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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

Mamá se quiere morir y no hay manera (9 page)

Pero nada de llorar. Tú mismo te lo has prohibido. Tajantemente. Pero dos días atrás lo hiciste. No se acaba el mundo si vuelves a incumplir tu obligación.

Llora, tío, que no pasa nada.

* * *

No días, hay meses en los que nada hay más recomendable que no levantarse de la cama. Lo que me ha sucedido hoy ha superado todas las marcas del ridículo y la angustia. Con los problemas que me circundan, he creído conveniente aplacar mis agobios con el placer de un paseo. El sol luce y el campo está en las puertas de la primavera.

Papá era más ancho que yo. De estatura, prácticamente iguales, idénticos. Tronco medido y piernas muy largas. Con los años, las viejas chaquetas de mi padre me sientan de dulce. Me he puesto una de ellas para el paseo. Es la mejor manera de estar junto a él en tiempos de tribulaciones.

Todo bien. El camino de siempre. La dehesilla, el puente de los plumbagos que supera el Guadalmecín, la albariza de los juncos, el soto de las oropéndolas, y la gran dehesa que se cierra al sureste para alzarse en la sierra de La Manchona. Marsa me llama por el móvil, pero necesito sosiego. No respondo.

Una gran encina me sirve de sombra para descansar. Un extraño ruido me alerta.

No hay problemas. Se trata de una vaca de leche. Las compro en Cantabria, en el mercado de Torrelavega. Las vacas lecheras tienen una expresividad muy limitada.

Hay una gran tristeza en sus ojos. Dicen los expertos que su melancolía responde a una frustración constante. Tres veces al día les tocan las tetas y nunca las besan después. Algo de eso tiene que sucederles, porque no es normal tanta pesadumbre en la mirada.

Pero, cuál no habrá sido mi sorpresa, esta vaca no está triste. Está enfadada. Y mucho. Es blanca con manchas negras, como casi todas. Lo extraño es que pasta en solitario, cuando estos animales gustan una barbaridad de aburrirse en compañía.

Me mira como diciéndome: «Si no fuera una lechera te partiría la femoral de una cornada.» Así lo he interpretado, y me ha dado bastante susto.

Lo mejor es no mirarla. Me he incorporado y dado los primeros pasos de la huida.

La miro de reojo. Me sigue. Si me detengo, ella se para. Reanudo la marcha, y ella se mueve tras de mí. Me he quitado la chaqueta de Papá por si me sirviera de capote.

Acelero el paso y la vaca hace lo mismo. No lo aguanto más. Rápida carrera hacia el madroñal. La vaca me embiste. Por un pelo no me ha cogido. Me he protegido en un burruño de madroños jóvenes, más arbustos que árboles. La vaca me espera.

Llamada a Tomás:

—Avisa inmediatamente a Modesto el guarda y que venga a salvarme. Estoy rodeado por una vaca asesina en el madroñal, junto a la Manchona.

He probado asustarla con el lanzamiento certero de una piedra. Se ha enfurecido aún más y ha hecho hilo hacia mi refugio.

La chaqueta de Papá ha salido volando hacia la cabeza mochales de la vaca, pero ni caso. Me quiere a mí. Una vaca sobremadroñea mejor que un hombre, y en pocos segundos la he tenido a menos de medio metro de mi atemorizado ser. Un marquesado en trance de ser eliminado por un bóvido femenino resueltamente idiota. La vaca, que ha intuido mi terror, ha vuelto a la carga. Me ha salvado una rama firme de madroño valiente. Si sobrevivo, este madroñuelo será objeto de un emotivo homenaje. De repente, sin aviso de trompeteo, se me han soltado las tripas.

Correntía inesperada, que no advierte. Desagradable sensación de invasión de la intimidad. En pocas palabras, que me he hecho caquita. Me he estercolado de pavor.

De nuevo la vaca, intentando el asesinato de su dueño y señor. Por un pelo de conejo recién nacido no ha culminado su sangrienta maniobra.

Llegan —¡al fin!— los miembros del comando de rescate al mando de Modesto, el guarda mayor. Sorprendente desarrollo de los acontecimientos. Modesto, sin precaución alguna, se ha juntado a la vaca, le ha soltado un berrido imperativo, le ha dado un mandoble en los costillares, y la vaca criminal, cobarde y blanda, ha escapado a toda pastilla rumbo a la dehesa.

Modesto,
el Cerrillano,
Pepillo y Juan, el hijo de Guada, la costurera, se han interesado por mi estado e integridad física. Intento mantenerlos a marquesal distancia para que no confirmen, con la ayuda de sus respectivas pituitarias, el desagradable tufo que emerge y se expande desde mis calzoncillos. Pero la servidumbre cumple con su deber y han llegado hasta mí, y me animan mientras me golpean en la espalda amistosamente.

—Ánimo, señor marqués, que el susto ha pasado.

Intento no darles el aire, para que no me descubran. Pero Modesto, hombre de campo y de palabra brusca, ha abierto sus fosas nasales con maña de jabalí.

—Aquí huele a rayos.

Mi defensa, inmediata:

—La vaca, seguramente, que asustada se ha ido por la pata abajo.

Mi defensa, fallida.

—Aquí el único que se ha ido por la pata abajo es el señor marqués.

Mi defensa, definitivamente anulada.

—Quizás un desplome intestinal a causa del desasosiego —he dicho a modo de justificación.

—Lo que haya sido, no es de nuestra incumbencia, señor marqués. Pero huele que marea a un buitre.

Mi humillación no tiene límites. He tenido que hacer uso del móvil. Tomás responde.

—Tomás, unos calzoncillos limpios, por favor.

* * *

Tomás Miranda y Carretón, mi fiel mayordomo, es hombre de dobleces. No puedo vivir sin su ayuda y cercanía, pero no comparte la teoría de los tradicionales ayudas de cámara. Esa teoría —mejor escrito, norma— que ningún criado se saltó hasta finales del siglo XIX, cuando Gómez, el fámulo de confianza del Rey Francisco de Asís, le susurró al oído en plena merienda campestre en el monte del Pardo, a requerimiento de una cuestión real:

—La Reina no se halla, señor.

—¿Y por qué no se halla?

—Porque se halla fornicando con el capitán Valverde.

—Oh, oh —comentó el Rey como si fuera Conchita Velasco.

Tomás Miranda y Carretón, mi viejo y querido doméstico, es un heredero directo del chismoso Gómez, y disfruta con mis humillaciones. Se ha llegado hasta el madroñal con una maleta. Me ofrece elegir entre media docena de calzoncillos y un trío de pantalones. Ha cogido del suelo, con gran mimo y cuidado, la chaqueta de mi padre.

—Señor marqués, esta chaqueta está visiblemente corneada.

—Tírala, Tomás. Alcánzame unos calzoncillos.

—¿Lisos, a rayas o con cuadraditos lilas?

—Los que tú quieras.

—Ahí van los de cuadraditos.

Dicho y hecho, han volado hasta mis cloacas unos gayumbos de tronío que adquirí en Morgan & Frost, diminuto comercio de las Burlington Arcade.

—Pantalones —he exigido seguidamente.

—¿De pana, de alpaca o los grises de franela?

—Los de pana.

Con los calzoncillos y los pantalones manchados he procedido a hacer un hatillo con un nudo de acimut y lo he depositado bajo un algarrobo resistente. Desaparecerá con el tiempo y los vientos serranos. Y de nuevo presentable, he salido del madroñal con aire distinguido. Pero Tomás me hiere.

—Señor marqués, era una vaca lechera.

—Una vaca lechera loca de remate, Tomás.

—Pero lechera.

—Pero loca.

—No lo contaré, señor marqués.

—Lo espero por tu futuro, Tomás.

SEIS

Tengo que esforzarme para olvidar la infidelidad de Marsa. Ella me ayuda, pero algo ha quedado latente en mi ánimo que me impide la plena felicidad. Tiempo al tiempo.

Tomás en el despacho:

—Señor marqués, su madre desea comunicarle una luctuosa noticia.

—Si sabes que es luctuosa, adelántame quién la ha cascado.

—Ha fallecido su tío Pochito Hendings, el tontito.

—¿Tío Pochito?

—El mismo.

Primo hermano de Mamá, con el que tuvo algún tonteo el pasado año. El pobre no daba mucho de sí y sólo le divertían las bromas. Había que seguirle el juego, porque si le salía mal se ponía a llorar. Ceceaba. Una tarde me preguntó: «¿Haz vizto a Lucaz?» «¿Qué Lucas?», le respondí preguntándole a la vez. «¡El de laz pelucaz! ¡Zí, zí!» Tenía el vicio, el remoquete, de confirmar con un «zí, zí» sus explosiones de alegría. Y le encantaban las mujeres. A punto estuve de soltarle una guantada por las cosas que me decía de Marsa. Dios lo tenga en su Gloria.

Lo único que hizo bien en la vida fue tirar a las perdices. En ese aspecto, era un consumado maestro. Después de consolar brevemente a Mamá, que según ella está

triste por la irreparable pérdida, he llamado a su administrador. Me informa que ha dejado toda su fortuna a las monjitas y enfermeras que se ocuparon de él desde que quedó huérfano. Mamá se ha vestido como un chipirón consternado. El funeral de «córpore insepulto» ha sido fijado a las doce, y posteriormente será enterrado en su panteón. Mamá quiere hacernos ver que siente una penita muy grande, digna de copla, cuando lo cierto es que lo único que le duele es que no le ha dejado un chavo.

Ahí está el pobre tío Pochito, con la misma expresión de lelo que con vida. Las monjitas rezan. Mamá le ha ajustado entre sus manos quietas, ya ocupadas por un rosario, una fotografía del Caudillo. Las monjitas se la han quitado inmediatamente.

—Señora, aquí se vela a un santito fallecido y no se hace política. Su primo vivió siempre ajeno a ella.

Lo malo es que Mamá no pretendía hacer política. Mi madre cree a ciegas que Franco es santo.

En el primer banco de la iglesia nos han colocado. Marsa observa, yo presido y Mamá hace que llora. Oficia el funeral el padre Guadalfajara, hijo de los condes de Santa Godina, un sacerdote de familia muy bien que conocía a Pochito desde niño.

Su homilía no ha podido ser más fiel a la realidad, aunque a algunos les haya sonado a extravagante. El padre Guadalfajara es de los que no saben mentir ni se abrazan a tópicos y lugares comunes en los sermones.

—Amados hermanos en Cristo: nos hemos reunido aquí para despedir a nuestro querido Pochito, que ya estará con el Señor porque fue incapaz de hacer el mal a nadie. Como sabéis, el pobre Pochito era tonto, y estuvo a punto de no poder hacer la Primera Comunión porque cuando le preguntaron que cuántos Dioses había respondió que «siete con Pinocho». Pero algo hizo en la vida maravillosamente bien.

¡Cómo tiraba a las perdices! No he conocido a nadie que tuviera su pericia. En un ojeo que me tocó al lado de su puesto, ¡pum, pum, pum!, consiguió cinco dobletes en un solo bando. —Al tiempo que el padre Guadalfajara decía «¡pum, pum, pum!», el oficiante imitaba las posturas del cazador con la escopeta, y los fieles seguían atentamente las vicisitudes de la cacería y la dirección de los disparos, mirando ora al cielo, ora a los laterales del templo, según apuntara el aristocrático clérigo—. En cambio —continuó la homilía en honor del difunto—, con el pelo se ponía nervioso, como una pila. Mató, creo recordar, un buen venado medalla de oro en Piedras Blancas, la finca de Asumpta Oriol, y dos o tres buenos guarros navajeros, pero las monterías no le gustaban. Me decía que le parecían muy largas y que se pasaba mucho frío, y en esto, amadísimos hermanos, Pochito tenía toda la razón. Yo he pasado más frío en las monterías que en el seminario de Córdoba, donde estudié

para no estar lejos de La Malvasía, la finca de mis padres, que Santa Gloria Hayan, y que ahora tengo arrendada al vizconde de Benavites, que se ocupa de esas cosas. Me paga bastante bien y está contento con el resultado. El último día, el pasado 20 de enero, se mataron veintidós guarros y diecisiete venados entre treinta escopetas, y me contó que los perros agarraron a varias cochinas con sus rayones. La Malvasía, amadísimos hermanos, está como bien sabéis, a catorce kilómetros de Almodóvar del Río, según se llega de Córdoba a la derecha, camino de Hornachuelos. Pues eso, queridos hermanos en Cristo, que a Pochito no le convencían las monterías, pero a las gallaretas y los patos también los tiraba de dulce. Era un portento con su escopeta del veinte. Y eso es todo, hermanos en Cristo, lo que se me ocurre decir de Pochito Hendings, que Dios tenga en el Cielo. Pongámonos en pie y recemos el Credo.

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