmán, y por lo tanto hermana de Jennifer María y Elsa Marta, no cuenta con el cariño de las últimas por una cuestión de celos. Rubén José, el heredero soltero de la hacienda contigua, está enamorado de Verenice, y eso no se lo perdonan sus hermanas, que a su vez pugnan entre ellas por el amor de Rubén José.

—En efecto, esa situación es muy desagradable para Verenice, Mamá —le dije con afecto.

—Me gusta que coincidas conmigo, Susú. Odio a las hijas legítimas de don Guzmán. De lejos se ve que son un par de pécoras.

Así que me he presentado en el salón de lectura de mi madre, que se halla rezando con don Crispín. Con un gesto imperativo, mi hacedora ha señalado la puerta de salida al sufrido y piadoso capellán.

—Siéntate, Susú.

Está cariñosa y ha perdido la acidez de su rostro. Ayer se hizo una revisión completa con su médico de cabecera, el doctor Moreno. El galeno me informó de los resultados. Está como una rosa. A pesar de su afición a la bebida, tiene las transaminasas en un nivel envidiable, y el colesterol, y los triglicéridos. De ahí mi sorpresa cuando me ha revelado su secreto:

—Hijo, he decidido que me tengo que morir. Es más, que quiero morirme.

He leído que si un ser humano se deja llevar por la melancolía del desaparecer, se termina por derrotar a sí mismo y dobla la servilleta con suma facilidad. Y un dato corrobora sus deseos de protagonizar, al fin, su fallecimiento. Hoy tenemos para comer patatas a lo pobre, a las que Mamá llama «patatas resentidas», y le encantan, pero le ha pedido a María que le hagan una sopa de verduras. Renunciar a las «patatas resentidas» equivale en mi madre a confirmar una decisión de alejamiento de los placeres de la vida. Me ha pedido que Marsa esté presente durante nuestra conversación, prueba irrefutable de su desmoronamiento anímico. Y Marsa, llamada a toda prisa, no ha tardado en incorporarse.

Mamá la ha saludado con cariño, lo que no quiere decir que se haya mostrado especialmente cariñosa.

—Susú, hijo. Me voy a morir pronto. Lo he decidido. Siento que sobro en esta casa.

Mi querido primo Pochito se me ha adelantado, y tu padre lleva esperándome la tira de años en el Purgatorio. Sólo si yo intercedo por él ante Dios saldrá liberado de las llamas purificadoras. Mi futura muerte es, por lo tanto, un hecho irremediable y no hay que ponerse trágicos. Sólo os pido una cosa, un detalle, a ti y a tu mujer. Me encanta veros vestidos de negro. Estáis elegantísimos. En el entierro de Pochito hacíais una pareja estéticamente perfecta. Armónica, muy nuestra, muy Sotoancho.

En ese aspecto tengo que reconocerte, Susú, que has elegido a la mujer idónea.

Cuando yo muera, uno de los próximos días, no os podré ver de luto por mí. Y eso es lo que os pido. Que os vistáis de negro desde ahora hasta el día que Dios me llame y me diga: «Ven a mi lado, Cristina, que no soporto más tu ausencia en este Reino de los Cielos.» Además está lo de tu padre. Me consta que ha intentado, mediante añagazas, salir del Purgatorio en distintas ocasiones y no se lo han permitido. A pesar de su afición a las mujeres, mi deber como esposa es hacer uso de toda mi influencia para conseguir que deje de quemarse. Poneos de luto. Es lo menos que podéis hacer por vuestra madre.

Tengo que reconocer que una flecha invisible de cariño se ha clavado en mi corazón. Si Mamá presiente su muerte y quiere vernos de luto por ella, no voy a ser yo quien le niegue tan lógico y comprensible deseo. Marsa se ha resistido un poco, pero mi autoridad le ha ayudado a recapacitar. Además, le he dicho, en tiempos de Cuaresma, el luto es perfectamente razonable. No contento con eso, he redactado un memorándum decretando en Casa, hasta nueva orden, luto oficial. Las banderas de España y de nuestra familia —verde con estrellas doradas—, ondearán a media asta.

Tomás coserá a su manga izquierda un brazalete de seda negra en señal de duelo como Jefe Superior del Servicio Doméstico, que tal es su cargo y título de acuerdo a lo que dicen sus tarjetas: «Tomás Miranda Carretón, Jefe Superior del Servicio Doméstico del Marqués de Sotoancho.» Los asuntos de protocolo en Casa no admiten debilidades. El que es algo, lo es con todas las consecuencias.

Hora de la cena. He vuelto a intentar por la tarde un golpe de pasión con Marsa, pero he dado un gatillazo. Mi mujer, no obstante, ha reconocido mi esfuerzo baldío, acusando a las turbulencias emocionales de mi eventual resistencia a encabritar el bálano.

—Mi amor, lo entiendo a la perfección. No te preocupes. Alcánzame el conejito con pilas.

En Navidad, y para hacerme el gracioso, regalé a Marsa un instrumento erótico. Se trata de un travieso conejillo, con las orejas flexibles, que hace las delicias de las mujeres sin necesidad de tener al lado a un maromo. He sucumbido ante la sinceridad de Marsa y rendido mi aplomo de vanidad masculina. Y mientras me vestía de luto, he llevado hasta nuestro lecho el demencial artefacto, que a decir verdad, e interpretando los alaridos de mi mujer, debe de ser cosa fina.

Finalizada la relación de Marsa con el conejito a pilas, mi maravillosa esposa ha incorporado su cuerpo de la cama y se ha vestido de luto. Al ingresar junto a ella en el comedor, Mamá ha comentado entusiasmada:

—Estáis guapísimos. ¿Quién ha fallecido?

—Tú, Mamá.

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